DESCRIPCIÓN DEL GOBIERNO
ESTABLECIDO POR LOS JESUITAS
EN SUS REDUCCIONES.
Autor: BLAS GARAY
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SUMARIO: El territorio en que situaron sus pueblos.– Uniformidad de todos en su reglamentación y en lo material.– Intervención de los Padres en la vida íntima de los neófitos.– La que llevaban los doctrineros: su sospechosa moralidad.– Falansterios en que habitaban los indios: vicios de ésta y otras causas provenientes.– Gobierno de las reducciones: falta de enseñanza cristiana de los guaraníes: frialdad religiosa de los jesuitas: primacía de lo temporal.– Rivalidades, disputas y murmuraciones que ocurrían entre los curas de una misma doctrina o de doctrinas diferentes.– Su austeridad primitiva.– Regalado trato que después se daban.– Su aislamiento y ostentación con que se mostraban en público. – Asistencia de los indígenas a la iglesia.– Matrimonios.– Inmoralidad profunda de los catecúmenos.– Igualdad absoluta en que eran mantenidos: universalidad del trabajo: exceso en él.– División de las tierras para la agricultura: la labranza de la comunidad y el Tupambaé.– Propiedad privada: su establecimiento: cómo la hicieron imposible los jesuitas: abusos que cometían contra sus neófitos.– Otras industrias: su adelanto. – La yerba mate: crueles condiciones de su beneficio: claudicación de los jesuitas en este respecto.– Yerbales artificiales.– Riqueza ganadera de las Misiones – La indumentaria de los guaraníes y de sus doctrineros.– Crecido comercio que hacían los Padres: ventajas con que para él contaban.– Ruina consiguiente del comercio paraguayo.– Las tiendas de la Compañía.– Ganancia que sacaban de sus reducciones.– Soborno de los Gobernadores y Obispos.– El lujo del culto.– Enseñanza dada a los indígenas. – Prohibición del castellano.– Hospitales.– Casas de recogidos.– Independencia de los Padres.– Gobierno interior de sus pueblos.– Su barbarie en los castigos. – Organización militar que dieron a las doctrinas.– Abolición del servicio personal en favor de los indios jesuíticos. – Ficticio tributo equivalente,– Cómo se componían los Padres para no pagarlo. – Exención de impuestos en favor de la Compañía.
II
DESCRIPCIÓN DEL GOBIERNO ESTABLECIDO POR LOS JESUITAS
EN SUS REDUCCIONES
El núcleo más importante de las misiones jesuíticas de la vasta provincia del Paraguay, aquél en que mayores riquezas obtuvo la Compañía y en donde constituyó un verdadero reino, estaba situado entre los 26º y 30º de latitud meridional y 56º y 60º 6e longitud occidental del meridiano de París. Ceñíanle por el Norte el río Tebicuary y los espesos bosques que cubren las pequeñas cordilleras que se dirigen hacia el Oriente; limitábanle por el Este las cadenas de montañas de las sierras de Herval y del Tape; el río Ybycui separabale por el Sur de lo que es hoy el Brasil, y por el Oeste la laguna Yberá y el Miriñay le dividían de Entre Ríos, y los esteros del Ñeembucú y el Tebicuary del resto del Paraguay.
Atravesado por dos caudalosos ríos; fecundizado por sus numerosos afluentes; sin serranías elevadas ni llanuras inmensas; sembrado de grandes bosques que en abundancia suministraban excelente madera para la construcción de embarcaciones, edificios y muebles, y ofrecían al mismo tiempo la preciada yerba mate; dotado de clima suave y saludable, en que ni el verano ni el invierno extremaban sus rigores; fertilísima la tierra y apta para variados cultivos; con superiores campos de ganadería; sin enfermedad endémica ninguna y pródiga en recompensar el esfuerzo humano (16), nada extraño es que los jesuitas alcanzaran pronto en él grado altísimo de prosperidad, ni que en sus ambiciosos sueños acariciasen la esperanza de llegar a constituir algún día en la nueva tierra de promisión una oligarquía cristiana, independiente del vasallaje puramente nominal en que estaba sujeta al Rey Católico, y acaso a ese oculto pensamiento obedeciese el empeño que desde el principio pusieron los misioneros en que las reducciones produjeran cuanto podían necesitar para su vida propia, por manera a no vivir a nadie subordinados. Hemos de ver, con efecto, cómo todo parece que respondía a este propósito.
La organización que las jesuitas dieron a sus doctrinas ó pueblos (17) fue completamente uniforme, por manera que no sólo presentaban todos el mismo aspecto, igual ordenación de las casas, idéntico estilo en la construcción de éstas, sino que también se llevaba en ellas la misma vida, cuidadosamente regulada de antemano, y en la que marchaba todo en tanta conformidad con lo establecido, que semejaba aquello una gran máquina de acabadísima perfección. Lo mismo en el orden religioso que en el orden político; lo mismo en la esfera de lo económico que en la esfera de las más íntimas y sagradas relaciones de la familia, en todas partes estaba presente aquella autoridad ineludible, que todo lo reglamentaba, que lo tasaba todo; por tal manera, que así tenía el padre de familia designadas las horas en que debía dedicarse al trabajo con los suyos, como las tenía señaladas para el cumplimiento de sus demás deberes, aun de aquéllos sobre los cuales, como decía un viajero ilustre, (18) guardan silencio los códigos más minuciosos y arbitrarios, respetándolos como a cosa exclusivamente abandonada a las inspiraciones de la conciencia.
Movido a curiosidad, refiere un antiguo gobernador de las misiones, (19) por haber observado que en varias horas de la noche, y particularmente hacia la madrugada, tocaban las cajas, inquirí el motivo y se me contestó que era una antigua costumbre. Apurando todavía más la materia, llegué a saber que celosos los jesuitas del incremento de la población de sus reducciones y poco confiados en la solicitud de los indios, que rendidos por las faenas del día, así que llegaban a sus casas y cenaban, se echaban a dormir, hasta que al alba se levantaban para ir a la iglesia, y de la iglesia a los trabajos, sin curarse, entre tanto, de cumplir sus deberes de esposos, excogitaron recordárselos de cuando en cuando durante la noche, despertándolos con el ruido de los tambores.
Parecíanse todos los pueblos jesuíticos como una gota de agua a otra gota de agua. «Su disposición, dice Alvear, es tan igual y uniforme, que visto uno, puede decirse se han visto todos: un pequeño golpe de arquitectura, un rasgo de nuevo gusto ó adorno particular, es toda la diferencia que se advierte; mas esencialmente todos son lo mismo, y esto en tanto grado, que los que viajan por ellos llegan a persuadirse que un pueblo encantado les acompaña por todas partes, siendo necesarios ojos de lince para notar la pequeña diversidad que hay hasta en los mismos naturales y sus costumbres. Es, pues, la figura de todos rectangular; las calles tendidas de Norte a Sur y de Este a Oeste, y la plaza, que es bastante capaz y llana, en el centro; ocupando el testero principal que mira al Septentrión, la iglesia con el colegio, y cementerio a sus lados (20).»
Las iglesias eran muy capaces y sólidamente hechas, de tres ó cinco naves, sostenidas sobre arcos y pilares de madera, y algunas sobre columnas dobles de gusto jónico, con hermosa y elevada cúpula; y el colegio, situado siempre de manera que gozase de vistas deliciosas, consistía en un vasto y cómodo edificio, adherido al cual estaban los distintos almacenes y talleres de la reducción. En él vivían estrechamente recluidos los Padres, obedientes al precepto de evitar todo lo que pudiera hacerlos familiarizarse con sus neófitos (21). Ninguna mujer debía poner (y, sin embargo, parece que la ponían) su planta en esta casa, para que resplandeciese mejor la moralidad intachable de los jesuitas; pero hay motivos para sospechar que los indios no creían en ella ciegamente, y que su escepticismo llegó a contaminar a los mismos Provinciales (22), quienes, para quitar el peligro quitando la ocasión, prohibieron a los curas asistir «al repartir el algodon, lana, yerba ó carne a las Indias ni al receuir el hilado, assi por estar esta costumbre fundada en lo que es mas conforme a la decencia, como por estar assi ordenado en todos los colegios donde se ocupa en hilar a la gente de servicio ». (23)
Todas las casas estaban cubiertas de teja, excepto en San Cosme y Jesús, que las tenían en su mayor parte de paja. Las habitadas por los indios eran grandes y bajos galpones de 50 a 60 varas de largo y 10 de ancho, incluyendo los corredores que tenían alrededor: inmundos falansterios en que vivían aglomeradas numerosas extrañas familias en vergonzosa promiscuidad, semillero fecundo de adulterios, y de incestos, y de concubinatos, y de inmoralidades de todo género, contra las cuales nada podían las mal obedecidas órdenes de los Provinciales, acaso porque viniera el vicio de más alto (24).
Cada reducción estaba inmediatamente gobernada por dos jesuitas, el cura y el sotacura, dependientes de un Superior que residía en Candelaria, a la vez sujeto al Provincial y al Colegio Máximo de la Orden, establecido en Córdoba del Tucumán (25). La designación de estos sacerdotes debía hacerse por decreto de 15 de Junio de 1654, sometiendo al gobernador una terna a fin de que eligiera al que considerase más apto para el cargo, quien recibía luego del Obispo la institución canónica; mas en realidad nunca pasaban así las cosas, y el nombramiento quedaba completamente librado al criterio del Provincial, por manera que las reglas del regio patronato no regían con los discípulos de Loyola. «Todos los sujetos más graves de los Colegios de las tres provincias (Paraguay, Río de la Plata y Tucumán) anhelan para descanso y felicidad humana el conseguir una de dichas doctrinas: esto es tan evidente y constante, que sin disfraz ni disimulo lo dicen y confiesan los mismos Padres jesuitas» (26). No se consultaban en la elección el fervor apostólico ni las virtudes cristianas, tanto como se buscaba un buen administrador de los bienes temporales ó un comerciante hábil que supiera aumentarlos rápidamente, porque desnaturalizados los fines de la institución por el amor de los regalos de la vida, se llegó a hacer del fomento de la riqueza y de las granjerías de los negocios el objeto, la aplicación y la base fundamental de las misiones y el principal empeño y deber de los doctrineros (27).
Poca parte en las funciones espirituales desempeñaba el cura, consagrado casi por completo a dirigir los trabajos de los indios, a almacenar sus frutos y a entender en cuanto decía relación con las compras y ventas, faenas en que le ayudaba el Padre compañero, siendo uno de otro fiscales del celo con que cumplían los deberes de su cometido.
A cargo del sotacura estaba principalmente el gobierno religioso de la reducción; por manera que, desempeñando los dos misioneros funciones separadas, no hubiese entre ellos motivos de recelos ni de choques. Pero no siempre bastaron estas precauciones a tener en paz a los dos pastores que compartían el dominio de la grey, y sus rivalidades escandalizaban con frecuencia a los neófitos y alarmaban a los Provinciales (28). Pretendían los superiores ejercer el monopolio de las limosnas y privar a los compañeros de toda autoridad; resistíanse éstos; enconábanse los ánimos, y los ocultos defectos de los cristianos varones, exagerados por la envidia y por el odio, eran dados a la publicidad, no solamente en las cartas dirigidas a personas de la Orden, sino también en sus paliques con los indios principales, a quienes habían de servirles estas mezquinas rencillas de poca edificación. Ocurrían también con frecuencia agrias disputas entre los curas de diversos pueblos, nacidas de desacuerdo sobre los límites de sus tierras, y emulaciones originadas en que unos se creían más regalados que otros (29).
La vida que llevaban fue al principio austerísima, y acaso no exagerase nada el Padre Montoya describiéndola en estos términos: «... ¿Qué casas habitan estos religiosos? Son unas pobres chozas pajizas. ¿Qué ajuar poseen? El breviario y manual para bautizar y administrar Sacramentos. ¿Qué sustento tienen? Raíces de mandioca, habas, legumbres, y es testigo la Majestad de Dios que en pueblos de gentiles se pasaban veinticuatro horas en que el suplicante y sus compañeros ni aun raíces comían por no pedirlas a los indios, recatando el serles cargoso... » (30). Mas así que, afianzado su influjo sobre los neófitos, cambiaron de sistema, y en vez de respetarles en la propiedad del fruto de su trabajo, convirtiéronse en su único dueño, fue desapareciendo la primitiva austeridad y entrando el amor a los regalos de la vida. Los que antes se creían felices compartiendo su pobre mesa con los indios, adornaban la suya de exquisitos manjares y de variados postres; los que se sentaban y dormían en el duro suelo, buscaron lechos más cómodos y artísticas butacas labradas; los que andaban, llevados de su celo, leguas y leguas en un día, deshaciéndose los pies en los abrojos del camino, creyeron incompatible con su decoro dar un paso más allá de su pueblo, como no fuese en caballos ricamente enjaezados; y los que a sí mismos se servían y aun a los indios, rodeáronse de numerosa servidumbre (31). ¿Qué mucho, pues todo cambiaba, que se modificara también el concepto por la Compañía merecido a propios y extraños, si los actos de sus hijos distaban tanto de la humildad y de la caridad cristianas, como su regalada vida presente de la estrechez de sus primeros misioneros?
Recibían siempre las confesiones en la iglesia, para que resultara el acto más respetable; pero con el transcurso de los años y con la familiaridad que se introdujo entre los Padres y las familias de ciertas personas de buena posición, fue la solemnidad a menos, convirtiéndose en falta de respeto al lugar sagrado, pues las confesiones se prolongaban mucho más del tiempo necesario, y no por que el examen de la conciencia del pecador lo exigiese, sino porque el penitente y el juez lo empleaban en mundanas conversaciones, con frecuencia interrumpidas por ruidosas carcajadas (32). Los enfermos necesitados de auxilios espirituales eran conducidos a un espacioso cuarto contiguo al colegio, el cual servía de hospital, y en él los visitaban los Padres; por manera que éstos pocas veces entraban en las casas de sus neófitos, aunque estaba ordenado que fueran a ellas a confesarlos, si lo solicitaban, y que les llevasen el Viático cada vez que lo pidiesen (33), preceptos que se obedecían muy mal.
Cada vez que los jesuitas se presentaban en la iglesia, aunque sólo fuera para decir una misa rezada, ostentaban deslumbrador aparato é iban rodeados de numeroso cortejo de sacristanes, acólitos y monaguillos, cuyo número pasaba de ciento, vestidos con gran magnificencia. Con la misma se procuraba celebrar todas las ceremonias religiosas, siquiera faltase en ellas fervor, igual en los doctrineros que en sus doctrinos.
Y no podía ser de otro modo, porque los indios iban a la iglesia compelidos por una fuerza superior y no a buscar espontáneamente el sitio desde donde con más recogimiento y unción pudieran elevar sus preces a Dios. Colocados en tablillas, colgadas a la puerta del templo, había dos padrones, uno para cada sexo, en donde cada cual leía su nombre ó le reconocía por una señal particular: de esta manera se aseguraban los celadores de su asiduidad a la misa. Dentro, las mujeres estaban separadas de los hombres, y salían de la misma manera, sin que se permitiese a ningún varón detenerse a contemplar a aquéllas (34).
