EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS
Autor: BLAS GARAY
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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SUMARIO: Tratado de límites de 1750 entre España y Portugal.– Manejos de los doctrineros para impedir su ejecución.– Rebelión de los guaraníes que provocaron.– Complicidad del confesor de S. M. con los jesuitas.– Campaña emprendida contra los rebeldes por los ejércitos combinados de España y Portugal.– Derrota de los guaraníes.– Desgracia en que cae la Compañía por estos sucesos.– Circunstancias adversas que a ellos se agregan.– Expulsión de la Orden de Portugal y Francia.– Decreto de extrañamiento de los dominios españoles.– Su pacífica ejecución.– Nuevo régimen á que fueron sometidas las doctrinas.– Su decadencia y causas de ella.– Originalidad del gobierno establecido en sus Misiones por los jesuitas: error de MM. Raynal y Laveleye.
EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS
El 13 de Enero de 1750 los plenipotenciarios de España y Portugal subscribieron en Madrid un tratado que definía los dominios de ambas coronas en América y Asia. Firmólo por parte de España un honradísimo Ministro, D. José de Carvajal y Lancastre; mas fuera por ignorancia, fuera por ceder a la presión de la Reina, española de adopción, portuguesa de corazón tanto como de origen, que favoreció en cuanto pudo las pretensiones de su casa, es lo cierto que el nuevo tratado era mucho más lesivo para la integridad de las posesiones españolas en América que lo había sido ninguno de los anteriores, con haberlos engendrado a todos el olvido más completo ó el más completo abandono de los derechos de S. M. C.
Ejercía entonces el cargo de confesor del Rey un ilustre jesuita, el P. Rábago, con quien, como los más arduos negocios de Estado, se consultó el nuevo ajuste de límites, que también mereció su aprobación. Acaso una sola persona que formaba parte del Gobierno de Madrid, el ilustre Marqués de la Ensenada, supo y quiso oponerse al inaudito despojo en el tratado envuelto: presúmese que fue quien lo comunicó a Carlos III, a la sazón Rey de Nápoles, que se apresuró a protestar contra él por medio de su embajador en Madrid, invocando el menoscabo que experimentaba un imperio del cual era presunto heredero. El descubrimiento de esta infidelidad originó tal vez la caída del Marqués de la Ensenada. (112)
Pero si el tratado fue visto en la Metrópoli con indiferencia, no pasó lo mismo en América. Estipulábase en él que, a cambio de la colonia del Sacramento, situada en la margen septentrional del Río de la Plata, renunciada por Portugal, que la tenía usurpada, en favor de España, ésta cedería a aquél un vasto territorio en el Uruguay, y en él comprendidos siete pueblos de las Misiones, situados en la banda oriental del río de este mismo nombre, cuyos habitantes, con sus bienes y doctrineros, transportaríanse a tierras del dominio castellano. (113)
Mas tan pronto como se percataron los jesuitas del cambio convenido, pusieron el grito en el cielo, clamando contra la inicua crueldad que implicaba la obligatoria transmigración de los guaraníes, condenados a perecer de dolor al abandonar la tierra en que nacieran. (114) Justo era el reparo, mas no para hecho por quienes en varias ocasiones habían obligado a otros pobres indios a trasladarse, mal de su grado, a sitios distantes ciento ó más leguas del lugar en que vieron por primera vez la luz del sol. (115)
Apresuráronse los jesuitas a oponer todos los obstáculos que estaban a su alcance a la ejecución del tratado: movieron contra él a todos los obispos, gobernadores, cabildos y aun a la Audiencia de Charcas, y abrumaron con sus extensas representaciones al Virrey del Perú y a S. M. (116).
