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miércoles, 6 de octubre de 2010

CHARLES AMES WASHBURN - FRAGMENTOS DE LA HISTORIA DEL PARAGUAY - LA SOCIEDAD PARAGUAYA DURANTE EL GOBIERNO DEL PRESIDENTE FRANCISCO SOLANO LÓPEZ (1863)



FRAGMENTOS DE LA
HISTORIA DEL PARAGUAY DE
CHARLES AMES WASHBURN (1871)
Las páginas que se indican corresponden al
volumen 2 de la primera edición (Boston, 1.871).




FRAGMENTOS DE LA HISTORIA DEL PARAGUAY


PÁGINAS 80 A 88

Al mismo tiempo que el General Robles era enviado con su columna de hombres por la orilla del río a tomar los diferentes pueblos que encontrara a su paso, el Coronel Antonio Estigarribia, con una tropa de doce mil hombres con seis cañones, marcharon por el Paraná a la altura de Encarnación, unas cien millas arriba del Paso de la Patria, atravesando Misiones hacia el Uruguay con el objetivo de invadir el estado brasileño de Río Grande. Cuando llegaron a la orilla de ese río, él dividió al ejército en dos columnas y lo atravesó con unos ocho mil de sus hombres, dejando atrás a dos mil quinientos en la orilla derecha del río, bajo las órdenes del Mayor Duarte. Los dos ejércitos marcharon entonces río abajo por orillas diferentes, y el 10 de junio Estigarribia tomó posesión de San Borja luego de una pequeña escaramuza.

El 26 de junio, una parte de sus fuerzas fue derrotada mientras estaban en marcha, por un contingente brasileño mayor en el arroyo Mbutuy, y se entabló una batalla, en la que ambas partes se consideraron victoriosas.

El 5 de agosto, Estigarribia ocupó con su ejército el importante pueblo de Uruguayana. Aunque los brasileños, a lo largo de la frontera del estado invadido, tenían dos o tres veces más número de tropas que las que estaban bajo el mando de Estigarribia, opusieron poca o casi ninguna resistencia para impedir su avance, al ver que cuanto más lejos se encontraban de su propio país, más desastrosa podría ser su caída final. Mientras tanto, Duarte con su ejército de dos mil quinientos hombres ocuparon el pueblo de Yatay en la ribera argentina opuesta a Uruguay.

Las fuerzas combinadas de los dos ejércitos llegaron a alrededor de diez mil hombres, con dos mil que fueron perdidos en el camino, desde el cruce del Paraná. Por entonces, los aliados comenzaron a reunirse alrededor de ellos de tal manera y en número tan abrumador, que era evidente que con un comando fuerte por parte de los brasileños, todo el ejército paraguayo podría ser destruido o tornado prisionero. Seiscientos hombres al mando del General Flores, se fueron acercando al campamento de Duarte que había enviado un pedido de refuerzos a Estigarribia. Recibió la insultante respuesta de que si tenía miedo, cualquier otra persona sería enviada a dirigir en su lugar. Con la esperanza de que el General Robles, que había sido enviado en la misma dirección, pudiera estar cerca, también le envío una carta en donde le explicaba su extremadamente difícil situación.

En esta carta, que fue capturada por el General Pacanero, Duarte decía que las órdenes de López fueron matar a todos los que cayeran prisioneros. Debe tomarse en cuenta que esta carta fue escrita al comienzo de la guerra y antes que López manifestara desesperación por las derrotas que subsecuentemente lo llevaron al desastre, lo cual prueba el poco valor que se daba a las actividades practicadas por él antes del comienzo de las hostilidades y que debiera continuar la guerra con el respeto estricto a las leyes de las naciones, y con tal respeto a los dictados de humanidad, que su conducta en esta guerra debería ofrecer una marcada e importante diferencia de lo que generalmente había sido la práctica de los sanguinarios caudillos que aprovecharon para sí muchas de estas situaciones desacreditando cada página de la historia sudamericana.

Las fuerzas de Flores habían aumentado tan rápidamente que el 17 de agosto eran más de trece mil hombres. Envió de inmediato una orden a Duarte para que se rindiera, la que éste rechazó, diciendo como era la invariable usanza de la época de cada paraguayo que era conminado a rendirse, que él no tenía órdenes de "El Supremo" al respecto. Se ordenó entonces un ataque, y en la batalla que siguió, los paraguayos lucharon con un valor jamás superado ni siquiera en las Termópilas.

Pero la superioridad numérica en su contra era tan apabullante que no alcanzó con su valor.

Todos se rehusaron a rendirse; lucharon hasta la muerte, y de los dos mil quinientos, sólo unos doscientos o trescientos de los que no estaban comprometidos en la lucha frontal y fueron tomados prisioneros. En esa batalla, como en muchas otras, no era infrecuente que un paraguayo, al ser rodeado por una docena de enemigos y obligado a rendirse, hiciera caso omiso y luchara basta la muerte; o, si por casualidad era desarmado en lucha desigual y hecho prisionero por la fuerza, buscara la primera oportunidad de tener sus manos libres para agarrar un mosquete o una cachiporra de cualquier tipo y matar a cuantos le fuera posible hasta que él mismo cayera.