No parecía más sino que los jesuitas procurasen desterrar el amor de su república, aunque eran los medios equivocados y resultaron contraproducentes. Apenas si en acto tan solemne y transcendental como el matrimonio se tenía en cuenta la voluntad de los contrayentes. Con pretexto de velar por la moralidad, los jesuitas obligaban a los varones a casarse a los diez y siete años, y a los quince a las mujeres, y aun antes a veces (35). Cuantos habían cumplido la edad reglamentaria eran convocados un domingo a las puertas de la iglesia; preguntaban los religiosos si alguno tenía casamiento concertado, y a los que daban contestación negativa (36), que eran generalmente los más, los obligaban a elegir mujer allí mismo, si ya no es que se la designasen los Padres a su albedrío, y poco después estaban enlazados. Mas como no siempre viniese el cariño a fortificar la unión, y como la vida en falansterio fuese muy ocasionada a caídas, la moral recibía frecuentes y graves ofensas: las infidelidades conyugales distaban de ser raras, y los esposos abandonados fácilmente se consolaban, mientras la desleal esposa, escapada con su amante, buscaba refugio en los bosques, ó en otro pueblo, en donde la pareja se presentaba como un perfecto matrimonio (37). Podía más en los indios el afecto que no el Sacramento.
Ensalzan todos los que sobre las misiones escribieron la santa pureza é inocencia que en ellas reinaba. El error tiene explicación fácil y rectificación completísima en las cartas de los Provinciales: en ellas se ve retratada la profunda relajación de costumbres que había en las reducciones jesuíticas, no exentas siquiera de los depravados vicios de la sodomía y de la bestialidad (38). Y menos mal si las raíces no fueran poderosas y si la autoridad de los que debían poner cauterio a la llaga no estuviera minada por la maledicencia, que les atribuía los mismos defectos que estaban obligados a corregir; porque es de observar que mientras los Provinciales prohibían a los Padres que acariciasen a los jóvenes y los distinguiesen en alguna manera con su benevolencia ni que criasen ciertos niños en casa con especiales cuidados, los catecúmenos achacaban a sus doctrineros abominables debilidades (39).
La organización jesuítica descansaba completamente sobre la igualdad que los Padres mantenían entre los guaraníes; igualdad tan absoluta que aniquiló su iniciativa individual al quitarles todo motivo de emulación, todo aliciente que les moviese a ejercitar su actividad; pues lo mismo el malo que el bueno, el laborioso que el holgazán, el activo que el tardo, el inteligente que el torpe, eran alimentados (40), vestidos y tratados según sus necesidades y no según sus obras, y nadie lograba escapar al cumplimiento de la tarea señalada, siendo los que ejercían alguna autoridad los obligados a ser más asiduos y puntuales, para que en su ejemplo aprendieran los demás.
Ni por su sexo ni porque estuvieran embarazadas ó criando, conseguían las mujeres eximirse de prestar su concurso a las labores a que los hombres se dedicaban: ayudábanlos a carpir, a arar y a sembrar la tierra y a recoger la cosecha y almacenarla; y cuenta que únicamente se guardaban las fiestas muy principales. Los Provinciales procuraban, sin embargo, bien que con poco éxito, aliviar a los neófitos de tan continua fatiga; y al observar los perniciosos frutos que de la confusión de ambos sexos resultaban, trataron también de evitarla (41). Comenzaba el trabajo de los indios al amanecer y duraba hasta que obscurecía, sin más descanso que el de dos horas, concedidas a mediodía para almorzar (42). Cuando les tocaba ocuparse en sus sementeras, dirigíanse a ellas en procesión, precedidos de la imagen de algún santo llevada en andas, con acompañamiento de tambor y flauta ó de orquesta más numerosa. La imagen era luego puesta al abrigo de una enramada, y después de corta oración, entregábanse todos a sus quehaceres.
Fuente muy principal de recursos para los pueblos jesuíticos era la agricultura. Los terrenos empleados en ella estaban últimamente divididos en tres secciones: una (tabamba'e), perteneciente a la comunidad; otra (abamba'e), reservada a los jefes de familia, para que cada cual cultivase para sí una porción, y otra, llamada la propiedad de Dios (Tupãmba'e). [3]
Trabajaban en la primera todos los indios de la doctrina los tres primeros días de la semana, bajo la severa inspección de celadores encargados de fiscalizar cómo ponían toda diligencia en su tarea. Los productos de la cosecha tocaban a la comunidad y entraban en los almacenes de la Compañía para ir satisfaciendo con ellos las necesidades de la reducción. En el principio, la propiedad privada no existía ni siquiera de nombre, y todo el fruto del trabajo de los indios se depositaba en los graneros comunales. Los jesuitas habían convencido a la Corte de que los guaraníes eran tan imprevisores é ignorantes que no podrían mantenerse si se abandonaba a su albedrío el empleo que de lo agenciado con su trabajo hubiesen de hacer; argumento a la verdad peregrino, porque, como observa muy bien Azara (43), no se concibe cómo pudieron entonces subsistir y multiplicarse tan prodigiosamente antes de la conquista, cuando aún ignoraban las máximas del gobierno económico de la Compañía, ni cómo prosperaron otros pueblos fundados por los españoles, y que, fuera de la jurisdicción de los jesuitas, aceptaban y protegían la propiedad privada, no obstante de gravitar sobre ellos el censo de servir a los encomenderos.
Al cabo de muchísimos años que duraba este sistema, la Corte, cediendo a muy insistentes y autorizadas representaciones que se la hicieron, dio a entender a los jesuitas que era ya tiempo de que los indios hubiesen aprendido a gobernarse por sí mismos y a conocer las ventajas y los goces que la propiedad individual proporciona, y que parecía llegado el momento de poner fin al régimen de la comunidad. Fue entonces que los Padres, para acallar los reparos y las quejas, mas no sin haber antes agotado todos los resortes para eludir la reforma, vinieron en asignar a cada jefe de familia determinada extensión de tierra, a fin de que la cultivase y explotase con los suyos en provecho propio, empleando en esto tres días de cada semana, y los otros tres en beneficio público. Mas no dio el nuevo arreglo los resultados que se esperaban; perdida, ó mejor dicho, desconocida de aquellos desgraciados toda noción administrativa, pues nunca tuvieron caudal propio ni imaginaron que pudiesen tenerle, no era de esperar que acertaran a componerse de tal suerte que, arreglándose a los rendimientos de su trabajo, no pasaran estrechez y miseria. Bien lo sabían los misioneros, y en ello se apoyaban para resistir la innovación: los indios eran incapaces de gobernarse por sí mismos; pero faltaba añadir que su incapacidad no era nativa, sino obra deliberada y fruto de la educación, del aislamiento completo en que vivían, del alejamiento de todas las ocasiones en que pudieran aprender lo que a sus doctrineros no convenía que aprendiesen. Estos, por otra parte, empeñados en desacreditar la reforma, ponían obstáculos a que los neófitos dedicasen a sus plantaciones particulares todo el tiempo que se les señalaba, empleándolos más de la cuenta en el servicio de la comunidad y en el beneficio y conducción de la yerba, sin pagarles en lo justo su salario, u obligándolos a malvender a la Compañía la que para sí hicieren (44), lo mismo que el fruto de sus cosechas; negábanles bueyes con que arar, precisándolos a tirar por sí mismos del arado, y los hostilizaban de varios modos. Con lo que las cosechas ó eran escasas ó malográbanse, y los indios carecían de lo preciso para la subsistencia; y como el hambre apretaba y la comunidad no acorría al hambriento y la moral era escasa y acomodaticia, buscábase en el robo lo que el trabajo negaba, despojando a otros infelices, que no estarían tampoco muy abundantes y bien comidos; males éstos que triunfaron de las más enérgicas y bien intencionadas providencias de los Provinciales (45).
Para que nadie pudiera sustraerse a prestar el contingente de sus fuerzas, los jesuitas buscaron la manera de sacar provecho de los ociosos ó de los que mostraban poco apego al trabajo, sometiéndolos a una regimentación particular. Con este objeto se destinaba al Tupãmba'e a los holgazanes y a los niños de corta edad, quienes labraban estas tierras, que eran siempre las mejores del pueblo, bajo la vigilancia de celadores especiales, merecedores de la plena confianza de los Padres, y encargados de obligarlos a cumplir con toda exactitud la faena que, según sus fuerzas, les había sido impuesta, y de denunciarlos, caso contrario, para recibir el condigno castigo, nunca excusado y severo siempre.
Los frutos de la posesión de Dios entraban también en los graneros comunes y se les dedicaba al sustento de las viudas, huérfanos, enfermos, viejos, caciques y demás empleados y artesanos; destinación que sólo era nominal y dirigida a impresionar el ánimo de los indios, pues todo lo que las reducciones producían era aportado a un fondo único, empleado en llevar adelante los planes de la Compañía, y sólo en muy exigua parte en subvenir a las necesidades de aquéllos que lo ganaban, gracias al sudor de su rostro, al trabajo continuo a que los sujetaron sus catequistas, descuidando la educación espiritual de los neófitos, para curarse únicamente de hacerlos laboriosos agricultores ó hábiles artífices en aquellas artes de que podían obtener más pingües provechos.
Además de las labores agrícolas, en que empleaban los guaraníes todo el tiempo que pasaban en sus doctrinas, había la de la extracción de piedras de construcción, la de la edificación, la del beneficio de maderas en los montes, la de construcción de embarcaciones, la de explotación de la yerba mate y la del comercio fluvial activísimo que hacían los Padres con los productos de las reducciones, resultando de vida tan atareada que "no les queda a dichos indios tiempo para aprovechar en la doctrina ni tienen lugar para profesarla, pues apenas les queda el suficiente para el descanso. Y de esta habituación que tienen a vivir en los montes y en campañas y en los dichos ministerios, sin frecuencia de iglesia y sin oir la palabra del Evangelio con la libertad, tibieza y relaxación que naturalmente se introduce en estos casos, aun en los más disciplinados é instruídos, es tanto lo que a estos indios les corrompe esta distracción, y se apoderan los vicios, obscenidades y demás delitos de tal suerte de sus corazones, que causa gran lástima y desconsuelo el llegarlo a experimentar y no lo ignora ninguno de quantos los tratan y comunican...» (46).
Existían además en las reducciones artesanos de todos los oficios de que los Padres habían menester. "En todos los referidos pueblos, y en unos con más abundancia y esmero que en otros, hay, dice Anglés (47), oficinas de plateros indios, maestros que trabajan de vaciado, de martillo y todas labores, sumamente diestros y primorosos; también los hay de herrerías, cerrajerías y fábricas de armas de fuego de todas layas, con llaves, que pueden competir con las sevillanas y barcelonesas; y asimismo funden y hacen cañones de artillería, pedreros y todas las demás armas é instrumentos de hierro, acero, bronce, estaño y cobre que necesitan para las guerras que mueven y para el servicio propio, ó para los que las encargan y solicitan por compra; tienen estatuarios, escultores, carpinteros y muy diestros pintores, y todas estas oficinas, sus herramientas y lo que trabajan los indios, que están muy adelantados en estas artes por los célebres maestros jesuitas que traen de Europa para enseñarlos; están en un patio grande de la habitación del Padre Cura y su compañero y debaxo de su clausura y llave... Asimismo, agrega, se labran carretas y carretones, y tienen telares de varios texidos, fábricas de sombreros, que no los gasta ningún indio y se venden en las ciudades; hay cardadores, herreros, etc.; funden y hacen platos de peltre y todas las demás vasijas necesarias; y en fin, hay quantos oficios y maestros se pueden hallar en una ciudad grande de Europa, y todo está y se mantiene, como llevo dicho, debaxo de la llave del Padre Cura, que lo administra todo para las ventas y remisiones que hace, sin que los indios se aprovechen de nada ni tienen más parte que la del trabajo y hacerlo todo.»
DESCRIPCIÓN DEL GOBIERNO ESTABLECIDO POR LOS JESUITAS
EN SUS REDUCCIONES
El núcleo más importante de las misiones jesuíticas de la vasta provincia del Paraguay, aquél en que mayores riquezas obtuvo la Compañía y en donde constituyó un verdadero reino, estaba situado entre los 26º y 30º de latitud meridional y 56º y 60º 6e longitud occidental del meridiano de París. Ceñíanle por el Norte el río Tebicuary y los espesos bosques que cubren las pequeñas cordilleras que se dirigen hacia el Oriente; limitábanle por el Este las cadenas de montañas de las sierras de Herval y del Tape; el río Ybycui separabale por el Sur de lo que es hoy el Brasil, y por el Oeste la laguna Yberá y el Miriñay le dividían de Entre Ríos, y los esteros del Ñeembucú y el Tebicuary del resto del Paraguay.
Atravesado por dos caudalosos ríos; fecundizado por sus numerosos afluentes; sin serranías elevadas ni llanuras inmensas; sembrado de grandes bosques que en abundancia suministraban excelente madera para la construcción de embarcaciones, edificios y muebles, y ofrecían al mismo tiempo la preciada yerba mate; dotado de clima suave y saludable, en que ni el verano ni el invierno extremaban sus rigores; fertilísima la tierra y apta para variados cultivos; con superiores campos de ganadería; sin enfermedad endémica ninguna y pródiga en recompensar el esfuerzo humano (16), nada extraño es que los jesuitas alcanzaran pronto en él grado altísimo de prosperidad, ni que en sus ambiciosos sueños acariciasen la esperanza de llegar a constituir algún día en la nueva tierra de promisión una oligarquía cristiana, independiente del vasallaje puramente nominal en que estaba sujeta al Rey Católico, y acaso a ese oculto pensamiento obedeciese el empeño que desde el principio pusieron los misioneros en que las reducciones produjeran cuanto podían necesitar para su vida propia, por manera a no vivir a nadie subordinados. Hemos de ver, con efecto, cómo todo parece que respondía a este propósito.
La organización que las jesuitas dieron a sus doctrinas ó pueblos (17) fue completamente uniforme, por manera que no sólo presentaban todos el mismo aspecto, igual ordenación de las casas, idéntico estilo en la construcción de éstas, sino que también se llevaba en ellas la misma vida, cuidadosamente regulada de antemano, y en la que marchaba todo en tanta conformidad con lo establecido, que semejaba aquello una gran máquina de acabadísima perfección. Lo mismo en el orden religioso que en el orden político; lo mismo en la esfera de lo económico que en la esfera de las más íntimas y sagradas relaciones de la familia, en todas partes estaba presente aquella autoridad ineludible, que todo lo reglamentaba, que lo tasaba todo; por tal manera, que así tenía el padre de familia designadas las horas en que debía dedicarse al trabajo con los suyos, como las tenía señaladas para el cumplimiento de sus demás deberes, aun de aquéllos sobre los cuales, como decía un viajero ilustre, (18) guardan silencio los códigos más minuciosos y arbitrarios, respetándolos como a cosa exclusivamente abandonada a las inspiraciones de la conciencia.
Movido a curiosidad, refiere un antiguo gobernador de las misiones, (19) por haber observado que en varias horas de la noche, y particularmente hacia la madrugada, tocaban las cajas, inquirí el motivo y se me contestó que era una antigua costumbre. Apurando todavía más la materia, llegué a saber que celosos los jesuitas del incremento de la población de sus reducciones y poco confiados en la solicitud de los indios, que rendidos por las faenas del día, así que llegaban a sus casas y cenaban, se echaban a dormir, hasta que al alba se levantaban para ir a la iglesia, y de la iglesia a los trabajos, sin curarse, entre tanto, de cumplir sus deberes de esposos, excogitaron recordárselos de cuando en cuando durante la noche, despertándolos con el ruido de los tambores.