A principios de 1752 arribó a Buenos Aires el Marqués de Valdelirios, Comisario real de parte de España, para llevar a cabo el señalamiento de límites. El Padre General de la Compañía envió también, con plenos poderes suyos para reducir a los curas a ejecutar pacíficamente la entrega, al Padre Luis Altamirano, Comisario de las tres provincias del Perú, Paraguay y Quito. Mas no por eso cejaron los doctrineros, alentados en su resistencia por su Provincial el Padre Barreda. Apenas llegado Valdelirios a Buenos Aires vióse también cubierto de papeles contra el tratado, y hubo de resignarse a perezosas negociaciones con el Provincial, que deseaba dar largas al asunto, confiado en que, gracias al valimiento que gozaba la Orden en la Corte, obtendríase pronto la anulación del leonino pacto. Al mismo propósito respondió la suspensión de la entrega de los pueblos, conseguida de ambos Monarcas, con pretexto de necesitar los neófitos tiempo para coger sus cosechas y hacer con más espacio su traslación.
Cansado de estos manejos el Marqués de Valdelirios, dio principio a la demarcación por Castillos, en la Banda Oriental, y requirió al P. Altamirano a que hiciera uso de su autoridad para traer a razón a los Padres, cuya rebeldía claramente iba descubriéndose. Hízolo así Altamirano; mas luego tuvo que huir precipitadamente de Santo Tomé, a donde se trasladara, a Buenos Aires, amenazado de muerte por seiscientos indígenas que se levantaron en armas al mando del cacique Sepé; y los demarcadores fueron también forzados a suspender su trabajo y regresar de Santa Tecla, ante la resuelta oposición armada que encontraron.
Ya entonces no quedó duda de que fuesen los Padres quienes los instigaban, siquiera siguiesen aparentando el más decidido propósito de respetar la voluntad del Rey y el sentimiento más hondo de ver cómo habían perdido todo prestigio sobre los indios por aconsejarles la obediencia, y cómo sus consejos y ruegos eran ineficaces para disuadirlos de apelar, si fuese necesario, al empleo de las armas para impedir la ejecución del tratado. A tal punto ha llegado, decían, la indignación de los neófitos, que aún sus curas tienen amenazadas las vidas por haber incurrido en su desconfianza, a fuer de leales vasallos de S. M. C.
El espíritu de cuerpo había, mientras tanto, ganado para la causa de los que comenzaban a ser rebeldes a su Rey, al Padre Rábago, quien al remitir en 1752 al Ministro Carvajal un Memorial del Obispo de Buenos Aires y otros documentos contra el tratado, le decía: «... He estado sobre este negocio muy atribulado por aquella pequeña parte que pude tener en aprobar lo que no entendía. Agrávase mi pena con esa carta que tuve, algunos dias há, de aquel Obispo, de que no dí cuenta. No obstante, yo siento mucho recelo deste tratado, porque las razones que contra él alegan los que están á la vista me hacen fuerza, y mucho más el que ninguno de tantos, que yo sepa, de los que están allá deja de reprobarle como pernicioso al Rey. Y aquí entra el buen nombre de V. E., aventurado a la posteridad. La materia es obscura; los efectos inciertos, y Dios sobre todo... V. E. abra la boca, que el Amo abrirá la mano, y no tema» (117).