En esta acción los aliados perdieron un número de efectivos al menos igual a todas las fuerzas de los paraguayos, por lo que en promedio cada paraguayo había matado un hombre. Los aliados ahora dirigían su atención a Estigarribia y a su ejército mayor, quienes estaban del otro lado del río involucrados en fortificar su posición. A medida que veía que las tropas del enemigo que se estaban reteniendo a su alrededor eran en exceso mayores a las propias, comenzó a retirarse, y si hubiese continuado haciéndolo probablemente se habría salvado a sí mismo y parte de su ejército. Pero él conocía el carácter de su jefe demasiado bien como para aventurarse a una retirada sin órdenes, y por tanto retornó a Uruguayana para esperar instrucciones o refuerzos. Mientras tanto el Almirante Tamandaré había enviado cuatro cañoneras hacia el río, mientras él tomó posición para que sus cañones controlaran la ciudad.

El asunto para los aliados era ahora si Estigarribia lucharía como Duarte lo había hecho, hasta que todos sus hombres fueran muertos. Si él hiciera eso, ellos podrían contar con una pérdida igual a todo o a casi todo el ejército paraguayo y el efecto moral de otras Termópilas no podría ser sino desastroso para toda la causa aliada. Por tanto, enviaron una nota al comandante paraguayo proponiéndole que se rindiera y prometiendo que a él y a sus hombres se les permitiría retirarse con todos los honores de guerra. Estigarribia replicó a esta nota en una carta larga declinando considerar cualquier propuesta de ese estilo. Poco después los aliados le enviaron una segunda carta en la cual ellos explicaban que sus tropas sobrepasaban en gran número a las suyas y que ellos tenían una superioridad de artillería tal, que él estaba completamente sitiado por tierra mientras estaba expuesto a los pesados cañones del escuadrón que esperaba en las cercanías del río. Para él, oponer resistencia ante tales circunstancias, cuando la victoria era imposible y la derrota inevitable sería sacrificar a su ejército entero en una destrucción segura. Se ha dicho que en la época en que se envió esta carta otro comunicado de diferente carácter también se remitió, en el cual a Estigarribia se le prometieron abundantes recompensas si no exponía a los aliados a las pérdidas e inconvenientes de una batalla, y que entonces se hizo un acuerdo por cual él debía responder desdeñosamente a la propuesta de que debía capitular y mantenerse en apariencia desafiante, hasta que el Emperador que estaba en ese entonces en camino, tuviera tiempo para comparecer y estar presente en la rendición.

A los pedidos de rendición Estigarribia replicó en una carta el 5 de setiembre, cuyos términos son lo suficientemente grandilocuentes y engreídos como para crear la impresión de que en el momento en que fue enviada, él ya estaba resuelto a capitular. Esta carta no fue escrita por Estigarribia, sino por un clérigo que lo acompañaba para escribir sus cartas y actuar como capellán. Estigarribia era un hombre de poca habilidad y ninguna educación y jamás habría sido seleccionado para esta importante misión, si López hubiese sido un buen juez de hombres o de las cualidades esenciales de un comandante de una empresa tan desesperada.

Él había sido conocido en Asunción como perteneciente al personal de López, y por ser uno de los más prestos y, deseosos de cometer cualquier barbarie o hacer cumplir sin piedad cualquier orden tiránica que su jefe pudiera darle.

Su familia era de la clase más baja en Asunción y él no tenía otro tutor en el país, y era en conjunto un hombre tal, que no teniendo nada para perder estaría abierto a propuestas de cualquier tipo.

Estas valientes palabras no fueron continuadas por las acciones correspondientes; puesto que tan pronto fueron escritas, él comenzó a estipular los términos para sí mismo en caso de que su ejército completo tuviera que rendirse. Pero los aliados al no saberlo, o al menos simulando no saber cuáles eran sus propósitos ulteriores, comenzaron a realizar activos preparativos para asaltar el lugar. Tenían cuatro veces el número de tropas que él tenía, además de sus cañoneras; ellos también tenían cuarenta y dos rifles de cañón de calibre más largo que los que poseía Estigarribia que podrían derribar la ciudad y destruir a cada paraguayo en ella sin exponerse a ningún peligro.