Parecíanse todos los pueblos jesuíticos como una gota de agua a otra gota de agua. «Su disposición, dice Alvear, es tan igual y uniforme, que visto uno, puede decirse se han visto todos: un pequeño golpe de arquitectura, un rasgo de nuevo gusto ó adorno particular, es toda la diferencia que se advierte; mas esencialmente todos son lo mismo, y esto en tanto grado, que los que viajan por ellos llegan a persuadirse que un pueblo encantado les acompaña por todas partes, siendo necesarios ojos de lince para notar la pequeña diversidad que hay hasta en los mismos naturales y sus costumbres. Es, pues, la figura de todos rectangular; las calles tendidas de Norte a Sur y de Este a Oeste, y la plaza, que es bastante capaz y llana, en el centro; ocupando el testero principal que mira al Septentrión, la iglesia con el colegio, y cementerio a sus lados (20).»
Las iglesias eran muy capaces y sólidamente hechas, de tres ó cinco naves, sostenidas sobre arcos y pilares de madera, y algunas sobre columnas dobles de gusto jónico, con hermosa y elevada cúpula; y el colegio, situado siempre de manera que gozase de vistas deliciosas, consistía en un vasto y cómodo edificio, adherido al cual estaban los distintos almacenes y talleres de la reducción. En él vivían estrechamente recluidos los Padres, obedientes al precepto de evitar todo lo que pudiera hacerlos familiarizarse con sus neófitos (21). Ninguna mujer debía poner (y, sin embargo, parece que la ponían) su planta en esta casa, para que resplandeciese mejor la moralidad intachable de los jesuitas; pero hay motivos para sospechar que los indios no creían en ella ciegamente, y que su escepticismo llegó a contaminar a los mismos Provinciales (22), quienes, para quitar el peligro quitando la ocasión, prohibieron a los curas asistir «al repartir el algodon, lana, yerba ó carne a las Indias ni al receuir el hilado, assi por estar esta costumbre fundada en lo que es mas conforme a la decencia, como por estar assi ordenado en todos los colegios donde se ocupa en hilar a la gente de servicio ». (23)
Todas las casas estaban cubiertas de teja, excepto en San Cosme y Jesús, que las tenían en su mayor parte de paja. Las habitadas por los indios eran grandes y bajos galpones de 50 a 60 varas de largo y 10 de ancho, incluyendo los corredores que tenían alrededor: inmundos falansterios en que vivían aglomeradas numerosas extrañas familias en vergonzosa promiscuidad, semillero fecundo de adulterios, y de incestos, y de concubinatos, y de inmoralidades de todo género, contra las cuales nada podían las mal obedecidas órdenes de los Provinciales, acaso porque viniera el vicio de más alto (24).
Cada reducción estaba inmediatamente gobernada por dos jesuitas, el cura y el sotacura, dependientes de un Superior que residía en Candelaria, a la vez sujeto al Provincial y al Colegio Máximo de la Orden, establecido en Córdoba del Tucumán (25). La designación de estos sacerdotes debía hacerse por decreto de 15 de Junio de 1654, sometiendo al gobernador una terna a fin de que eligiera al que considerase más apto para el cargo, quien recibía luego del Obispo la institución canónica; mas en realidad nunca pasaban así las cosas, y el nombramiento quedaba completamente librado al criterio del Provincial, por manera que las reglas del regio patronato no regían con los discípulos de Loyola. «Todos los sujetos más graves de los Colegios de las tres provincias (Paraguay, Río de la Plata y Tucumán) anhelan para descanso y felicidad humana el conseguir una de dichas doctrinas: esto es tan evidente y constante, que sin disfraz ni disimulo lo dicen y confiesan los mismos Padres jesuitas» (26). No se consultaban en la elección el fervor apostólico ni las virtudes cristianas, tanto como se buscaba un buen administrador de los bienes temporales ó un comerciante hábil que supiera aumentarlos rápidamente, porque desnaturalizados los fines de la institución por el amor de los regalos de la vida, se llegó a hacer del fomento de la riqueza y de las granjerías de los negocios el objeto, la aplicación y la base fundamental de las misiones y el principal empeño y deber de los doctrineros (27).
Poca parte en las funciones espirituales desempeñaba el cura, consagrado casi por completo a dirigir los trabajos de los indios, a almacenar sus frutos y a entender en cuanto decía relación con las compras y ventas, faenas en que le ayudaba el Padre compañero, siendo uno de otro fiscales del celo con que cumplían los deberes de su cometido.
A cargo del sotacura estaba principalmente el gobierno religioso de la reducción; por manera que, desempeñando los dos misioneros funciones separadas, no hubiese entre ellos motivos de recelos ni de choques. Pero no siempre bastaron estas precauciones a tener en paz a los dos pastores que compartían el dominio de la grey, y sus rivalidades escandalizaban con frecuencia a los neófitos y alarmaban a los Provinciales (28). Pretendían los superiores ejercer el monopolio de las limosnas y privar a los compañeros de toda autoridad; resistíanse éstos; enconábanse los ánimos, y los ocultos defectos de los cristianos varones, exagerados por la envidia y por el odio, eran dados a la publicidad, no solamente en las cartas dirigidas a personas de la Orden, sino también en sus paliques con los indios principales, a quienes habían de servirles estas mezquinas rencillas de poca edificación. Ocurrían también con frecuencia agrias disputas entre los curas de diversos pueblos, nacidas de desacuerdo sobre los límites de sus tierras, y emulaciones originadas en que unos se creían más regalados que otros (29).
La vida que llevaban fue al principio austerísima, y acaso no exagerase nada el Padre Montoya describiéndola en estos términos: «... ¿Qué casas habitan estos religiosos? Son unas pobres chozas pajizas. ¿Qué ajuar poseen? El breviario y manual para bautizar y administrar Sacramentos. ¿Qué sustento tienen? Raíces de mandioca, habas, legumbres, y es testigo la Majestad de Dios que en pueblos de gentiles se pasaban veinticuatro horas en que el suplicante y sus compañeros ni aun raíces comían por no pedirlas a los indios, recatando el serles cargoso... » (30). Mas así que, afianzado su influjo sobre los neófitos, cambiaron de sistema, y en vez de respetarles en la propiedad del fruto de su trabajo, convirtiéronse en su único dueño, fue desapareciendo la primitiva austeridad y entrando el amor a los regalos de la vida. Los que antes se creían felices compartiendo su pobre mesa con los indios, adornaban la suya de exquisitos manjares y de variados postres; los que se sentaban y dormían en el duro suelo, buscaron lechos más cómodos y artísticas butacas labradas; los que andaban, llevados de su celo, leguas y leguas en un día, deshaciéndose los pies en los abrojos del camino, creyeron incompatible con su decoro dar un paso más allá de su pueblo, como no fuese en caballos ricamente enjaezados; y los que a sí mismos se servían y aun a los indios, rodeáronse de numerosa servidumbre (31). ¿Qué mucho, pues todo cambiaba, que se modificara también el concepto por la Compañía merecido a propios y extraños, si los actos de sus hijos distaban tanto de la humildad y de la caridad cristianas, como su regalada vida presente de la estrechez de sus primeros misioneros?
Recibían siempre las confesiones en la iglesia, para que resultara el acto más respetable; pero con el transcurso de los años y con la familiaridad que se introdujo entre los Padres y las familias de ciertas personas de buena posición, fue la solemnidad a menos, convirtiéndose en falta de respeto al lugar sagrado, pues las confesiones se prolongaban mucho más del tiempo necesario, y no por que el examen de la conciencia del pecador lo exigiese, sino porque el penitente y el juez lo empleaban en mundanas conversaciones, con frecuencia interrumpidas por ruidosas carcajadas (32). Los enfermos necesitados de auxilios espirituales eran conducidos a un espacioso cuarto contiguo al colegio, el cual servía de hospital, y en él los visitaban los Padres; por manera que éstos pocas veces entraban en las casas de sus neófitos, aunque estaba ordenado que fueran a ellas a confesarlos, si lo solicitaban, y que les llevasen el Viático cada vez que lo pidiesen (33), preceptos que se obedecían muy mal.
Cada vez que los jesuitas se presentaban en la iglesia, aunque sólo fuera para decir una misa rezada, ostentaban deslumbrador aparato é iban rodeados de numeroso cortejo de sacristanes, acólitos y monaguillos, cuyo número pasaba de ciento, vestidos con gran magnificencia. Con la misma se procuraba celebrar todas las ceremonias religiosas, siquiera faltase en ellas fervor, igual en los doctrineros que en sus doctrinos.
Y no podía ser de otro modo, porque los indios iban a la iglesia compelidos por una fuerza superior y no a buscar espontáneamente el sitio desde donde con más recogimiento y unción pudieran elevar sus preces a Dios. Colocados en tablillas, colgadas a la puerta del templo, había dos padrones, uno para cada sexo, en donde cada cual leía su nombre ó le reconocía por una señal particular: de esta manera se aseguraban los celadores de su asiduidad a la misa. Dentro, las mujeres estaban separadas de los hombres, y salían de la misma manera, sin que se permitiese a ningún varón detenerse a contemplar a aquéllas (34).
No parecía más sino que los jesuitas procurasen desterrar el amor de su república, aunque eran los medios equivocados y resultaron contraproducentes. Apenas si en acto tan solemne y transcendental como el matrimonio se tenía en cuenta la voluntad de los contrayentes. Con pretexto de velar por la moralidad, los jesuitas obligaban a los varones a casarse a los diez y siete años, y a los quince a las mujeres, y aun antes a veces (35). Cuantos habían cumplido la edad reglamentaria eran convocados un domingo a las puertas de la iglesia; preguntaban los religiosos si alguno tenía casamiento concertado, y a los que daban contestación negativa (36), que eran generalmente los más, los obligaban a elegir mujer allí mismo, si ya no es que se la designasen los Padres a su albedrío, y poco después estaban enlazados. Mas como no siempre viniese el cariño a fortificar la unión, y como la vida en falansterio fuese muy ocasionada a caídas, la moral recibía frecuentes y graves ofensas: las infidelidades conyugales distaban de ser raras, y los esposos abandonados fácilmente se consolaban, mientras la desleal esposa, escapada con su amante, buscaba refugio en los bosques, ó en otro pueblo, en donde la pareja se presentaba como un perfecto matrimonio (37). Podía más en los indios el afecto que no el Sacramento.
Ensalzan todos los que sobre las misiones escribieron la santa pureza é inocencia que en ellas reinaba. El error tiene explicación fácil y rectificación completísima en las cartas de los Provinciales: en ellas se ve retratada la profunda relajación de costumbres que había en las reducciones jesuíticas, no exentas siquiera de los depravados vicios de la sodomía y de la bestialidad (38). Y menos mal si las raíces no fueran poderosas y si la autoridad de los que debían poner cauterio a la llaga no estuviera minada por la maledicencia, que les atribuía los mismos defectos que estaban obligados a corregir; porque es de observar que mientras los Provinciales prohibían a los Padres que acariciasen a los jóvenes y los distinguiesen en alguna manera con su benevolencia ni que criasen ciertos niños en casa con especiales cuidados, los catecúmenos achacaban a sus doctrineros abominables debilidades (39).
La organización jesuítica descansaba completamente sobre la igualdad que los Padres mantenían entre los guaraníes; igualdad tan absoluta que aniquiló su iniciativa individual al quitarles todo motivo de emulación, todo aliciente que les moviese a ejercitar su actividad; pues lo mismo el malo que el bueno, el laborioso que el holgazán, el activo que el tardo, el inteligente que el torpe, eran alimentados (40), vestidos y tratados según sus necesidades y no según sus obras, y nadie lograba escapar al cumplimiento de la tarea señalada, siendo los que ejercían alguna autoridad los obligados a ser más asiduos y puntuales, para que en su ejemplo aprendieran los demás.
Ni por su sexo ni porque estuvieran embarazadas ó criando, conseguían las mujeres eximirse de prestar su concurso a las labores a que los hombres se dedicaban: ayudábanlos a carpir, a arar y a sembrar la tierra y a recoger la cosecha y almacenarla; y cuenta que únicamente se guardaban las fiestas muy principales. Los Provinciales procuraban, sin embargo, bien que con poco éxito, aliviar a los neófitos de tan continua fatiga; y al observar los perniciosos frutos que de la confusión de ambos sexos resultaban, trataron también de evitarla (41). Comenzaba el trabajo de los indios al amanecer y duraba hasta que obscurecía, sin más descanso que el de dos horas, concedidas a mediodía para almorzar (42). Cuando les tocaba ocuparse en sus sementeras, dirigíanse a ellas en procesión, precedidos de la imagen de algún santo llevada en andas, con acompañamiento de tambor y flauta ó de orquesta más numerosa. La imagen era luego puesta al abrigo de una enramada, y después de corta oración, entregábanse todos a sus quehaceres.
Fuente muy principal de recursos para los pueblos jesuíticos era la agricultura. Los terrenos empleados en ella estaban últimamente divididos en tres secciones: una (tabamba'e), perteneciente a la comunidad; otra (abamba'e), reservada a los jefes de familia, para que cada cual cultivase para sí una porción, y otra, llamada la propiedad de Dios (Tupãmba'e). [3]
Trabajaban en la primera todos los indios de la doctrina los tres primeros días de la semana, bajo la severa inspección de celadores encargados de fiscalizar cómo ponían toda diligencia en su tarea. Los productos de la cosecha tocaban a la comunidad y entraban en los almacenes de la Compañía para ir satisfaciendo con ellos las necesidades de la reducción. En el principio, la propiedad privada no existía ni siquiera de nombre, y todo el fruto del trabajo de los indios se depositaba en los graneros comunales. Los jesuitas habían convencido a la Corte de que los guaraníes eran tan imprevisores é ignorantes que no podrían mantenerse si se abandonaba a su albedrío el empleo que de lo agenciado con su trabajo hubiesen de hacer; argumento a la verdad peregrino, porque, como observa muy bien Azara (43), no se concibe cómo pudieron entonces subsistir y multiplicarse tan prodigiosamente antes de la conquista, cuando aún ignoraban las máximas del gobierno económico de la Compañía, ni cómo prosperaron otros pueblos fundados por los españoles, y que, fuera de la jurisdicción de los jesuitas, aceptaban y protegían la propiedad privada, no obstante de gravitar sobre ellos el censo de servir a los encomenderos.