No podía el confesor de S. M. ser más explícito dirigiéndose al Ministro signatario del tratado, en que tenía, con efecto, estrechísimamente comprometida su honra (118). El fuera suficiente para que sin remisión le condenara la historia, si por ese único dato hubiera de juzgársele. Pero lo que no era dable decirlo al plenipotenciario español, podía decirse sin recelo ninguno al hermano, y no quiso el P. Rábago guardarse las palabras en el pecho. Escribió, pues, al Padre Barreda algo que, por desgracia, solamente conocemos por referencias, pero referencias autorizadísimas (119); algo que era la más franca excitación a la rebeldía. Contestándolo a 2 de Agosto de 1753, decía el P. Barreda al P, Rábago: «Con singular providencia de Dios nuestro Señor acabo de recivir una carta de V. R., pues ha llegado en circunstancia de hallarse el negocio de la entrega de los siete Pueblos de Missiones en el vltimo termino de la ruina, que desde el principio teniamos como probable, y ya la estamos tocando como cierta; lo que reconocerá V. R. por el tanto que remito con esta de vn Memorial, que havia remitido a Buenos Ayres, para que se presentase al Comissario Marqués de Valdelyrios (120), en que constan todas las verdaderas diligencias que han ejecutado los Padres Missioneros en prueba de su obediencia y lealtad al Rey nuestro Señor, y no menos de su desinterés, haviendo ya renunciado ante el Vice Patron y Señor Obispo los pueblos rebeldes, y determinado saliessen de ellos los Padres para satisfacer a Su Magestad; pero como para la ejecucion de este doloroso medio se han atravesado otros no menores riesgos, y sobre todo la gloria de Dios, por la que debiamos embarazar en el modo posible a nuestras fuerzas la perdicion ya cierta de tantas almas, que con la salida de los Padres, y aun sin ella con solo la violencia de las armas sin duda apostatarán de la Fé..., me pareció, que... debia apelar de la determinacion de la guerra que se estaba aprontando, a la piedad de nuestro soberano, y no menos a la del Fidelissimo de Portugal..., determinacion, a que solo me movió el zelo de aquellas pobres almas, y el justo temor, de que estando a cargo de esta Provincia, me pediria Dios cuenta de ellas, si en tan cierto riesgo no ponia todos los medios que no podia prohibir la obediencia, para su reposo; pues como V. R. me enseña con mucho consuelo de mi temor, en semejantes peligros no estamos obligados ni aun podemos cooperar licitamente, aunque lluevan Ordenes, preceptos, y aun Excomuniones... ». (121)
Tan poderoso apoyo afirmó a los jesuitas en su resolución de resistir. De nada sirvieron las exhortaciones a la obediencia que les dirigía el P. Luis Altamirano, quien se quejaba en estos términos al P. Rábago de la soberbia de sus hermanos:
«Estos Padres especialmente los estrangeros, no acaban de persuadirse, ni quieren por sus intereses particulares, que el tratado tenga efecto. Fiados en la piedad del Rey, quieren obligarle con ella, a que no haga su voluntad, y a que falte a su palabra.
«Se lisongean que será assi por la eficaz mediacion de Vuestra Reverencia por las muchas representaciones que han hecho; y porque al mismo fin han conmovido a toda esta America, para que las Ciudades y Obispos escrivan y levanten el grito contra el Tratado, que dichos Padres califican de notoriamente injusto, y contrario a todas las leyes divinas y humanas.
«..... De este errado sentir son todos: como tambien que no obligan (y es consiguiente necesario) los preceptos de N. P. G. y mucho menos los mios...
«.... Yo como que son mis Hermanos trabajo sin cesar por taparlos para con el Rey, y estos sus comisarios; pero en vano; porque no dan paso aqui que no sea para nuestra deshonra y mia...». (122)
No fueron más eficaces las enérgicas disposiciones por el P. Altamirano adoptadas para reducir a los jesuitas; y convencidos los dos comisarios, el Marqués de Valdelirios y Gómez Freire, que era inevitable el empleo de las armas para hacer cumplir la voluntad de SS. MM., pusieron e de acuerdo para proceder contra los rebelados. Los comienzos de la campaña no fueron felices: el general portugués, constantemente hostilizado desde que entró en el territorio de las Misiones, hubo de aceptar en 16 de Noviembre de 1754 una tregua mientras llegaba nueva determinación del Rey de España, comprometiéndose a guardar entre tanto sus posiciones sin intentar avanzar. (123) El ejército español, mandado por el gobernador de Buenos Aires, Andonaegui, había retrocedido el primero, abrumado por la gran superioridad numérica del enemigo.