Era una situación bien calculada para exhibir el coraje brasileño en toda su perfección, puesto que ninguna tropa más valiente se conoció jamás, que las que está más allá del alcance del peligro. Pero mientras los aliados se preparaban para llevar a cabo su ataque, las provisiones en el campo de Estigarribia se volvían muy escasas. El ejército se había comido todo el ganado vacuno y había comenzado con los caballos, y Estigarribia veía que a menos que él pudiera escapar de la trampa en la cual había caído, debía rendirse o de otro modo sus tropas deberían perecer o en la batalla o de hambre. Él por lo tanto envió otra nota al general Mitre proponiendo términos para un tratado. Mitre sin embargo, viendo que lo tenía completamente bajo su poder, no respondió a su carta reservándose esa tarea hasta que pudiera estar listo para un asalto general, cuando su respuesta sería un requerimiento de una rendición incondicional. Esto se realizó el 18 de setiembre, quedando todo el ejército aliado en posición de atacar. Mitre entonces envió un requerimiento a Estigarribia para rendirse en el término de cuatro horas. Éste replicó ofreciendo rendirse bajo la condición de que los soldados rasos deberían ser tratados como prisioneros de guerra; que a los oficiales se les permitiera guardar sus espadas e ir a donde fuera que lo desearan, inclusive al Paraguay; y que los orientales de su ejército fuesen prisioneros de Brasil. Estos términos fueron aceptados con la excepción de que los oficiales debían entregar sus espadas y podían residir dondequiera que les placiera, exceptuando que no debían volver al Paraguay. La rendición formal se hizo entonces y todo el ejército que consistía de casi seis mil hombres (habiendo muerto toros dos mil a causa de enfermedad o necesidad, o habiendo sido muertos en las ocasionales escaramuzas que habían tenido lugar) marcharon como prisioneros de guerra.

El tratamiento de los aliados hacia estos prisioneros fue no sólo una violación de todas las leyes de guerra, sino traicionero, deshonesto y deshonroso en todos los aspectos. Fueron enrolados en las fuerzas aliadas y obligados a luchar contra sus propios compatriotas hermanos en armas. Este acto fue no sólo un crimen sino un grave error. Los paraguayos al dejar su país en esta expedición invasora creían que iban a luchar contra un enemigo que había venido a hacerles la guerra y a llevárselos para distribuir a sus mujeres entre los soldados, y llevarse a los hombres como esclavos al Brasil; y habían sido entrenados para una obediencia tan implícita y estaban tan cuidadosamente sujetos a las órdenes de sus superiores que con este temor ante ellos podían hacerles luchar de la manera más desesperada y temeraria que alguna vez se haya conocido antes. Fue mucho después de haber sido tomados prisioneros, que ellos se desengañaron de la idea de que finalmente iban a ser llevados al Brasil como esclavos y de que nunca verían a sus hogares, sus esposas e hijos nuevamente, salvo desertando, y que ellos podrían volver a su propio país. Muchos de ellos en realidad desertaron y volvieron al campamento de López, donde por un tiempo fueron recibidos como hombres que verdaderamente habían sido traicionados por su comandante, a manos del enemigo.

Como no habían estado suficiente tiempo en el ejército brasileño para perder su odio hacia los brasileños o para desengañarse de la idea de que se los iba a convertir en esclavos, casi todos fueron nuevamente reincorporados al ejército.

Se asegura que previo a su rendición, Estigarribia había acordado con los brasileños términos a través de los cuales debía recibir una gran sorna de dinero en caso de que bajara sus armas sin forzar a los aliados a los extremos de una batalla. Es seguro que fue tratado por los brasileños con gran consideración: fue a Río de Janeiro donde fue atendido con gran distinción; y tenía los medios para mantenerse en un estilo tal como el que nunca había conocido antes. Su salario anual bajo López no había sido tanto como lo eran sus gastos diarios. Nadie sino López podría culparlo por haberse rendido como lo hizo, puesto que si se hubiera quedado, como lo hizo Duarte, su ejército habría compartido el destino de su subordinado. A pesar de eso, López había estado muy complacido con la batalla de Yatay, puesto que él pensaba que aunque todo el ejército había sido destruido, eso le mostraría a los aliados que la gente que iban a encontrar estaba resuelta a perecer hasta el último hombre antes que ser conquistados. Si Estigarribia imitara a Duarte y a su ejército e hiciera un informe tan bueno de sí mismo como ellos lo hicieron, entonces los aliados dudarían mucho antes de aventurarse a encontrarse con otro ejército paraguayo. Pero cuando las noticias de la rendición de Estigarribia le llegaron, López vio que no sólo había perdido su ejército sino que había mostrado un gran deseo de mando, enviando una fuerza tan grande lejos de su base y permitiendo que se los aislara y capturara, perdiendo todas las ventajas morales que se ganaron con el ejército de Duarte.

Las noticias de esta rendición que llegaron poco después de la derrota en Riachuelo, presentaron durante un tiempo a un López tan salvaje y furioso como después se volvería en su carácter habitual.

Había perdido gran parte de la flota que debía arrasar el río y poner a las ciudades de Montevideo, Buenos Aires, Rosario y Paraná suplicantes a sus pies; y habría perdido el ejército entero que se suponía debía portar fuego y espada a través del campo brasileño e inclusive hacer que el emperador suplicara por acuerdos. Su furia en esta ocasión ha sido descripta como muy indigna para el magistrado en jefe de una nación.