Al cabo de muchísimos años que duraba este sistema, la Corte, cediendo a muy insistentes y autorizadas representaciones que se la hicieron, dio a entender a los jesuitas que era ya tiempo de que los indios hubiesen aprendido a gobernarse por sí mismos y a conocer las ventajas y los goces que la propiedad individual proporciona, y que parecía llegado el momento de poner fin al régimen de la comunidad. Fue entonces que los Padres, para acallar los reparos y las quejas, mas no sin haber antes agotado todos los resortes para eludir la reforma, vinieron en asignar a cada jefe de familia determinada extensión de tierra, a fin de que la cultivase y explotase con los suyos en provecho propio, empleando en esto tres días de cada semana, y los otros tres en beneficio público. Mas no dio el nuevo arreglo los resultados que se esperaban; perdida, ó mejor dicho, desconocida de aquellos desgraciados toda noción administrativa, pues nunca tuvieron caudal propio ni imaginaron que pudiesen tenerle, no era de esperar que acertaran a componerse de tal suerte que, arreglándose a los rendimientos de su trabajo, no pasaran estrechez y miseria. Bien lo sabían los misioneros, y en ello se apoyaban para resistir la innovación: los indios eran incapaces de gobernarse por sí mismos; pero faltaba añadir que su incapacidad no era nativa, sino obra deliberada y fruto de la educación, del aislamiento completo en que vivían, del alejamiento de todas las ocasiones en que pudieran aprender lo que a sus doctrineros no convenía que aprendiesen. Estos, por otra parte, empeñados en desacreditar la reforma, ponían obstáculos a que los neófitos dedicasen a sus plantaciones particulares todo el tiempo que se les señalaba, empleándolos más de la cuenta en el servicio de la comunidad y en el beneficio y conducción de la yerba, sin pagarles en lo justo su salario, u obligándolos a malvender a la Compañía la que para sí hicieren (44), lo mismo que el fruto de sus cosechas; negábanles bueyes con que arar, precisándolos a tirar por sí mismos del arado, y los hostilizaban de varios modos. Con lo que las cosechas ó eran escasas ó malográbanse, y los indios carecían de lo preciso para la subsistencia; y como el hambre apretaba y la comunidad no acorría al hambriento y la moral era escasa y acomodaticia, buscábase en el robo lo que el trabajo negaba, despojando a otros infelices, que no estarían tampoco muy abundantes y bien comidos; males éstos que triunfaron de las más enérgicas y bien intencionadas providencias de los Provinciales (45).
Para que nadie pudiera sustraerse a prestar el contingente de sus fuerzas, los jesuitas buscaron la manera de sacar provecho de los ociosos ó de los que mostraban poco apego al trabajo, sometiéndolos a una regimentación particular. Con este objeto se destinaba al Tupãmba'e a los holgazanes y a los niños de corta edad, quienes labraban estas tierras, que eran siempre las mejores del pueblo, bajo la vigilancia de celadores especiales, merecedores de la plena confianza de los Padres, y encargados de obligarlos a cumplir con toda exactitud la faena que, según sus fuerzas, les había sido impuesta, y de denunciarlos, caso contrario, para recibir el condigno castigo, nunca excusado y severo siempre.
Los frutos de la posesión de Dios entraban también en los graneros comunes y se les dedicaba al sustento de las viudas, huérfanos, enfermos, viejos, caciques y demás empleados y artesanos; destinación que sólo era nominal y dirigida a impresionar el ánimo de los indios, pues todo lo que las reducciones producían era aportado a un fondo único, empleado en llevar adelante los planes de la Compañía, y sólo en muy exigua parte en subvenir a las necesidades de aquéllos que lo ganaban, gracias al sudor de su rostro, al trabajo continuo a que los sujetaron sus catequistas, descuidando la educación espiritual de los neófitos, para curarse únicamente de hacerlos laboriosos agricultores ó hábiles artífices en aquellas artes de que podían obtener más pingües provechos.
Además de las labores agrícolas, en que empleaban los guaraníes todo el tiempo que pasaban en sus doctrinas, había la de la extracción de piedras de construcción, la de la edificación, la del beneficio de maderas en los montes, la de construcción de embarcaciones, la de explotación de la yerba mate y la del comercio fluvial activísimo que hacían los Padres con los productos de las reducciones, resultando de vida tan atareada que "no les queda a dichos indios tiempo para aprovechar en la doctrina ni tienen lugar para profesarla, pues apenas les queda el suficiente para el descanso. Y de esta habituación que tienen a vivir en los montes y en campañas y en los dichos ministerios, sin frecuencia de iglesia y sin oir la palabra del Evangelio con la libertad, tibieza y relaxación que naturalmente se introduce en estos casos, aun en los más disciplinados é instruídos, es tanto lo que a estos indios les corrompe esta distracción, y se apoderan los vicios, obscenidades y demás delitos de tal suerte de sus corazones, que causa gran lástima y desconsuelo el llegarlo a experimentar y no lo ignora ninguno de quantos los tratan y comunican...» (46).
Existían además en las reducciones artesanos de todos los oficios de que los Padres habían menester. "En todos los referidos pueblos, y en unos con más abundancia y esmero que en otros, hay, dice Anglés (47), oficinas de plateros indios, maestros que trabajan de vaciado, de martillo y todas labores, sumamente diestros y primorosos; también los hay de herrerías, cerrajerías y fábricas de armas de fuego de todas layas, con llaves, que pueden competir con las sevillanas y barcelonesas; y asimismo funden y hacen cañones de artillería, pedreros y todas las demás armas é instrumentos de hierro, acero, bronce, estaño y cobre que necesitan para las guerras que mueven y para el servicio propio, ó para los que las encargan y solicitan por compra; tienen estatuarios, escultores, carpinteros y muy diestros pintores, y todas estas oficinas, sus herramientas y lo que trabajan los indios, que están muy adelantados en estas artes por los célebres maestros jesuitas que traen de Europa para enseñarlos; están en un patio grande de la habitación del Padre Cura y su compañero y debaxo de su clausura y llave... Asimismo, agrega, se labran carretas y carretones, y tienen telares de varios texidos, fábricas de sombreros, que no los gasta ningún indio y se venden en las ciudades; hay cardadores, herreros, etc.; funden y hacen platos de peltre y todas las demás vasijas necesarias; y en fin, hay quantos oficios y maestros se pueden hallar en una ciudad grande de Europa, y todo está y se mantiene, como llevo dicho, debaxo de la llave del Padre Cura, que lo administra todo para las ventas y remisiones que hace, sin que los indios se aprovechen de nada ni tienen más parte que la del trabajo y hacerlo todo.»
Producían las reducciones toda la tela necesaria para el vestido de los indios y aún más, pues también la había para la venta. El hilado estaba a cargo de las mujeres que por algún motivo grave no podían concurrir a la labranza. Cada una recibía determinada cantidad de algodón y quedaba obligada a entregar otra de hilo, conforme a una equivalencia de antemano calculada, y que variaba según los pueblos y calidad del hilo, siendo, si era muy grueso, de diez y seis onzas para cada tres; tarea que desempeñaban todas escrupulosamente y cuyo incumplimiento purgábase con severas penas. En cambio, los trabajos de aguja se encomendaban a los sacristanes, músicos, coristas y demás servidores de la iglesia en las horas que les quedaban libres.
Fuente también de cuantiosas utilidades fue el laboreo de la yerba mate, cuyo comercio tenían los jesuitas casi completamente monopolizado, siendo los únicos que vendían la llamada ka'amini (48) [4], la más buscada y cara (49). Pero como este negocio no lo entablaron ellos inmediatamente, y era notorio que costaba la vida a millares de guaraníes, clamaban al principio porque se dictaran leyes prohibiendo en absoluto que se emplease en él a los indios. Las quejas eran positivas y muy puestas en razón; pero ¿inspirábanlas caritativos sentimientos ó rencorosas rivalidades? Difícil es creer en la sinceridad de la Compañía, cuando se piensa que, sin haber cambiado en nada las condiciones de la explotación de la yerba, dedicó luego a ella a sus neófitos, a pesar de que por sus gestiones estaba vedado.
Y véase lo que uno de los más autorizados misioneros escribe (50): «Tiene la labor de aquesta yerba consumidos muchos millares de indios; testigo soy de haber visto por aquellos montes osarios bien grandes de indios, que lastima la vista el verlos, y quiebra el corazón saber que los más murieron gentiles, descarriados por aquellos montes en busca de sabandijas, sapos y culebras, y como aun de esto no hallan, beben mucha de aquella yerba, de que se hinchan los pies, piernas y vientre, mostrando el rostro solos los huesos, y la palidez la figura de la muerte.
«Hechos ya en cada alojamiento, aduar de ellos, 100 y 200 quintales, con ocho ó nueve indios los acarrean, llevando a cuestas cada uno cinco y seis arrobas 10, 15 y 20 y más leguas, pesando el indio mucho menos que su carga (sin darle cosa alguna para su sustento), y no han faltado curiosos que hiciesen la experiencia, poniendo en una balanza al indio y su carga en la otra, sin que la del indio, con muchas libras puestas en su ayuda, pudiese vencer a la balanza de su pesada carga. ¡Cuántos se han quedado muertos recostados sobre sus cargas, y sentir más el español no tener quien se la lleve, que la muerte del pobre indio! ¡Cuántos se despeñaron con el peso por horribles barrancos, y los hallamos en aquella profundidad echando la hiel por la boca! ¡Cuántos se comieron los tigres por aquellos montes! Un solo año pasaron de 60.»
La defensa de los Padres fue eficaz, y el visitador Alfaro, a quien, a creerlos, inspiraron todas sus disposiciones, «prohibió con graves penas el forzar los indios al beneficio de la yerba, y a los mismos indios mandó que ni aun con su voluntad la hiciesen los cuatro meses del año, desde Diciembre hasta Marzo inclusive, por ser en toda aquella región tiempo enfermísimo" (51).
Es de advertir que en aquella época en que tan generosamente pensaban, no habían los jesuitas afirmado aún su imperio sobre los catecúmenos y los trataban con mucho tiento. Mas tan luego como se hubieron asegurado de su respeto y de su obediencia, borraron con su ancha manga cuanto habían escrito y constriñéronlos a dedicarse al nefando y criminal laboreo de la yerba. Prohibiéralo la ley y cupiera, sin embargo, disculpa a claudicación tan interesada, y por interesada, doblemente censurable, si los guaraníes misionistas que a los yerbales iban fueran mejor provistos y cuidados y tuvieran su vida en menos riesgo que los guaraníes encomendados al mismo trabajo puestos; mas no sucedía así por desgracia: lo único que había cambiado era que quienes antes no podían beneficiar la yerba, podíanlo hoy y tenían grande interés en beneficiarla, como que, si a los hispano-paraguayos les producía como uno, debía a aquéllos producirles como diez. Y que esta consideración fue para los Padres decisiva, demuéstralo el incremento considerable que dieron a este negocio, que con tan malos ojos miraron antes (52). Sin embargo, los neófitos empleados en él continuaban padeciendo hambre, continuaban muriendo en los bosques de fatiga y de miseria, continuaban pereciendo devorados por los tigres ó asesinados por los indios enemigos (53).
Deseosos los Padres de aumentar y facilitar la producción de esta hoja, hicieron traer gran cantidad de plantas y formaron con ellas, alrededor de sus reducciones, yerbales artificiales, cuyo producto era todavía mejor, por lo mismo de ser inteligentemente cultivados (54). Pero después de la expulsión, la desidia de los nuevos administradores dejó que se destruyesen, siquiera viajeros posteriores pudieron todavía hallar sus vestigios.
Databa de 1645 el permiso para que los jesuitas comerciaran en la yerba mate, siempre que el provecho no recayese en los curas de las reducciones. Con tanto exceso le usaron, que S. M. hubo de expedir en 1679 una cédula admonitoria, recomendando al Provincial de la Compañía que pusiese tasa en este negocio, que era crecido más de la cuenta y perjudicaba a los vecinos, pues siendo la cantidad de yerba que ofrecían al mercado tan considerable y estando de su parte todas las ventajas, no dejaban levantar cabeza a los que traficaban con la del Paraguay, que sobre tener costos de producción grandes, por ser muy caro el flete de las mulas que la conducían de los minerales, estaba además gravada por onerosos impuestos, que no pagaban los jesuitas (55). Acordó S. M. el mismo año limitar a 12.000 arrobas la exportación lícita de las misiones (56), cantidad que se supuso necesaria para el pago del tributo de los indios, como si en realidad tal tributo se pagase; mas como al propio tiempo se relevó a los Padres de la obligación de hacer registrar la yerba que exportaban, sin más requisito que el de comunicar su cantidad, bajo la fe de su palabra, al gobernador de la Provincia (57), la restricción resultó ilusoria, pues no se habían de detener ante impedimento tan débil, tratándose del beneficio propio, quienes se dedicaban al contrabando por cuenta y para provecho ajenos (58).
Pingües beneficios sacábanse también de las estancias ó haciendas, pobladas de innumerable cantidad de ganado de todas las especies, mas principalmente de la vacuna, que producía crecidas sumas de dinero, ya vendiéndolo en pie, ya comerciando con el cuero del que en el consumo de las reducciones se empleaba.
Al cabo de algún tiempo los jesuitas habían conseguido apropiarse, de buena ó de mala manera, de mala manera en no pocos casos, de los más hermosos campos del Paraguay, poblándolos abundantemente. Sólo la célebre estancia de Santa Tecla contaba más de 50.000 cabezas de ganado vacuno, caballar y lanar, y la no menos renombrada de Paraguarí ó Jarigua'a [5] encerraba en una superficie de terreno de treinta leguas de latitud y otras tantas de longitud, en buena parte usurpadas, 30.000 vacas con los toros necesarios para la procreación, y esto a pesar de que anualmente se vendía considerable cantidad de animales. Asegura Anglés que el pueblo que menos tenía 30 ó 40.000 vacas con su torada correspondiente (59), y Raynal (60) que, cuando la expulsión, el ganado vacuno montaba a 769.353 cabezas; el caballar y mular, a 94.983, y el ovejuno y cabrío, a 221.537, sin contar otras especies. Aun hoy, no obstante los años transcurridos, se conserva la fama de las estancias que fueron de los Padres, y los campos en que las tuvieron continúan siendo reputados por los mejores del Paraguay.
Cuanto por uno u otro concepto rendía el trabajo de los guaraníes misionistas, era depositado en los almacenes comunales y directa y celosamente administrado por el Cura, que no permitía a los neófitos la más ligera injerencia. De ellos salía también, en cambio, todo lo que los habitantes de la reducción necesitaban para su mantenimiento; mas a veces con tanta mezquindad, que hubo ocasión en que los pobres indios no pudiesen acudir a la doctrina por no tener ropa con que cubrir sus carnes (61).
Bien es verdad que en punto al vestir procedíase con economía tan excesiva que todo se sacrificaba al afán de atesorar. Componíase el traje de los hombres de camisa y calzones de hilo grueso, abiertos por delante, de manera que con frecuencia enseñaban lo que debían ocultar, y tan ajustados, que no disimulaban la forma del cuerpo (62). El de las mujeres consistía en una camisa de la misma tela, escotada hasta enseñar los pechos (63), sin mangas; esto es, un saco indecente, de tal hechura, que a cualquier obra que se aplicaran las manos se caía (64), pues las indias curábanse poco de usar el ceñidor que estaba preceptuado. Y no se crea que no gustasen unos y otras mejorar de traje, sino porque se lo prohibían los doctrineros estrechamente. Con efecto, como dieran los varones en gastar capas y calzoncillos de pañete, además de los de hilo, y las mujeres en llevar polleras, se dictaron severas órdenes para impedirlo (65), pues «todo es necesario atajarlo, porque si van cobrando los indios fuerzas en semejantes cosas, no se podrán avenir con ellos los Padres ni tenerlos sujetos... que al passo que se hacen ladinos es la ladinez antes para mal que para bien, y no se diga de las Reducciones: Multiplicasti gentem sed non magnificasti laetitiam. Y no dexa de temerse con el tiempo algun desman.»
Nada tiene con esto de extraño lo que cuenta Doblas (66) del trabajo que le costó después de la expulsión vencer ciertos hábitos de los misionistas. «Para que al aseo de sus casas correspondiese el de sus personas, les procuré persuadir cuán grato me sería el ver que en lugar de typoi de que usaban sus mugeres, vistiesen camisas, polleras ó enaguas, aunque fuesen de lienzo de algodón, y corpiños ó ajustadores que ciñeran su cuerpo y ocultaran los pechos, y que las que se presentasen con más aseo serían tratadas por mí y haría lo fuesen por todos con más distinción. En este punto hubo algo que vencer, porque preocupados los indios con la igualdad en que los habían criado, no permitían que ninguna sobresaliera de las otras; pero al fin se les ha desimpresionado de este error, y el aseo se ha introducido con no pequeños adelantamientos. »
A ellos se les obligaba a cortarse raso el cabello, y a ellas a recogérselo, sin que pudieran llevarle suelto ni en trenzas (67). Nadie usaba calzado.
No era mayor el lujo que en su indumentaria gastaban los propios jesuitas, bien que después se relajara algún tanto su disciplina en este respecto como en otros: vestían del mismo lienzo hilado y tejido en los pueblos, tiñéndole de negro, y Anglés (68) refiere que «si tal qual Padre tiene un capote ó manteo de paño de Castilla, le sucede de unos a otros, y dura un siglo entero.»
Siendo el rendimiento de las doctrinas superior con mucho a su consumo, destinábase el sobrante al comercio. Tenían los jesuitas con este objeto numerosa flota de embarcaciones propias, en que transportaban la yerba (69), el lienzo (70), los cueros, los frutos agrícolas, como el trigo, la caña dulce, el tabaco, el maíz, a Santa Fe, a Buenos Aires, al Perú, a Chile y al Brasil, en donde encontraban fácil venta, y era natural que la encontrasen, puesto que, como ni la producción ni el flete les costaba nada y estaban sus géneros exentos del pago del impuesto de sisas y alcabalas, eran dueños de matar hasta la posibilidad de la concurrencia de los comerciantes paraguayos, pudiendo señalar el precio mínimo sin peligro alguno de pérdida, y contando además con la ventaja de estafar en las pesas y medidas (71). De aquí que todo beneficio hecho por los jesuitas importase un perjuicio para los españoles del Paraguay, cuyo comercio desfallecía, tanto como aquél prosperaba (72).
Exactamente lo mismo puede decirse de los almacenes que para la venta de artículos extranjeros tenía la Compañía establecidos en gran número en toda la provincia. Surtíalos con las compras realizadas en Buenos Aires y Santafé, en retorno de sus frutos, y por introducirlas en sus propias embarcaciones y libres de todo gravamen, sus utilidades eran, naturalmente, mucho más crecidas, y estaba en sus manos arruinar, cuando lo quisiera, a cuantos tuviesen sus capitales empleados en igual negocio. Las tiendas de la Compañía eran las más ricas y mejor provistas, no solamente del Paraguay, sino también de la gobernación de Buenos Aires: todo se encontraba en ellas, así lo que era producto de la tierra ó de la industria de la provincia, como lo que venía de extraños países; así los artículos más modestos, como los más suntuosos que en aquellas regiones se gastaban. Cada reducción tenía una, y los habitantes de los pueblos españoles preferían, en cuanto les era posible, acudir a proveerse en ellas que no en las de los particulares, por la diferencia que necesariamente existía en los precios. Servían, al mismo tiempo, para acaparar la cosecha de los pueblos vecinos, dando sus géneros a crédito, bajo condición de pagarlos después en efectos (73).
Por todos estos medios lograron los jesuitas del Paraguay, ya que no convertir a la religión del Crucificado tantas almas como hubieran podido ganar en provincias tan populosas, acumular considerables riquezas. Cálculos autorizados estiman en un millón de pesos españoles de plata el rendimiento anual de las doctrinas, y en menos de cien mil lo que para mantenerlas se gastaba en efectivo (74). Sobrante tan cuantioso permitió a los Padres asistir generosa y aun pródigamente, con el fruto del trabajo de los indios, a los crecidos gastos que la Orden tenía en Europa, a fin de conservar el edificio de su poderío, eterno objeto de rudos y pertinaces embates, hijos de la pasión algunas veces, pero las más del espíritu de justicia. Los Procuradores generales, cada seis años despachados para el viejo Continente, eran siempre portadores de importantes sumas de dinero, aparte de las que con grande frecuencia se enviaban a Roma por conducto de los ingleses y de los portugueses. En una vez sola, en 1725, se remitieron cuatrocientos mil pesos (75), y acaso no haya sido ésta la ocasión en que más espléndidos se mostraron los Padres. Tanto dinero explica el éxito que en sus pleitos obtuvo siempre la Compañía, a pesar de que más frecuentemente era mala que no buena su causa. La misma razón, y el temor de suscitarse enemigos de su valía y pocos escrúpulos en la elección de los medios con tal de lograr el fin propuesto, explica también el favor en que los Padres vivieron con casi todos los gobernadores y obispos, que más que superiores suyos, parecían súbditos humildes; y la facilidad con que triunfaron de cuantos quisieron prestar oídos a las quejas de los oprimidos, a la voz de la justicia y de su conciencia y a los deberes que tenían hacia su Rey, en hechos y ocasiones en que convenía a los jesuitas que oyesen como sordos, viesen como ciegos y pensasen y obrasen como el más fervoroso sectario de la Compañía.
El cohecho y la intimidación eran las columnas principales en que en América descansaba el poder de los jesuitas. Gobernadores y Obispos habían de elegir entre tenerlos por amigos generosos ó por encarnizados y crueles enemigos. Los que sobreponían a todo el cumplimiento del deber, arriesgábanse, cuando menos, a eterno estancamiento en su carrera, y hubo quien pagó su honradez con la cabeza (76). Pocos vacilaban entre tan opuestos términos; generalmente aceptábase de buena gana amistad que brindaba con tantos favores, y desde este momento los progresos del aliado quedaban encomendados a la Sociedad, que sabía darse buena maña para precipitarlos, y pagaba inmediatamente en dinero los favores que se la hacían, encargándose de la gestión de los negocios del interesado. Gracias a la amistad con los jesuitas, los gobernadores de Buenos Aires y del Paraguay contaban con crecido sobresueldo: dedicábanse al comercio, y como le hacían por las impecables manos de los santos discípulos de Loyola, beneficiando todos los privilegios a éstos concedidos, las ganancias eran fáciles y considerables (77).
Muy particular esmero pusieron los Padres en el decorado y lujo de sus iglesias (78), que sin duda eran las más grandes y hermosas de América: estaban llenas de altares bien labrados, con numerosas imágenes; de cuadros preciosos y de dorados riquísimos, y «sus ornamentos, al decir de Azara (79), no podían ser mejores ni más preciosos en Madrid ni en Toledo.» Desplegábase en el culto suntuosidad deslumbradora, porque los jesuitas, comprendiendo que en aquellas inteligencias groseras, no preparadas para las elevadas concepciones religiosas, había de tener más influencia y causar efecto más hondo y duradero que las predicaciones y los discursos, la percepción externa de los objetos, quisieron hacer imponentes todas las manifestaciones exteriores de la religión. En vez de hablar a su entendimiento, hablaron a sus ojos; en vez de seducir por la belleza sublimemente sencilla de la Iglesia cristiana primitiva, que tenía en aquella naturaleza espléndida el más hermoso templo en que adorar a Dios, porque era una de las más elocuentes manifestaciones de su poder, rodearon el culto de todos los encantos que el arte presta, llegando a dar a lo adjetivo, al aparato de las ceremonias, más importancia que a las ceremonias mismas. Mucho perdían, sin duda, en pureza y en sinceridad los sentimientos religiosos con semejante sistema; pero el resultado justificó la previsión de los jesuitas, quienes, añadiendo al brillo de la decoración y de los ornamentos los dulces encantos de la música, por la que sentían los indios particular atractivo (80), les hicieron amables sus templos.
Cada reducción tenía su escuela, en que unos pocos indios, los muy precisos para oficiar de amanuenses ó desempeñar los cargos concejiles, aprendían a leer y escribir en guaraní y a contar, y también a leer y escribir el latín y el castellano, mas no a hablarlos ni a entender su significado. La lengua española estaba absolutamente prohibida a los neófitos, «temiendo los misioneros promoviese aquella facilidad de comunicación entre la raza antigua y la nueva, que habían hallado por una larga experiencia ser tan fatal a la segunda» (81). Pero Felipe V, receloso de que la ignorancia en que se mantenía a los indígenas obedeciese a móviles poco rectos, reiteró por Real cédula de 28 de Diciembre de 1743 la ley de la Recopilación, para que se enseñase a todos a hablar el castellano, disposición que nunca fue cumplida. (82)
Establecieron también hospitales en que hombres y mujeres eran esmeradamente asistidos por indios educados especialmente para esta función. Mas no parece que podían ir a él cuantos lo quisieran, pues había enfermos que guardaban cama en su casa, recibiendo limosna de comida de los depósitos comunes, cosa que a veces, por desgracia, se omitía. (83) Crearon además ciertos establecimientos, llamados casas de refugio, en donde estaban recluidos los enfermos habituales no contagiosos, los viejos y los inútiles, las viudas y huérfanos, y las mujeres de mala vida ó aquéllas que, no teniendo hijos que criar y siendo sospechadas de flacas, se ausentaban sus maridos por largo tiempo. En estas casas vivían todos cuidadosamente atendidos a expensas de la comunidad; pero no por eso libres de trabajo, pues a cada cual se le encomendaba el que era compatible con su salud, con sus fuerzas y con su capacidad, y así compensaban casi siempre con exceso lo que en ellos era empleado. (84)
Tanto como en lo económico, eran los jesuitas independientes en lo político y en lo civil de toda autoridad que no perteneciese a su Orden. Cierto que para el nombramiento de los curas de cada doctrina estaba estatuido, por Real cédula de 15 de Junio de 1654, que el Superior presentase al gobernador una terna para que de ella los eligiera (85), y que además esta elección debía ser sancionada por el Obispo: pero tal facultad no la ejercitaba nunca ni uno ni otro, y el real patronato, con tanta amplitud concedido a los Reyes de España, y con la misma delegado en sus gobernadores, fue siempre letra muerta en tratándose de los intereses de la poderosa Compañía. Cierto que era deber, y consiguientemente derecho de los gobernadores y obispos, el visitar las reducciones para informarse é informar a la Corte de su estado y reparar los desafueros de que pudieran ser víctimas los indígenas, de cuya suerte se mostraba tan compadecida, y celosa y previsora la legislación española; pero esas visitas, y no ciertamente porque no haya habido quienes pusiesen vivísimo empeño en hacerlas (86), no se llevaron a efecto nunca, sino cuando los jesuitas las querían ó las necesitaban para cubrirse con los informes favorables de los visitadores, y presentarlos como defensa contra las incesantes acusaciones a que daba motivo su conducta; y excusado es agregar que únicamente las permitían, si los que iban a efectuarlas eran devotos suyos, sujetos que por interés, por temor ó por gratitud habían de suscribir a cuanto los padres desearan. Cierto que los indios reconocían la soberanía del Rey de España y le pagaban un tributo ínfimo; pero como esa soberanía no se manifestaba en ninguna forma, ni había quien la invocase para ejercer ningún poder, para decretar ninguna pena, para hacer ningún acto de justicia; como los Padres no mostraban dependencia de más autoridad que la del Provincial de la Compañía de Jesús, y no recordaban en ninguno de sus actos que hubiese otra; como el nombre del Rey no se pronunciaba para nada, ni el de sus gobernadores y jueces seculares; como, por el contrario, éstos, en la única ocasión de las visitas, en que los indios podían conocerlos, más se mostraban con los Padres como quien tiene que respetar y que temer de ellos, que no como quien puede mandar é imponer castigo, los guaraníes misionistas se habituaron a no reconocer tampoco otro superior que sus curas y a preocuparse únicamente de tenerlos contentos y de realizar con ciega subordinación cuanto mandaban. (87)
Prueba también palmaria de la independencia de las Misiones, la organización del gobierno interior de sus pueblos, sometido a una especie de municipalidad ó ayuntamiento, de elección popular y anua, cuyos miembros eran todos indios. Un corregidor, nombrado como lugarteniente por el gobernador en cuya jurisdicción caía el pueblo, estaba investido de la facultad de aprobar ó desaprobar estos nombramientos; pero nunca hacía uso de su prerrogativa en otro sentido que el deseado por los Padres (88). Fácil es formar idea del grado de espontaneidad que estas elecciones tendrían con saber que los votos no hubiesen recaído jamás en persona sospechosa para los doctrineros (89); que éstos sólo daban la muy escasa educación requerida para desempeñar tales puestos, a un número reducidísimo de indios, el estrictamente preciso, quienes estaban en sus intereses completamente identificados con aquéllos, y demasiado bienquistos con su favorecida posición para exponerse a perderla, mostrando una estéril independencia, que sólo hubiera causado su desgracia. Así, aunque estos funcionarios tenían atribuciones propias ya señaladas, y facultad para disponer por sí en ciertos asuntos, nunca intentaban emplearla, y todos sus actos y decisiones obedecían completamente a las inspiraciones de sus curas (90).
De tal suerte constituían éstos la única administración de justicia y castigaban a su albedrío las faltas de los indios, imponiéndoles penas que variaban desde la penitencia pública hasta la más grave, excepto la de muerte (91). Era corriente la de azotes, aplicada con crueldad rayana en barbarie. Lo mismo se desnudaba para recibirlos al hombre que a la mujer, sin que las valiese a éstas la más avanzada preñez. Muchas abortaban ó perecían a consecuencia del brutal castigo; nadie lo recibía sin que su sangre tiñera el látigo ó saltaran sus carnes en pedazos, porque para hacerlo más doloroso se empleaba el cuero seco y duro y sin adobar (92). En ocasiones dejábase caer lacre ó brea hirviente sobre las carnes del reo; y para cerciorarse de que no había fraude en la aplicación de la pena, presenciábanla a veces los Padres, que tan dulcemente regían su amado rebaño (93).
Para conservar íntegro este régimen; para impedir que la más remota idea de que existiese un estado mejor y más justo penetrara entre los neófitos; para evitar que llegasen a la Corte otras noticias que las convenientes a sus intereses, y que el conocimiento exacto de lo que eran las reducciones acabase de echar por tierra su poder, tan rudamente combatido, los jesuitas encerraron a sus indios en el más riguroso aislamiento, y levantaron barreras infranqueables para los que quisieran visitar las reducciones. Con el falso pretexto de que el comercio de los españoles pervertía a los neófitos, los iniciaba en todo género de vicios y les hacía aborrecibles la religión cristiana y la sumisión al Monarca, así por lo mal que practicaban aquélla, como por la crueldad con que a los nuevos súbditos del Rey maltrataban, obtuvo la Compañía un rescripto [6] real prohibiendo a toda persona extraña («seculares de qualquier estado ó condicion que sean, Eclesiasticos ó Religiosos Españoles mestizos indios extraños ó negros ni a qualquiera otra persona que se componga de las referidas") entrar en las reducciones sin permiso del Provincial ó Superior ó permanecer en ellas más de tres días. No hay que decir que, si bien no le necesitaban los gobernadores y los Obispos, no por eso estaban para ellos menos cerradas las misiones, ni eran más dueños que los particulares de visitarlas a despecho de los jesuitas (94).