Reuniendo a todos sus oficiales principales estalló en insultos y maldiciones contra Estigarribia, como un bellaco comprado cuyo nombre y memoria merecían abominación universal. Entonces se dirigió a los presentes y en términos de la más amarga invectiva, les dijo que eran todos traidores en gran escala; que ninguno de ellos defendía su causa y su persona tan de corazón como debían hacerlo; que él debería observarlos más agudamente de lo que alguna vez lo había hecho antes; y que ellos podrían contar con que a la más mínima deserción, el más mínimo signo de desobediencia o desapego en llevar a cabo sus órdenes de manera completa, sentirían su pesada mano sobre sí mismos de tal modo de que nunca podrían temerla una segunda vez.

La ira de López contra Estigarribia se vio enormemente agravada por el hecho de que él había escapado de su poder y estaba entonces desenfrenado en relación a su desobediencia. Él no tenía siquiera el pobre consuelo de infligir castigos indirectos sobre su familia porque Estigarribia no tenía familia, sino una esposa que no le importaba en nada y que era humilde y estaba abandonada. No obstante sin embargo, ella renunció a él y lo denunció y peticionó al gobierno que le permitiera cambiar su nombre para no ser más conocida o llamada por el nombre que su esposo había hecho infame. Habiendo hecho esto, se le permitió permanecer a sus anchas mientras que a las familias de otros que habían desertado o probado ser traidores se les quitaba, si tenían el infortunio de ser respetables y poseían propiedades, todo lo que poseían, y se las enviaba al exilio en destinos remotos y desolados del interior de país.

PÁGINAS 96 A 106 – LA SOCIEDAD PARAGUAYA DURANTE EL GOBIERNO DEL PRESIDENTE FRANCISCO SOLANO LÓPEZ – FIESTAS, BAILES Y ETIQUETA SOCIAL.

Toda la historia muestra que no es propio de la naturaleza humana que una persona sea tratada constantemente como el más grande, más sabio y más bravío de toda la humanidad, sin que al final termine creyéndoselo. Tal fue la experiencia de juventud de [Francisco Solano] López. Mientras era aún un muchacho, fue puesto en posiciones de autoridad sobre otras gentes, que habían crecido bajo regímenes de crueldad y terror tales que nunca cuestionaron la sabiduría o la justicia de ningún acto que emanara desde el gobierno.

A él todos se dirigían, joven como era, en términos de obsequiosa obediencia; por lo tanto no es extraño que con el tiempo él percibiera esas constantes alabanzas como obligaciones, y a sí mismo como merecedor de toda la atención que recibía. Ser siempre halagado se volvió una necesidad para él, y particularmente vio a cualquiera que fallara en darle curso a su natural apetito por alabanzas, no sólo como a su enemigo personal sino como a un enemigo del país que tenía todas sus esperanzas y glorias centradas en su propia persona.

Consideraciones de esta clase pueden ciertamente explicar de algún modo la perversidad de su carácter en su vida posterior. Si hubiera vivido las circunstancias de haber sido educado en su juventud en contacto con otros de su misma edad en términos de igualdad, él hubiera tenido que aprender que, mientras era superior en dones naturales en algunas cosas e inferior en otras, era capaz de equivocarse, y necesitaba como todos los hombres, ser ayudado por la experiencia y los consejos de otros. Dejado, sin embargo, a la indulgencia de una disposición naturalmente cruel, con nadie con quién comparar o ser censado, pero convencido por los que le rodeaban de que todo lo que hacía tenía que estar correcto, se desarrolló con un carácter poco natural en el cual todo lo demoníaco de las pasiones de la raza humana, tomaron dominio completamente irrestricto sobre cualquier sentimiento de piedad por las miserias o respeto por la vida humanas, volviéndose incluso insensible a lazos de consanguinidad.

Su política, era siempre la costumbre del primer López de hacer olvidar a la gente de su esclavitud y degradación, estimulándola a complacerse con la diversión pública. Bajo el régimen de Francia, las reuniones populares de todo tipo estaban prohibidas; y cuando esta restricción fue quitada por su sucesor, creyeron un gran privilegio que aún bajo la vigilancia cercana de la policía se permitiera hacer reuniones, bailar, organizar carreras de caballos para jugar a la sortija y tener fiestas populares y corridas de toros. De acuerdo a eso, cada año se dieron varios bailes autorizados por el gobierno, a los cuales sólo la mejor de las clases sociales fue invitada. Otros de carácter más democrático, en los cuales todos podían participar, se daban generalmente al aire libre. Las ocasiones para estas festividades eran usualmente los aniversarios del cumpleaños del Presidente, el día de la santa patrona de la capital Asunción, de la independencia del estado, o algún otro evento importante de la historia.

En cualquier época del año, la música se mantenía en, o cerca de las barracas por varias horas al día. Esta costumbre existía en la época del primer López. A las tres de la mañana, durante los meses de verano, y a las cuatro en el invierno, la banda comenzaría a tocar y se mantendría así tocando, durante cuatro a cinco horas sin intermedio. Hacia el atardecer los músicos serían compelidos a practicar muchas horas más. La banda en la capital era muy grande, y la música uniformemente excelente, pero las tareas requeridas por los músicos de los instrumentos de viento eran tan severas que una gran cantidad de hombres jóvenes fueron completamente arruinados en su salud a causa de esto. Siempre había música por cualquier clase de jubileo, así fuera en un baile en el Club, un paseo a través de las calles, una serenata a López o la Sra. Lynch, o un baile al aire libre por las peinetas de oro.

Las mujeres llamadas peinetas de oro, eran de la clase cuya riqueza consistía en gran medida en sus joyas. Esas mujeres no eran de la clase más pobre, pero usualmente tenían algún medio de subsistencia independiente o trabajo menor, la mayoría de ellas manteniendo relaciones ilícitas con hombres que estaban haciendo negocios o empleados por el gobierno. Constituían una gran parte de la comunidad femenina de Asunción y eran me-nos depravadas y abandonadas que otras mujeres sosteniendo tales relaciones en otros países.

Entre sus otras joyas ellas tenían grandes y antiguas peinetas de carey ricamente engarzadas con fino oro elaboradamente trabajado en sus bordes y flores. Algunas veces hasta tres o cuatro onzas de puro oro eran trabajadas en el engarce de una de estas peinetas de oro. No eran sin embargo usadas por las damas de la clase más alta, y nunca fueron vistas en bailes u otras reuniones donde las formas y costumbres de otros países se observaban. Esta clase frecuentemente tenían bailes o, como fueron llamados, tertulias en sus propias casas; pero en tiempos de regocijo, como en las fiestas nacionales, sus actividades se realizaban al aire libre.

En los últimos días de la República, bailes para todas las clases sociales fueron frecuentemente dados en la plaza enfrente de la Casa de Gobierno. En esas ocasiones tres pisos distintos serían acondicionados para muchas clases de gente. El primero tendría asientos alrededor y alfombras cubriendo el suelo. En este piso se podría encontrar al vicepresidente, el gabinete de ministros, el intendente de la plaza y el jefe de la policía, y por supuesto la mejor clase de ciudadanos con sus esposas e hijas. Además de esto estaban las diferentes amantes de López y sus hermanos. Próximo adjunto a su apartamento había uno muy parecido, excepto que no tenía alfombras. Era para las peinetas de oro, soldados que habían logrado subir al rango de soldado raso y artesanos, y otros que no eran de la clase de los peones. En esta división había pocas de las bailarinas que no tuvieran joyas del valor de tres o cuatro onzas o hasta el equivalente de esos cientos de dólares, pero los pies de todas estaban y siempre habían estado inocentes de zapatos. Hombres y mujeres por igual iban descalzos. La próxima división era asignada a la clase más pobre -a mujeres que atendían su subsistencia acarreando agua, manteniendo pequeños puestos en el mercado, servicio doméstico o en todos los casos con poca observancia a la decencia o moralidad-. Los hombres que compartían los bailes con ellas eran soldados comunes, peones o esclavos. Los tres órdenes, sin embargo, bailaban con la misma música. Las invitaciones a todos eran entregadas por la policía, y recibir una invitación de ella era una orden. En una ocasión nuestras amigas de Limpio, Anita y Conchita Casal, estando en la ciudad fueron a ver como espectadoras, uno de estos bailes al aire libre de la capital. Se detuvieron por algunos minutos a la distancia, mirando la escena y esperando no captar la atención. Pero el ojo rápido de un policía las observó y les pidió que entraran a la arena y se unieran a los bailarines. Contestaron que no habían ido a bailar, sino a mirar. "Vayan y bailen" les dijo el patrullero seriamente, "o irán al calabozo". Esta invitación era demasiado fuerte para ser resistida, y ellas entraron con miedo y temblando bailaron, hasta que viendo una oportunidad de retirarse sin ser observadas; se escondieron como ciervos asustados.

Montar un caballo a la sortija es un viejo entretenimiento español, y se practica en todas partes de Sudamérica. Dos postes erguidos se colocan fijos al suelo separados por diez pies, con, una barra atravesada arriba, a unos doce pies del suelo. Desde esta barra atravesada se suspende holgadamente un pequeño anillo de poco valor, el cual se vuelve propiedad de quien montando su caballo a todo galope, pueda llevárselo en la punta de su espada. Había siempre una banda de música esperando, que comenzaba con un aire triunfal cuando la hazaña se lograba.