Y no creyendo el real rescripto garantía suficiente contra la posible intromisión de extraños en los dominios de su república, los Padres inspiraron a los guaraníes odio mortal contra los españoles paraguayos, sugiriéndoles especies horrorosas, acusándolos de crueldades y crímenes horribles y fomentando en los neófitos por este medio, en vez del cariño merecido por quienes conservaban al Rey aquellas tierras, gracias a una lucha no interrumpida contra los salvajes, costeada de su propio peculio, el deseo de la venganza, que no dejaron de satisfacer en cuanto pudieron (95).
Hicieron además de sus doctrinas verdaderas posiciones militares, cuyos habitantes todos estaban sujetos al servicio de las armas. Concedióles el uso de las de fuego, en cierta apurada ocasión, el gobernador D. Pedro Lugo de Navarra, que pronto se arrepintió de su ligereza. El Virrey Marqués de Mansera les mandó entregar luego 150, acuerdo que aprobó S. M. por Real cédula de 20 de Septiembre de 1649, y no hubo desde entonces forma de privarles de tan deseado privilegio. Algunas restricciones dictaba S. M. de vez en cuando, sabiamente aconsejado por los que veían el fin de los Padres perseguido; pero poco tardaban éstos en lograr que se revocasen. Así, autorizados por las leyes ó a despecho suyo, organizaron en milicias a todos sus neófitos; impusiéronles la obligación de hacer frecuentes ejercicios militares; escaramuzas en que a menudo era necesaria la intervención de los curas a fin de impedir colisiones sangrientas; ensayos de tiro al blanco, con premios señalados para los vencedores. «Hasta los niños, dice el Padre Xarque (96), forman sus Compañías, que goviernan moços de mas edad, para que sus divertimientos los aficionen desde sus tiernos años a no temer la guerra.» Estaban los pueblos rodeados de fosos y palizadas con centinelas y patrullas por las noches, y cuando su situación era ribereña, cuidaban también de policiar el río en numerosas canoas. Aun las danzas que enseñaban simulaban combates en los que los de cada bando se distinguían por el color del traje (97).
Para sustraer completamente a sus guaraníes a toda otra subordinación que no fuera la suya, trabajaron los jesuitas por obtener, y concluyeron por conseguirlo, que nada era imposible a su influencia, la abolición del servicio personal de los indios de cuatro de sus pueblos, que por ser de fundación exclusivamente española estaban sujetos a encomiendas. Nadie podrá negar que eran poderosas, poderosísimas las razones invocadas en la demanda; pero nadie negará tampoco que los resultados distaron mucho de redundar en beneficio de los indígenas, que mediante el triunfo de los Padres salieron de una servidumbre temporal, y las más veces muy suave, para entrar en una servidumbre perpetua y ser sujetados a trabajos eternos, sin los alientos que presta la esperanza de sobresalir de lo vulgar por los esfuerzos propios y de ser amo exclusivo del fruto de su ingenio ó de sus fatigas.
Mas por mucho que los hijos de Loyola invocasen respetables sentimientos de humanidad en esta campaña, hay razones para dudar de que fuese el desinteresado amor de la justicia y no el codicioso afán de aumentar sus provechos el que los alentaba, que no son muy abundantes y decisivas razones las que pueden invocarse para afirmar que era preferible a la suerte de los indios encomendados la suerte de los indios misionistas (98). Pero sea, como los Padres dijeron, por los impulsos de su caridad cristiana; sea porque vieran con disgusto cómo periódicamente los neófitos de ciertos pueblos suyos de fundación española abandonaban sus reducciones para ir a pagar el tributo de su trabajo y cultivar las tierras de los hispano-paraguayos, y producir artículos que hacían competencia, bien que desventajosísima, al comercio de la Compañía: por unas ó por otras consideraciones, los jesuitas no descansaron hasta lograr, en 1631 (99), que fuesen libertados del servicio personal los guaraníes de ellos dependientes, con cargo de pagar un tributo compensativo. El Virrey del Perú, Conde de Salvatierra, lo fijó en 1649 en un peso de ocho reales por cada indio de los obligados a encomienda; mas no hubo forma de cobrarlo, porque, siquiera pasivamente, lo resistieron los Padres. El Gobernador del Paraguay, D. Juan Blásquez de Valverde, informó en 22 de Marzo de 1658 a S. M. que los pueblos sujetos a la contribución eran 19, y que se mostraban los Padres dispuestos a abonarla; pero que suplicaban fuesen eximidos de ella los fiscales ó celadores, los cantores y otros; mas declaró también Blásquez – y cuenta que se mostró grande amigo de la Compañía – que todas sus gestiones para que desde luego empezara a cumplirse la provisión del Virrey habían sido ineficaces. Dictó entonces S. M. la Real cédula de 16 de Diciembre de 166I, incorporando los indios en la Corona y disponiendo que durante seis años, todos los que tuviesen desde catorce hasta cincuenta pagaran, sin otra excepción que los caciques y sus primogénitos, los sacristanes y corregidores y demás oficiales que por ordenanzas de la Provincia tengan franquicia de tributo, el de un peso de ocho reales por año. (100) Fijóse el número de tributarios, por cédula de 27 de Junio de 1665, en 9.000. (101)
Tampoco tuvo efecto esta nueva disposición hasta el año de 1666, en que con muy mala voluntad empezó la exacción del impuesto; y como estuviera ya cerca el término de los seis años, no descansaron los jesuitas en sus trabajos para conseguir que no fuese el cupo alterado. El P. Ricardo suplicaba al Obispo: «Apretado, decía, de su mucha pobreza, y extrema necessidad, como su desnudez publica, y manifiesta en las vissitas que como Superior he hecho en estos Pueblos... se digne de representar a Su Magestad y a su Real Consejo de Indias la Impossibilidad, a que su pobreza, y miseria los reduze, para rendir mas crecido tributo, como quisieran a sus Reales piés...
«La pobreza de los Indios, añadía, en el Parana, y Uruguay es tanta, que no tienen en las chosas, que habitan fuera del precisso vestido para cubrir con alguna dezencia el cuerpo, alhaja que valga dos pessos; las cosechas para su corto sustento rara vez les alcanzan al año, de modo que si con entrañas de Padres no reservaran los Curas algunos frutos para socorrer los necessitados, los mas de ellos se dividieran por los montes, y Rios para buscar que comer...(102).»
No se aumentó la cuantía de la capitación, porque los jesuitas eran en aquellos tiempos omnipotentes y se creía muy justo que sus indios pagaran únicamente un peso, mientras todos los demás de América pagaban cinco. Sólo se elevó a 10.440 el número de tributarios en 1677 (103), y a 10.505 por Real cédula de 2 de Noviembre de 1679 (104), y se confirmó a los habitantes de los tres pueblos más cercanos al Paraguay (calculados en 1.000 tributarios) la concesión de que satisficieran su cuota en el lienzo por ellos fabricado, computándoseles a un peso la vara, lo cual valía tanto como reducírsela a una mitad (105).
El total del impuesto quedó así definitivamente fijado; porque siquiera la población de las doctrinas creciese diariamente, no fue nunca posible renovar el primer empadronamiento de Ibáñez. Este encontró en los veintidós pueblos entonces existentes 58.118 personas de todos sexos y edades y 14.437 tributarios, que, hecha la deducción de los exceptuados, se rebajaron a 10.505 (106). Aumentaron los pueblos jesuíticos hasta el número de treinta y tres; pasaron sus habitantes de 100.000, según confesión de los mismos religiosos; mas por algo que no es posible explicar satisfactoriamente, el incremento de la población no agregó un solo tributario más a los que la tasa primitiva señalaba. (107) Sobrabale razón al consejero Alvarez Abreu, cuando se maravillaba de que los jesuitas «no solo se hayan excusado y resistido a la numeracion de los pueblos, tantas veces encargada por S. M., sino es también el que los Obispos no hayan podido tener la noticia de las almas de su Grey por otro medio que por el de los propios Padres, y lo mismo los governadores. (108)
«Con que theologia se podrá sobtener, el que haviendo aumentadose los tributarios desde el año de 1677 en que se regularon en 10 D 440 hasta 24 ó 30 D en que al presente se computan; no hayan los Padres puesto en las cajas, un Real mas que quando eran 17 solamente los Pueblos y 10 D 440 los tributarios, subrogandose en lugar del Soberano para percivir, y retener la diferencia notada, en cuya percepcion no parece se puede dudar, segun lo que el Ministro expresa y va subrrayado al fin del 1º y 2º punto por confesion del mismo Padre Provincial». (109)
Y aunque nada más cabía desear en punto a complacencia, tratándose de un impuesto que importaba señaladísimo favor, todavía el admirablemente desenvuelto sentido económico de los jesuitas halló el medio de eludirle, consiguiendo que del importe de esta renta se pagase el sínodo de los curas de las reducciones (110), y por tal manera, al liquidarla, casi siempre salía deudor el Real erario, circunstancia que proporcionó a los jesuitas muchas ocasiones de dar patentes pruebas de su desprendimiento, condonando las diferencias que en favor suyo resultaban.
Esta y otra de cien pesos por cada pueblo en concepto de diezmos, fueron las únicas contribuciones que, siquiera aparentemente, menoscababan las pingües utilidades obtenidas por la Compañía en sus reducciones del Paraguay. Era su comercio considerable, mayor que el de todo el resto de la provincia; sus posesiones inmensas, como que las mejores tierras del Paraguay la pertenecían; sus haciendas las más pobladas y productivas, y cada vez más prósperas, a pesar de vender continuamente considerable cantidad de animales; sus cosechas óptimas, suficientes para alimentar a todos los habitantes de los pueblos y para exportar al exterior grandes cargamentos de mercancías. Pero ni las rentas del Rey ni las de la Iglesia participaban en estos cuantiosos beneficios, porque los jesuitas estaban exentos de diezmos, derechos de navegación, impuestos, alcabalas, tributos, sisas y cuantas gabelas pesaban sobre los demás productores, por virtud de privilegios pontificios, confirmados por varias Reales cédulas (111); y aunque estos privilegios sólo se referían a lo que les fuese « necesario vender para su sustento, conservación de sus iglesias y casas, por no tener otras rentas» y a los géneros que compraban, por no darse en el Paraguay, los jesuitas se ampararon en ellos para eludir en todos sus negocios el pago de las contribuciones, con notorio y grande menoscabo del Real Tesoro, y con no menos grande perjuicio del comercio de la provincia, cuyos intereses, lejos de estar con el de los jesuitas identificados, éranle completamente opuestos.
Fuente también de cuantiosas utilidades fue el laboreo de la yerba mate, cuyo comercio tenían los jesuitas casi completamente monopolizado, siendo los únicos que vendían la llamada ka'amini (48) [4], la más buscada y cara (49). Pero como este negocio no lo entablaron ellos inmediatamente, y era notorio que costaba la vida a millares de guaraníes, clamaban al principio porque se dictaran leyes prohibiendo en absoluto que se emplease en él a los indios. Las quejas eran positivas y muy puestas en razón; pero ¿inspirábanlas caritativos sentimientos ó rencorosas rivalidades? Difícil es creer en la sinceridad de la Compañía, cuando se piensa que, sin haber cambiado en nada las condiciones de la explotación de la yerba, dedicó luego a ella a sus neófitos, a pesar de que por sus gestiones estaba vedado.
Y véase lo que uno de los más autorizados misioneros escribe (50): «Tiene la labor de aquesta yerba consumidos muchos millares de indios; testigo soy de haber visto por aquellos montes osarios bien grandes de indios, que lastima la vista el verlos, y quiebra el corazón saber que los más murieron gentiles, descarriados por aquellos montes en busca de sabandijas, sapos y culebras, y como aun de esto no hallan, beben mucha de aquella yerba, de que se hinchan los pies, piernas y vientre, mostrando el rostro solos los huesos, y la palidez la figura de la muerte.
«Hechos ya en cada alojamiento, aduar de ellos, 100 y 200 quintales, con ocho ó nueve indios los acarrean, llevando a cuestas cada uno cinco y seis arrobas 10, 15 y 20 y más leguas, pesando el indio mucho menos que su carga (sin darle cosa alguna para su sustento), y no han faltado curiosos que hiciesen la experiencia, poniendo en una balanza al indio y su carga en la otra, sin que la del indio, con muchas libras puestas en su ayuda, pudiese vencer a la balanza de su pesada carga. ¡Cuántos se han quedado muertos recostados sobre sus cargas, y sentir más el español no tener quien se la lleve, que la muerte del pobre indio! ¡Cuántos se despeñaron con el peso por horribles barrancos, y los hallamos en aquella profundidad echando la hiel por la boca! ¡Cuántos se comieron los tigres por aquellos montes! Un solo año pasaron de 60.»
La defensa de los Padres fue eficaz, y el visitador Alfaro, a quien, a creerlos, inspiraron todas sus disposiciones, «prohibió con graves penas el forzar los indios al beneficio de la yerba, y a los mismos indios mandó que ni aun con su voluntad la hiciesen los cuatro meses del año, desde Diciembre hasta Marzo inclusive, por ser en toda aquella región tiempo enfermísimo" (51).
Es de advertir que en aquella época en que tan generosamente pensaban, no habían los jesuitas afirmado aún su imperio sobre los catecúmenos y los trataban con mucho tiento. Mas tan luego como se hubieron asegurado de su respeto y de su obediencia, borraron con su ancha manga cuanto habían escrito y constriñéronlos a dedicarse al nefando y criminal laboreo de la yerba. Prohibiéralo la ley y cupiera, sin embargo, disculpa a claudicación tan interesada, y por interesada, doblemente censurable, si los guaraníes misionistas que a los yerbales iban fueran mejor provistos y cuidados y tuvieran su vida en menos riesgo que los guaraníes encomendados al mismo trabajo puestos; mas no sucedía así por desgracia: lo único que había cambiado era que quienes antes no podían beneficiar la yerba, podíanlo hoy y tenían grande interés en beneficiarla, como que, si a los hispano-paraguayos les producía como uno, debía a aquéllos producirles como diez. Y que esta consideración fue para los Padres decisiva, demuéstralo el incremento considerable que dieron a este negocio, que con tan malos ojos miraron antes (52). Sin embargo, los neófitos empleados en él continuaban padeciendo hambre, continuaban muriendo en los bosques de fatiga y de miseria, continuaban pereciendo devorados por los tigres ó asesinados por los indios enemigos (53).
Deseosos los Padres de aumentar y facilitar la producción de esta hoja, hicieron traer gran cantidad de plantas y formaron con ellas, alrededor de sus reducciones, yerbales artificiales, cuyo producto era todavía mejor, por lo mismo de ser inteligentemente cultivados (54). Pero después de la expulsión, la desidia de los nuevos administradores dejó que se destruyesen, siquiera viajeros posteriores pudieron todavía hallar sus vestigios.