Se dieron festividades de toda clase de manera más extensa y en escala más cara luego de la ascensión del joven López al poder, como nunca se había visto antes. En el aniversario de su cumpleaños luego de ser electo como presidente, los bailes, corridas de toros, y carreras siguieron durante un mes. Justo en la parte trasera del viejo palacio o Cabildo, donde antes había sido el canal del río, pero era ahora un amplio espacio plano, se construyó un circo, de unas sesenta yardas de ancho, con galerías de unos seis pies de alto, en todo su alrededor y con vista total de la arena, que fueron divididas en compartimentos, algunos de los cuales fueron cubiertos con tela de algodón para protegerse del sol. Unos pocos de ellos fueron ajustados con cortinas de brillantes y estridentes colores para el uso de López, sus amantes, los ministros de su gabinete, oficiales y sus familias. La gente parecía disfrutar muchísimo de estas exhibiciones y pasatiempos y aparecían en gran número para presenciarlos. Mientras que las corridas de toros, sin embargo, eran tan sólo una parte burlesca de esa bárbara diversión. Los toros generalmente no eran tales, sino bueyes, y tan domesticados que difícilmente podrían ser provocados a correr al picador o resistirse con alguna fuerza a sus picadas e insultos. La multitud, sin embargo disfrutaba como deporte el ver a los pobres animales heridos a puñaladas o aguijoneados hasta que alguno de los matadores, más atrevido que el resto, se las arreglara para clavar su daga en el cuello, justo detrás de los cuernos, cuando el pobre bruto caía temblando a la tierra. Ante esta hazaña un grito se sentiría desde la multitud, los portones de entrada se abrirían y un hombre montando con un lazo, arrastraría a la bestia indefensa para ser cuereada y curtida y su carne dada a los soldados como alimento. De haber sido el objetivo de López embrutecer a su gente y convertirla en instrumentos complacientes de las crueldades que marcaron su posterior carrera, no podría haber diseñado nada más efectivo que esto, para lograr su objetivo. No se requería ni coraje ni agilidad en la arena cuando un animal así tan dócil era torturado, y parecería no haber otro objetivo que el de acostumbrar a la gente, joven y vieja, mujer y hombre, a deleitarse en ser testigos de que se infligiera dolor.

El primero de los bailes dados ese año (1863), el día del aniversario del presidente, fue llevado a cabo en la vieja Casa de la Gobernación. Éste, como era costumbre, se dio en nombre de los oficiales del ejército y de la marina. A pesar de ser dado a su nombre, corría por cuenta del gobierno, puesto que excepto por dos o tres casos, ninguno de los oficiales de alto rango en el país podrían haber retenido cincuenta dólares, sin tener que empeñar sus ropas. Ellos tenían apenas salario, y siendo casi todos ellos de un origen muy humilde, no tenían fortuna propia. Los uniformes fueron proporcionados por el Estado, y eran ricos y elegantes. Para ellos el haber dado el banquete y el baile en esta ocasión, hubiera significado todo su salario de al menos un año. Pero esta vez el baile debía ser dado en el club. Un paso más hacia el imperialismo debía darse y fue hecho público en esta ocasión. La sala de baile fue reacondicionada y amueblada nuevamente, y en la parte más alta, donde el presidente y sus ministros solían sentarse se erigió una plataforma semicircular. Esta plataforma era de unos veinte pies de ancho y tenía una elevación de alrededor de un pie desde el piso. Sobre esto se colocó otra de alrededor de dos yardas de ancho, y se elevó sobre la plataforma principal unas diez o doce pulgadas y encima había ten gran sillón magníficamente ribeteado con damasco y oro como asiento del presidente in esse y el emperador in posse. En cada ala, en la plataforma más baja se colocaron otros dos sillones no tan ricamente decorados, para el vicepresidente y los ministros de su gabinete. Arriba y directamente sobre la cabeza del Presidente de la República había un marco semicircular, correspondiente en tamaño con la plataforma más pequeña de abajo, en cuyo frente tenía terciopelo púrpura de alrededor de quince pulgadas de ancho y con una gruesa franja de flecos colgantes. Cortinas de pesado damasco fueron drapeadas para caer detrás de las sillas ministeriales, mientras que presentadas en oro en el amplio terciopelo al frente del dosel, estaban las letras " F. S. L."

Por esa época se había corrido la voz a ciertos oficiales de que ninguno debería nunca sentarse en presencia de su Excelencia, cuando él estaba de pie. Una insinuación a tales efectos de un oficial uniformado era suficiente para asegurar la obediencia entre los paraguayos; pero ninguna orden oficial fue dada con ese fin, y los extranjeros no fueron advertidos que en el futuro, esas señales de homenaje serían requeridas. Fueron dejadas para ser instruidas cuando cometieran una violación a la nueva regla. Algunos ingleses que habían estado por mucho tiempo en el país fueron los primeros en cometer la ofensa. Sin estar acostumbrados a observar nunca esta costumbre en ocasiones previas, tanto si el presidente se encontraba de pie o sentado, se sentaron en la parte más baja del salón, sin notar que el presidente estaba de pie en el primer escalón de la plataforma frente al trono. Fueron instruidos silenciosamente de que no estaba permitido sentarse, mientras su Excelencia estaba de pie, y antes de que el próximo baile tuviera lugar, se supo entre todos los extranjeros que el respeto que el presidente pedía, era que nunca debían sentarse en su presencia a menos que él mismo estuviera sentado. Otros signos de sus intenciones para demandar más abyecta obsecuencia que la que antes había prevalecido, debían ahora observarse también. Siempre que el presidente estaba a la vista se esperaba que todo el mundo se descubriera. La guardia de servicio para él, fue aumentada y más formalidad al acercarse a él fue observada. Aún entonces vi que estos cambios en asuntos de etiqueta y comportamiento no eran más que preliminares a un cambio en la forma de gobierno, e hice un gran esfuerzo para mostrar mi desaprobación e ignorarlos abiertamente. Podrá no haber sido diplomático y menos aún cortés, pero sentí una clase de placer malicioso, cuando todos los demás estaban de pie, sentarme en un lugar conspicuo, indiferente de si el presidente estaba sentado o no. Esas ofensas se tornaron en mí contra y fueron traídas a colación años después.

Al mismo tiempo se introdujo otro cambio en la etiqueta de la corte, junto con la prohibición de sentarse mientras su Excelencia estaba de pie. En los bailes que el Presidente honraba con su presencia, noté que los bailarines al hacer sus grupos por cuadrillas, "lanceros" u otras danzas en cuadrado, las formaban de manera diagonal a través del salón en lugar de hacerlo siguiendo la forma del salón, como había sido costumbre hasta entonces. Cuando pregunté, en mi inocencia e ignorancia de la etiqueta imperial, cuál era el significado de esa innovación, me dijeron en susurros que no era adecuado para nadie darle la espalda al Presidente. Por lo tanto, las figuras fueron formadas de tal modo que cuando su Excelencia estuviera sentado en el trono o de pie al frente de éste, nadie debería ser forzado de tener el poco decoro de darle la espalda.

Estos cambios que fueron entendidos por todos como los pasos iniciales hacia el imperio, fueron hechos antes que la guerra comenzase y mientras López se encontraba aún en la capital. Dos años después cuando retorné de Estados Unidos, encontré que bajo la dirección de su amante, la gente había sido obligada a tener actitudes aún más degradantes. Cuando López no podía estar presente en los bailes públicos, se colocaba un gran cuadro de él delante del trono, al cual se le debía el mismo respeto que al mismo López en persona. Las cuadrillas debían aún formarse diagonalmente, porque era irrespetuoso para cualquiera darle la espalda a la imagen de su Excelencia. Siempre que veía esa imagen así exhibida como un objeto de reverencia, si no de adoración no podía menos que pensar en Gesler y Guillermo Tell. Pero el espíritu de la gente paraguaya estaba tan completamente quebrado, que no quedaba esperanza para ellos de que una liberación de su degradación pudiera alguna vez venir de sí mismos.

El 24 de julio, cumpleaños del Presidente, cuando el nuevo trono iba a ser inaugurado, se anunció que el gran baile sería dado por los ciudadanos de Asunción. Se intentaba que fuera el evento más grande de su clase, nunca visto antes en Paraguay. Sin embargo estaba destinado a ser un fracaso lamentable, y me temo haber sido involuntariamente la causa de ello. Para la corte y bailes oficiales en Paraguay, nada del estilo de un uniforme o ropa de gala habían sido requeridos alguna vez como admisión. Sin embargo, había sido siempre la costumbre de los oficiales de gobiernos extranjeros, diplomáticos y consulares, ir de uniforme. Las invitaciones generalmente explicaban al frente el motivo o la ocasión de la reunión, y si era formal, un asunto oficial en el que se contaba con la presencia del Presidente y su Gabinete, entonces se esperaba que la gente que tenía uniforme lo usara. En esta ocasión, sin embargo, el baile lo daban los ciudadanos para testimoniar su alegría por el retorno de la celebración del cumpleaños de su Excelencia.

Por lo tanto le dije a mi colega (tenía sólo uno), el ministro Oriental, y a los diferentes cónsules, que no había sido notificado de que el baile tenía carácter oficial, o que tuviera la asistencia del Presidente y su Gabinete, por lo que yo asumía lo contrario y que debíamos ir en ropa civil. Todos siguieron mi ejemplo, aunque de mala gana, puesto que comúnmente todos sabían y yo sabía que se tenía la intención de que fuera no sólo oficial sino lujoso y magnífico, y que su Excelencia iba a ocupar su nuevo trono por primera vez. Todos acordamos en ir en conjunto en simples trajes de noche. Llegamos un poco tarde, y no antes que el Presidente quien ya se había sentado en el trono por un rato, se había levantado y estaba de pie frente a él. Haciéndonos lugar a través de la compacta masa de gente, nos acercamos para expresar nuestros saludos con reverencias, y retirarnos para unirnos al baile o conversar con las señoritas.