Databa de 1645 el permiso para que los jesuitas comerciaran en la yerba mate, siempre que el provecho no recayese en los curas de las reducciones. Con tanto exceso le usaron, que S. M. hubo de expedir en 1679 una cédula admonitoria, recomendando al Provincial de la Compañía que pusiese tasa en este negocio, que era crecido más de la cuenta y perjudicaba a los vecinos, pues siendo la cantidad de yerba que ofrecían al mercado tan considerable y estando de su parte todas las ventajas, no dejaban levantar cabeza a los que traficaban con la del Paraguay, que sobre tener costos de producción grandes, por ser muy caro el flete de las mulas que la conducían de los minerales, estaba además gravada por onerosos impuestos, que no pagaban los jesuitas (55). Acordó S. M. el mismo año limitar a 12.000 arrobas la exportación lícita de las misiones (56), cantidad que se supuso necesaria para el pago del tributo de los indios, como si en realidad tal tributo se pagase; mas como al propio tiempo se relevó a los Padres de la obligación de hacer registrar la yerba que exportaban, sin más requisito que el de comunicar su cantidad, bajo la fe de su palabra, al gobernador de la Provincia (57), la restricción resultó ilusoria, pues no se habían de detener ante impedimento tan débil, tratándose del beneficio propio, quienes se dedicaban al contrabando por cuenta y para provecho ajenos (58).
Pingües beneficios sacábanse también de las estancias ó haciendas, pobladas de innumerable cantidad de ganado de todas las especies, mas principalmente de la vacuna, que producía crecidas sumas de dinero, ya vendiéndolo en pie, ya comerciando con el cuero del que en el consumo de las reducciones se empleaba.
Al cabo de algún tiempo los jesuitas habían conseguido apropiarse, de buena ó de mala manera, de mala manera en no pocos casos, de los más hermosos campos del Paraguay, poblándolos abundantemente. Sólo la célebre estancia de Santa Tecla contaba más de 50.000 cabezas de ganado vacuno, caballar y lanar, y la no menos renombrada de Paraguarí ó Jarigua'a [5] encerraba en una superficie de terreno de treinta leguas de latitud y otras tantas de longitud, en buena parte usurpadas, 30.000 vacas con los toros necesarios para la procreación, y esto a pesar de que anualmente se vendía considerable cantidad de animales. Asegura Anglés que el pueblo que menos tenía 30 ó 40.000 vacas con su torada correspondiente (59), y Raynal (60) que, cuando la expulsión, el ganado vacuno montaba a 769.353 cabezas; el caballar y mular, a 94.983, y el ovejuno y cabrío, a 221.537, sin contar otras especies. Aun hoy, no obstante los años transcurridos, se conserva la fama de las estancias que fueron de los Padres, y los campos en que las tuvieron continúan siendo reputados por los mejores del Paraguay.
Cuanto por uno u otro concepto rendía el trabajo de los guaraníes misionistas, era depositado en los almacenes comunales y directa y celosamente administrado por el Cura, que no permitía a los neófitos la más ligera injerencia. De ellos salía también, en cambio, todo lo que los habitantes de la reducción necesitaban para su mantenimiento; mas a veces con tanta mezquindad, que hubo ocasión en que los pobres indios no pudiesen acudir a la doctrina por no tener ropa con que cubrir sus carnes (61).
Bien es verdad que en punto al vestir procedíase con economía tan excesiva que todo se sacrificaba al afán de atesorar. Componíase el traje de los hombres de camisa y calzones de hilo grueso, abiertos por delante, de manera que con frecuencia enseñaban lo que debían ocultar, y tan ajustados, que no disimulaban la forma del cuerpo (62). El de las mujeres consistía en una camisa de la misma tela, escotada hasta enseñar los pechos (63), sin mangas; esto es, un saco indecente, de tal hechura, que a cualquier obra que se aplicaran las manos se caía (64), pues las indias curábanse poco de usar el ceñidor que estaba preceptuado. Y no se crea que no gustasen unos y otras mejorar de traje, sino porque se lo prohibían los doctrineros estrechamente. Con efecto, como dieran los varones en gastar capas y calzoncillos de pañete, además de los de hilo, y las mujeres en llevar polleras, se dictaron severas órdenes para impedirlo (65), pues «todo es necesario atajarlo, porque si van cobrando los indios fuerzas en semejantes cosas, no se podrán avenir con ellos los Padres ni tenerlos sujetos... que al passo que se hacen ladinos es la ladinez antes para mal que para bien, y no se diga de las Reducciones: Multiplicasti gentem sed non magnificasti laetitiam. Y no dexa de temerse con el tiempo algun desman.»
Nada tiene con esto de extraño lo que cuenta Doblas (66) del trabajo que le costó después de la expulsión vencer ciertos hábitos de los misionistas. «Para que al aseo de sus casas correspondiese el de sus personas, les procuré persuadir cuán grato me sería el ver que en lugar de typoi de que usaban sus mugeres, vistiesen camisas, polleras ó enaguas, aunque fuesen de lienzo de algodón, y corpiños ó ajustadores que ciñeran su cuerpo y ocultaran los pechos, y que las que se presentasen con más aseo serían tratadas por mí y haría lo fuesen por todos con más distinción. En este punto hubo algo que vencer, porque preocupados los indios con la igualdad en que los habían criado, no permitían que ninguna sobresaliera de las otras; pero al fin se les ha desimpresionado de este error, y el aseo se ha introducido con no pequeños adelantamientos. »
A ellos se les obligaba a cortarse raso el cabello, y a ellas a recogérselo, sin que pudieran llevarle suelto ni en trenzas (67). Nadie usaba calzado.
No era mayor el lujo que en su indumentaria gastaban los propios jesuitas, bien que después se relajara algún tanto su disciplina en este respecto como en otros: vestían del mismo lienzo hilado y tejido en los pueblos, tiñéndole de negro, y Anglés (68) refiere que «si tal qual Padre tiene un capote ó manteo de paño de Castilla, le sucede de unos a otros, y dura un siglo entero.»
Siendo el rendimiento de las doctrinas superior con mucho a su consumo, destinábase el sobrante al comercio. Tenían los jesuitas con este objeto numerosa flota de embarcaciones propias, en que transportaban la yerba (69), el lienzo (70), los cueros, los frutos agrícolas, como el trigo, la caña dulce, el tabaco, el maíz, a Santa Fe, a Buenos Aires, al Perú, a Chile y al Brasil, en donde encontraban fácil venta, y era natural que la encontrasen, puesto que, como ni la producción ni el flete les costaba nada y estaban sus géneros exentos del pago del impuesto de sisas y alcabalas, eran dueños de matar hasta la posibilidad de la concurrencia de los comerciantes paraguayos, pudiendo señalar el precio mínimo sin peligro alguno de pérdida, y contando además con la ventaja de estafar en las pesas y medidas (71). De aquí que todo beneficio hecho por los jesuitas importase un perjuicio para los españoles del Paraguay, cuyo comercio desfallecía, tanto como aquél prosperaba (72).
Exactamente lo mismo puede decirse de los almacenes que para la venta de artículos extranjeros tenía la Compañía establecidos en gran número en toda la provincia. Surtíalos con las compras realizadas en Buenos Aires y Santafé, en retorno de sus frutos, y por introducirlas en sus propias embarcaciones y libres de todo gravamen, sus utilidades eran, naturalmente, mucho más crecidas, y estaba en sus manos arruinar, cuando lo quisiera, a cuantos tuviesen sus capitales empleados en igual negocio. Las tiendas de la Compañía eran las más ricas y mejor provistas, no solamente del Paraguay, sino también de la gobernación de Buenos Aires: todo se encontraba en ellas, así lo que era producto de la tierra ó de la industria de la provincia, como lo que venía de extraños países; así los artículos más modestos, como los más suntuosos que en aquellas regiones se gastaban. Cada reducción tenía una, y los habitantes de los pueblos españoles preferían, en cuanto les era posible, acudir a proveerse en ellas que no en las de los particulares, por la diferencia que necesariamente existía en los precios. Servían, al mismo tiempo, para acaparar la cosecha de los pueblos vecinos, dando sus géneros a crédito, bajo condición de pagarlos después en efectos (73).
Por todos estos medios lograron los jesuitas del Paraguay, ya que no convertir a la religión del Crucificado tantas almas como hubieran podido ganar en provincias tan populosas, acumular considerables riquezas. Cálculos autorizados estiman en un millón de pesos españoles de plata el rendimiento anual de las doctrinas, y en menos de cien mil lo que para mantenerlas se gastaba en efectivo (74). Sobrante tan cuantioso permitió a los Padres asistir generosa y aun pródigamente, con el fruto del trabajo de los indios, a los crecidos gastos que la Orden tenía en Europa, a fin de conservar el edificio de su poderío, eterno objeto de rudos y pertinaces embates, hijos de la pasión algunas veces, pero las más del espíritu de justicia. Los Procuradores generales, cada seis años despachados para el viejo Continente, eran siempre portadores de importantes sumas de dinero, aparte de las que con grande frecuencia se enviaban a Roma por conducto de los ingleses y de los portugueses. En una vez sola, en 1725, se remitieron cuatrocientos mil pesos (75), y acaso no haya sido ésta la ocasión en que más espléndidos se mostraron los Padres. Tanto dinero explica el éxito que en sus pleitos obtuvo siempre la Compañía, a pesar de que más frecuentemente era mala que no buena su causa. La misma razón, y el temor de suscitarse enemigos de su valía y pocos escrúpulos en la elección de los medios con tal de lograr el fin propuesto, explica también el favor en que los Padres vivieron con casi todos los gobernadores y obispos, que más que superiores suyos, parecían súbditos humildes; y la facilidad con que triunfaron de cuantos quisieron prestar oídos a las quejas de los oprimidos, a la voz de la justicia y de su conciencia y a los deberes que tenían hacia su Rey, en hechos y ocasiones en que convenía a los jesuitas que oyesen como sordos, viesen como ciegos y pensasen y obrasen como el más fervoroso sectario de la Compañía.
El cohecho y la intimidación eran las columnas principales en que en América descansaba el poder de los jesuitas. Gobernadores y Obispos habían de elegir entre tenerlos por amigos generosos ó por encarnizados y crueles enemigos. Los que sobreponían a todo el cumplimiento del deber, arriesgábanse, cuando menos, a eterno estancamiento en su carrera, y hubo quien pagó su honradez con la cabeza (76). Pocos vacilaban entre tan opuestos términos; generalmente aceptábase de buena gana amistad que brindaba con tantos favores, y desde este momento los progresos del aliado quedaban encomendados a la Sociedad, que sabía darse buena maña para precipitarlos, y pagaba inmediatamente en dinero los favores que se la hacían, encargándose de la gestión de los negocios del interesado. Gracias a la amistad con los jesuitas, los gobernadores de Buenos Aires y del Paraguay contaban con crecido sobresueldo: dedicábanse al comercio, y como le hacían por las impecables manos de los santos discípulos de Loyola, beneficiando todos los privilegios a éstos concedidos, las ganancias eran fáciles y considerables (77).
Muy particular esmero pusieron los Padres en el decorado y lujo de sus iglesias (78), que sin duda eran las más grandes y hermosas de América: estaban llenas de altares bien labrados, con numerosas imágenes; de cuadros preciosos y de dorados riquísimos, y «sus ornamentos, al decir de Azara (79), no podían ser mejores ni más preciosos en Madrid ni en Toledo.» Desplegábase en el culto suntuosidad deslumbradora, porque los jesuitas, comprendiendo que en aquellas inteligencias groseras, no preparadas para las elevadas concepciones religiosas, había de tener más influencia y causar efecto más hondo y duradero que las predicaciones y los discursos, la percepción externa de los objetos, quisieron hacer imponentes todas las manifestaciones exteriores de la religión. En vez de hablar a su entendimiento, hablaron a sus ojos; en vez de seducir por la belleza sublimemente sencilla de la Iglesia cristiana primitiva, que tenía en aquella naturaleza espléndida el más hermoso templo en que adorar a Dios, porque era una de las más elocuentes manifestaciones de su poder, rodearon el culto de todos los encantos que el arte presta, llegando a dar a lo adjetivo, al aparato de las ceremonias, más importancia que a las ceremonias mismas. Mucho perdían, sin duda, en pureza y en sinceridad los sentimientos religiosos con semejante sistema; pero el resultado justificó la previsión de los jesuitas, quienes, añadiendo al brillo de la decoración y de los ornamentos los dulces encantos de la música, por la que sentían los indios particular atractivo (80), les hicieron amables sus templos.
Cada reducción tenía su escuela, en que unos pocos indios, los muy precisos para oficiar de amanuenses ó desempeñar los cargos concejiles, aprendían a leer y escribir en guaraní y a contar, y también a leer y escribir el latín y el castellano, mas no a hablarlos ni a entender su significado. La lengua española estaba absolutamente prohibida a los neófitos, «temiendo los misioneros promoviese aquella facilidad de comunicación entre la raza antigua y la nueva, que habían hallado por una larga experiencia ser tan fatal a la segunda» (81). Pero Felipe V, receloso de que la ignorancia en que se mantenía a los indígenas obedeciese a móviles poco rectos, reiteró por Real cédula de 28 de Diciembre de 1743 la ley de la Recopilación, para que se enseñase a todos a hablar el castellano, disposición que nunca fue cumplida. (82)
Establecieron también hospitales en que hombres y mujeres eran esmeradamente asistidos por indios educados especialmente para esta función. Mas no parece que podían ir a él cuantos lo quisieran, pues había enfermos que guardaban cama en su casa, recibiendo limosna de comida de los depósitos comunes, cosa que a veces, por desgracia, se omitía. (83) Crearon además ciertos establecimientos, llamados casas de refugio, en donde estaban recluidos los enfermos habituales no contagiosos, los viejos y los inútiles, las viudas y huérfanos, y las mujeres de mala vida ó aquéllas que, no teniendo hijos que criar y siendo sospechadas de flacas, se ausentaban sus maridos por largo tiempo. En estas casas vivían todos cuidadosamente atendidos a expensas de la comunidad; pero no por eso libres de trabajo, pues a cada cual se le encomendaba el que era compatible con su salud, con sus fuerzas y con su capacidad, y así compensaban casi siempre con exceso lo que en ellos era empleado. (84)
Tanto como en lo económico, eran los jesuitas independientes en lo político y en lo civil de toda autoridad que no perteneciese a su Orden. Cierto que para el nombramiento de los curas de cada doctrina estaba estatuido, por Real cédula de 15 de Junio de 1654, que el Superior presentase al gobernador una terna para que de ella los eligiera (85), y que además esta elección debía ser sancionada por el Obispo: pero tal facultad no la ejercitaba nunca ni uno ni otro, y el real patronato, con tanta amplitud concedido a los Reyes de España, y con la misma delegado en sus gobernadores, fue siempre letra muerta en tratándose de los intereses de la poderosa Compañía. Cierto que era deber, y consiguientemente derecho de los gobernadores y obispos, el visitar las reducciones para informarse é informar a la Corte de su estado y reparar los desafueros de que pudieran ser víctimas los indígenas, de cuya suerte se mostraba tan compadecida, y celosa y previsora la legislación española; pero esas visitas, y no ciertamente porque no haya habido quienes pusiesen vivísimo empeño en hacerlas (86), no se llevaron a efecto nunca, sino cuando los jesuitas las querían ó las necesitaban para cubrirse con los informes favorables de los visitadores, y presentarlos como defensa contra las incesantes acusaciones a que daba motivo su conducta; y excusado es agregar que únicamente las permitían, si los que iban a efectuarlas eran devotos suyos, sujetos que por interés, por temor ó por gratitud habían de suscribir a cuanto los padres desearan. Cierto que los indios reconocían la soberanía del Rey de España y le pagaban un tributo ínfimo; pero como esa soberanía no se manifestaba en ninguna forma, ni había quien la invocase para ejercer ningún poder, para decretar ninguna pena, para hacer ningún acto de justicia; como los Padres no mostraban dependencia de más autoridad que la del Provincial de la Compañía de Jesús, y no recordaban en ninguno de sus actos que hubiese otra; como el nombre del Rey no se pronunciaba para nada, ni el de sus gobernadores y jueces seculares; como, por el contrario, éstos, en la única ocasión de las visitas, en que los indios podían conocerlos, más se mostraban con los Padres como quien tiene que respetar y que temer de ellos, que no como quien puede mandar é imponer castigo, los guaraníes misionistas se habituaron a no reconocer tampoco otro superior que sus curas y a preocuparse únicamente de tenerlos contentos y de realizar con ciega subordinación cuanto mandaban. (87)
Prueba también palmaria de la independencia de las Misiones, la organización del gobierno interior de sus pueblos, sometido a una especie de municipalidad ó ayuntamiento, de elección popular y anua, cuyos miembros eran todos indios. Un corregidor, nombrado como lugarteniente por el gobernador en cuya jurisdicción caía el pueblo, estaba investido de la facultad de aprobar ó desaprobar estos nombramientos; pero nunca hacía uso de su prerrogativa en otro sentido que el deseado por los Padres (88). Fácil es formar idea del grado de espontaneidad que estas elecciones tendrían con saber que los votos no hubiesen recaído jamás en persona sospechosa para los doctrineros (89); que éstos sólo daban la muy escasa educación requerida para desempeñar tales puestos, a un número reducidísimo de indios, el estrictamente preciso, quienes estaban en sus intereses completamente identificados con aquéllos, y demasiado bienquistos con su favorecida posición para exponerse a perderla, mostrando una estéril independencia, que sólo hubiera causado su desgracia. Así, aunque estos funcionarios tenían atribuciones propias ya señaladas, y facultad para disponer por sí en ciertos asuntos, nunca intentaban emplearla, y todos sus actos y decisiones obedecían completamente a las inspiraciones de sus curas (90).