Mientras nos acercábamos, pudimos ver que fruncía el entrecejo con un aspecto amenazador y que su ira iba en ascenso. Él devolvió nuestro saludo, asintiendo con resentimiento. El baile que hasta ese momento había sido tan alegre y lleno de vida como siempre cuando él estaba presente, se volvió instantáneamente sombrío y helado como un funeral. Los bailarines se movían de una manera tan mesurada y solemne como si esperasen que la compañía fuera diezmada en ejecución antes del alba. Nuestra entrada, de la manera en que la hicimos, ensombreció todo el asunto. La falta de unos pocos botones de bronce había arruinado el baile. No hubo más alegría o hilaridad luego de nuestra llegada. El Presidente se fue temprano, puesto que su ira no se modificó, a pesar de que algunos de los ofensores intentaron llevarlo a conversar; pero no se conformó con esto. Fue tocado en un punto débil en su primer paso abierto hacia la monarquía, y no tenía remedio. Las personas que lo habían ofendido no eran dóciles a su poder. Luego que su Excelencia se había retirado, y los invitados hubieron participado del banquete elegante que había sido preparado, se retiraron a sus hogares, esperando ansiosamente el desarrollo del próximo día. Pero el otro día no trajo nada nuevo. Reflexionando, el Presidente sin duda se dio cuenta de que había hecho una exhibición estúpida y tonta de mal carácter, y pensó que cuanto menos se dijera sobre todo el asunto sería mejor para sí mismo.


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Llegamos a Asunción la mañana del 8 de noviembre de 1866, habiendo transcurrido catorce meses y dos días desde que dejamos New York. Nuestra bienvenida tanto de antiguos amigos como de otros con los que nunca había estado relacionado fue tal, que espero nunca más tener esa experiencia nuevamente. Era sincera y ferviente, pero estaba basada en la esperanza de que, una vez roto el bloqueo, la guerra debería terminar pronto. Había traído conmigo un rayo de luz desde afuera de su prisión, pero más allá de eso yo sabía que estaban decepcionados, y que no tendría poder para ayudarlos o protegerlos. Pero aun así la gente tanto nativa como extranjera, alimentaba la esperanza de que López podría por lo menos respetar al ministro de una nación poderosa y neutral, y que tal persona entre ellos les brindaría alguna protección contra los peligros que parecían reunirse sofocantes y ominosos alrededor de ellos. Había sido evidentemente insinuado por la policía a los nativos paraguayos, que la civilidad y atención no sería desagradable para el gobierno; y el próximo número de Semanario fue abundante en alabanzas hacia la gran República del Norte, y a su ministro, a quien todas las descortesías y esfuerzos de los aliados para detenerlo, habían finalmente obligado a hacer su propio bloqueo. Estigmatizaba en términos amargos aunque justos toda la conducta de los aliados hacia mí. Ridiculizaba la presunción de que tuvieran derecho a detenerme, y se mofaba de ellos por ser agresivos y cobardes, primero insistiendo en que no tenían derecho de impedirme el paso, un derecho ante el cual nunca cederían, pero que no obstante aceptaron cuando entendieron que el gobierno de Estados Unidos no se sometería a sus pretensiones insultantes. También contenía numerosos párrafos verdaderamente encomiables sobre mí, y elogiándome en los términos más elocuentes por persistir en mi forma de ser, hasta que las mortificaciones y desgracias habían hecho que los aliados se humillaran y permitieran que la cañonera pasara a través del bloqueo ostentando la bandera norteamericana como burla y desprecio en sus propias caras.

La gente de Asunción se dio cuenta por estos avisos semioficiales que no había más peligro en mostrarnos atenciones, y tan pronto como estuvimos lo bastante establecidos, la gente más importante del lugar vino a visitarnos, a darnos la bienvenida, y eran casi opresivos en sus amabilidades y ofrendas de servicio y asistencia. Flores, frutas, dulces fueron enviados a nosotros cada día por familias diferentes, de una manera que mostraba los mejores sentimientos por parte de los que regalaban. La hospitalidad de los paraguayos, donde fuera que ella no los expusiera a los peligros del gobierno, se ha resaltado por casi todos los viajeros que han alguna vez visitado ese país. Pero tales manifestaciones como las que recibimos probablemente no tenían precedentes. Luego de nuestro viaje largo y cargado de incertidumbre, con muchas dificultades, y yo podría decir humillaciones, que habíamos experimentado de los aliados, fue con un gran sentido de alivio que nos encontramos finalmente establecidos en nuestra casa de Asunción. Habiendo traído un cargamento de provisiones para que nos durara un año por lo menos, después de lo cual yo no suponía que fuera posible que la guerra pudiera continuar, no nos faltaba nada de lo necesario para la salud o el bienestar; y si no fuera por el hecho de que la gente alrededor nuestro parecía estar tan ansiosa por el futuro, y que había tanta gente, algunos de los cuales eran mis antiguos íntimos amigos, en prisión, y con tal estado generalizado de ansiedad, nuestra posición habría sido muy agradable.


Fuente:
ESCRITOS ESCOGIDOS DE CHARLES AMES WASHBURN
SOBRE EL PARAGUAY, 1861-1871
Compilación y edición de THOMAS L. WHIGHAM y JUAN MANUEL CASAL
Editorial Servilibro, Asunción – Paraguay, 2008 (405 páginas).

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