De tal suerte constituían éstos la única administración de justicia y castigaban a su albedrío las faltas de los indios, imponiéndoles penas que variaban desde la penitencia pública hasta la más grave, excepto la de muerte (91). Era corriente la de azotes, aplicada con crueldad rayana en barbarie. Lo mismo se desnudaba para recibirlos al hombre que a la mujer, sin que las valiese a éstas la más avanzada preñez. Muchas abortaban ó perecían a consecuencia del brutal castigo; nadie lo recibía sin que su sangre tiñera el látigo ó saltaran sus carnes en pedazos, porque para hacerlo más doloroso se empleaba el cuero seco y duro y sin adobar (92). En ocasiones dejábase caer lacre ó brea hirviente sobre las carnes del reo; y para cerciorarse de que no había fraude en la aplicación de la pena, presenciábanla a veces los Padres, que tan dulcemente regían su amado rebaño (93).
Para conservar íntegro este régimen; para impedir que la más remota idea de que existiese un estado mejor y más justo penetrara entre los neófitos; para evitar que llegasen a la Corte otras noticias que las convenientes a sus intereses, y que el conocimiento exacto de lo que eran las reducciones acabase de echar por tierra su poder, tan rudamente combatido, los jesuitas encerraron a sus indios en el más riguroso aislamiento, y levantaron barreras infranqueables para los que quisieran visitar las reducciones. Con el falso pretexto de que el comercio de los españoles pervertía a los neófitos, los iniciaba en todo género de vicios y les hacía aborrecibles la religión cristiana y la sumisión al Monarca, así por lo mal que practicaban aquélla, como por la crueldad con que a los nuevos súbditos del Rey maltrataban, obtuvo la Compañía un rescripto [6] real prohibiendo a toda persona extraña («seculares de qualquier estado ó condicion que sean, Eclesiasticos ó Religiosos Españoles mestizos indios extraños ó negros ni a qualquiera otra persona que se componga de las referidas") entrar en las reducciones sin permiso del Provincial ó Superior ó permanecer en ellas más de tres días. No hay que decir que, si bien no le necesitaban los gobernadores y los Obispos, no por eso estaban para ellos menos cerradas las misiones, ni eran más dueños que los particulares de visitarlas a despecho de los jesuitas (94).
Y no creyendo el real rescripto garantía suficiente contra la posible intromisión de extraños en los dominios de su república, los Padres inspiraron a los guaraníes odio mortal contra los españoles paraguayos, sugiriéndoles especies horrorosas, acusándolos de crueldades y crímenes horribles y fomentando en los neófitos por este medio, en vez del cariño merecido por quienes conservaban al Rey aquellas tierras, gracias a una lucha no interrumpida contra los salvajes, costeada de su propio peculio, el deseo de la venganza, que no dejaron de satisfacer en cuanto pudieron (95).
Hicieron además de sus doctrinas verdaderas posiciones militares, cuyos habitantes todos estaban sujetos al servicio de las armas. Concedióles el uso de las de fuego, en cierta apurada ocasión, el gobernador D. Pedro Lugo de Navarra, que pronto se arrepintió de su ligereza. El Virrey Marqués de Mansera les mandó entregar luego 150, acuerdo que aprobó S. M. por Real cédula de 20 de Septiembre de 1649, y no hubo desde entonces forma de privarles de tan deseado privilegio. Algunas restricciones dictaba S. M. de vez en cuando, sabiamente aconsejado por los que veían el fin de los Padres perseguido; pero poco tardaban éstos en lograr que se revocasen. Así, autorizados por las leyes ó a despecho suyo, organizaron en milicias a todos sus neófitos; impusiéronles la obligación de hacer frecuentes ejercicios militares; escaramuzas en que a menudo era necesaria la intervención de los curas a fin de impedir colisiones sangrientas; ensayos de tiro al blanco, con premios señalados para los vencedores. «Hasta los niños, dice el Padre Xarque (96), forman sus Compañías, que goviernan moços de mas edad, para que sus divertimientos los aficionen desde sus tiernos años a no temer la guerra.» Estaban los pueblos rodeados de fosos y palizadas con centinelas y patrullas por las noches, y cuando su situación era ribereña, cuidaban también de policiar el río en numerosas canoas. Aun las danzas que enseñaban simulaban combates en los que los de cada bando se distinguían por el color del traje (97).
Para sustraer completamente a sus guaraníes a toda otra subordinación que no fuera la suya, trabajaron los jesuitas por obtener, y concluyeron por conseguirlo, que nada era imposible a su influencia, la abolición del servicio personal de los indios de cuatro de sus pueblos, que por ser de fundación exclusivamente española estaban sujetos a encomiendas. Nadie podrá negar que eran poderosas, poderosísimas las razones invocadas en la demanda; pero nadie negará tampoco que los resultados distaron mucho de redundar en beneficio de los indígenas, que mediante el triunfo de los Padres salieron de una servidumbre temporal, y las más veces muy suave, para entrar en una servidumbre perpetua y ser sujetados a trabajos eternos, sin los alientos que presta la esperanza de sobresalir de lo vulgar por los esfuerzos propios y de ser amo exclusivo del fruto de su ingenio ó de sus fatigas.
Mas por mucho que los hijos de Loyola invocasen respetables sentimientos de humanidad en esta campaña, hay razones para dudar de que fuese el desinteresado amor de la justicia y no el codicioso afán de aumentar sus provechos el que los alentaba, que no son muy abundantes y decisivas razones las que pueden invocarse para afirmar que era preferible a la suerte de los indios encomendados la suerte de los indios misionistas (98). Pero sea, como los Padres dijeron, por los impulsos de su caridad cristiana; sea porque vieran con disgusto cómo periódicamente los neófitos de ciertos pueblos suyos de fundación española abandonaban sus reducciones para ir a pagar el tributo de su trabajo y cultivar las tierras de los hispano-paraguayos, y producir artículos que hacían competencia, bien que desventajosísima, al comercio de la Compañía: por unas ó por otras consideraciones, los jesuitas no descansaron hasta lograr, en 1631 (99), que fuesen libertados del servicio personal los guaraníes de ellos dependientes, con cargo de pagar un tributo compensativo. El Virrey del Perú, Conde de Salvatierra, lo fijó en 1649 en un peso de ocho reales por cada indio de los obligados a encomienda; mas no hubo forma de cobrarlo, porque, siquiera pasivamente, lo resistieron los Padres. El Gobernador del Paraguay, D. Juan Blásquez de Valverde, informó en 22 de Marzo de 1658 a S. M. que los pueblos sujetos a la contribución eran 19, y que se mostraban los Padres dispuestos a abonarla; pero que suplicaban fuesen eximidos de ella los fiscales ó celadores, los cantores y otros; mas declaró también Blásquez – y cuenta que se mostró grande amigo de la Compañía – que todas sus gestiones para que desde luego empezara a cumplirse la provisión del Virrey habían sido ineficaces. Dictó entonces S. M. la Real cédula de 16 de Diciembre de 166I, incorporando los indios en la Corona y disponiendo que durante seis años, todos los que tuviesen desde catorce hasta cincuenta pagaran, sin otra excepción que los caciques y sus primogénitos, los sacristanes y corregidores y demás oficiales que por ordenanzas de la Provincia tengan franquicia de tributo, el de un peso de ocho reales por año. (100) Fijóse el número de tributarios, por cédula de 27 de Junio de 1665, en 9.000. (101)
Tampoco tuvo efecto esta nueva disposición hasta el año de 1666, en que con muy mala voluntad empezó la exacción del impuesto; y como estuviera ya cerca el término de los seis años, no descansaron los jesuitas en sus trabajos para conseguir que no fuese el cupo alterado. El P. Ricardo suplicaba al Obispo: «Apretado, decía, de su mucha pobreza, y extrema necessidad, como su desnudez publica, y manifiesta en las vissitas que como Superior he hecho en estos Pueblos... se digne de representar a Su Magestad y a su Real Consejo de Indias la Impossibilidad, a que su pobreza, y miseria los reduze, para rendir mas crecido tributo, como quisieran a sus Reales piés...
«La pobreza de los Indios, añadía, en el Parana, y Uruguay es tanta, que no tienen en las chosas, que habitan fuera del precisso vestido para cubrir con alguna dezencia el cuerpo, alhaja que valga dos pessos; las cosechas para su corto sustento rara vez les alcanzan al año, de modo que si con entrañas de Padres no reservaran los Curas algunos frutos para socorrer los necessitados, los mas de ellos se dividieran por los montes, y Rios para buscar que comer...(102).»
No se aumentó la cuantía de la capitación, porque los jesuitas eran en aquellos tiempos omnipotentes y se creía muy justo que sus indios pagaran únicamente un peso, mientras todos los demás de América pagaban cinco. Sólo se elevó a 10.440 el número de tributarios en 1677 (103), y a 10.505 por Real cédula de 2 de Noviembre de 1679 (104), y se confirmó a los habitantes de los tres pueblos más cercanos al Paraguay (calculados en 1.000 tributarios) la concesión de que satisficieran su cuota en el lienzo por ellos fabricado, computándoseles a un peso la vara, lo cual valía tanto como reducírsela a una mitad (105).
El total del impuesto quedó así definitivamente fijado; porque siquiera la población de las doctrinas creciese diariamente, no fue nunca posible renovar el primer empadronamiento de Ibáñez. Este encontró en los veintidós pueblos entonces existentes 58.118 personas de todos sexos y edades y 14.437 tributarios, que, hecha la deducción de los exceptuados, se rebajaron a 10.505 (106). Aumentaron los pueblos jesuíticos hasta el número de treinta y tres; pasaron sus habitantes de 100.000, según confesión de los mismos religiosos; mas por algo que no es posible explicar satisfactoriamente, el incremento de la población no agregó un solo tributario más a los que la tasa primitiva señalaba. (107) Sobrabale razón al consejero Alvarez Abreu, cuando se maravillaba de que los jesuitas «no solo se hayan excusado y resistido a la numeracion de los pueblos, tantas veces encargada por S. M., sino es también el que los Obispos no hayan podido tener la noticia de las almas de su Grey por otro medio que por el de los propios Padres, y lo mismo los governadores. (108)
«Con que theologia se podrá sobtener, el que haviendo aumentadose los tributarios desde el año de 1677 en que se regularon en 10 D 440 hasta 24 ó 30 D en que al presente se computan; no hayan los Padres puesto en las cajas, un Real mas que quando eran 17 solamente los Pueblos y 10 D 440 los tributarios, subrogandose en lugar del Soberano para percivir, y retener la diferencia notada, en cuya percepcion no parece se puede dudar, segun lo que el Ministro expresa y va subrrayado al fin del 1º y 2º punto por confesion del mismo Padre Provincial». (109)
Y aunque nada más cabía desear en punto a complacencia, tratándose de un impuesto que importaba señaladísimo favor, todavía el admirablemente desenvuelto sentido económico de los jesuitas halló el medio de eludirle, consiguiendo que del importe de esta renta se pagase el sínodo de los curas de las reducciones (110), y por tal manera, al liquidarla, casi siempre salía deudor el Real erario, circunstancia que proporcionó a los jesuitas muchas ocasiones de dar patentes pruebas de su desprendimiento, condonando las diferencias que en favor suyo resultaban.
Esta y otra de cien pesos por cada pueblo en concepto de diezmos, fueron las únicas contribuciones que, siquiera aparentemente, menoscababan las pingües utilidades obtenidas por la Compañía en sus reducciones del Paraguay. Era su comercio considerable, mayor que el de todo el resto de la provincia; sus posesiones inmensas, como que las mejores tierras del Paraguay la pertenecían; sus haciendas las más pobladas y productivas, y cada vez más prósperas, a pesar de vender continuamente considerable cantidad de animales; sus cosechas óptimas, suficientes para alimentar a todos los habitantes de los pueblos y para exportar al exterior grandes cargamentos de mercancías. Pero ni las rentas del Rey ni las de la Iglesia participaban en estos cuantiosos beneficios, porque los jesuitas estaban exentos de diezmos, derechos de navegación, impuestos, alcabalas, tributos, sisas y cuantas gabelas pesaban sobre los demás productores, por virtud de privilegios pontificios, confirmados por varias Reales cédulas (111); y aunque estos privilegios sólo se referían a lo que les fuese « necesario vender para su sustento, conservación de sus iglesias y casas, por no tener otras rentas» y a los géneros que compraban, por no darse en el Paraguay, los jesuitas se ampararon en ellos para eludir en todos sus negocios el pago de las contribuciones, con notorio y grande menoscabo del Real Tesoro, y con no menos grande perjuicio del comercio de la provincia, cuyos intereses, lejos de estar con el de los jesuitas identificados, éranle completamente opuestos.
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Fuente:
EL COMUNISMO DE LAS MISIONES
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Autor: BLAS GARAY
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ASUNCIÓN DEL PARAGUAY . Año 1921
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LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN EL PARAGUAY
Autor: BLAS GARAY
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