Ya se deja presumir lo que el Gobierno de Madrid contestaría. Valdelirios decía a Freire en 9 de Febrero de 1756: «En la carta de oficio que escribo a V. Excellencia verá que Su Magestad ha descubierto, y asseguradose que los Jesuitas de esta Provincia son la causa total de la rebeldía de los Indios. Y a mas de las providencias, que digo en ella haber tomado, dispidiendo a su confesor (124), y mandando que se embien mil hombres; me ha escripto una carta (propia de un Soberano) para que yó exhorte al Provincial hechandole en cara el delito de infidelidad; y diciendole, que si luego no entrega los pueblos pacíficamente sin que se derrame una gota de sangre, tendrá Su Magestad esta prueba mas relevante; procederá contra el y los demas Padres por todas las Leyes de los derechos, Canonico y Civil; los tratará como Reos de lesa Magestad; y los hará responsables a Dios de todas las vidas inocentes que se sacrificassen...». (125) En parecidos términos se produjo la corte de Lisboa. (126)
Antes de recibir estas órdenes habían ya acordado los Comisarios reanudar las operaciones de guerra. Reunidos ambos ejércitos en San Antonio el 16 de Enero de 1756, emprendieron nuevamente la marcha contra los guaraníes el 1º de Febrero. Breve y de pocas dificultades fue esta segunda campaña: muerto el cacique Sepe, jefe de los rebeldes, en una sorpresa en la noche del 7 del citado mes, reemplazóle el célebre Nicolás Nenguiru (127), que sufrió en Kaybate [7] una primera derrota, dejando ciento cincuenta prisioneros y en el campo seiscientos muertos, seis banderas, ocho cañones y armas de todas clases. El 10 de Mayo, cerca ya de San Miguel, experimentó nuevo contraste, con el cual puede decirse que terminó la campaña, pues si bien continuaron los guaraníes oponiendo alguna resistencia, no se llegó a empeñar ninguna acción. Con esta guerra se inicia la decadencia de las Misiones.
Gran trabajo hanse impuesto los jesuitas para descargarse de la responsabilidad gravísima que por ella les toca; pero el éxito no ha correspondido a la magnitud del esfuerzo. La corte de Madrid no se llamó por un solo momento a engaño en punto a discernir la responsabilidad que los curas y los indios tenían en tan deplorables acaecimientos: sabíase perfectamente bien que éstos nunca pensaron ni ejecutaron lo que aquéllos no les enseñasen, y que si los Padres hubieran querido que la cesión se efectuase sin resistencia, habríase sin resistencia efectuado. La rebelión de los dóciles guaraníes sólo de un modo podía ser explicada: como fruto de las instigaciones de sus doctrineros, quienes no veían con gusto pacto tan oneroso, no por lo que a España afectaba, por lo que perjudicaba a sus propios intereses. Los mismos jesuitas, como sucede con la correspondencia de Rábago y Barreda y de Altamirano y Rábago, confiesan tácitamente que ellos movieron a los indios: así se deduce de los diarios de otros dos personajes de la Orden, Henis y Escandón; así lo dijeron también los indios tomados prisioneros (128), y así lo declararon judicialmente, cuando se vieron libres de la presión de los Padres, quienes tuvieron parte principalísima en estos sucesos (129). Tal es igualmente la opinión de muchos contemporáneos que ejercían autoridad (130), y de personas imparciales y muy versadas en este punto de la historia del Paraguay (131).
El gabinete español vio aquella mano que tanto afanoso empeño ponía en esconderse. En 28 de Diciembre de 1754 escribía a Valdelirios el nuevo Ministro, D. Ricardo Wal, que no era difícil creer que los indios fuesen a los asaltos conducidos por sus misioneros, como ellos mismos confesaban (132); y esta convicción se tradujo en las instrucciones que dio a D. Pedro de Cevallos, nombrado Gobernador de Buenos Aires, con especial encargo de someter a los sublevados.
«..... La guerra, dice, es inevitable y precisa, porque apercibido el Padre Provincial con espresiones tan graves y eficaces como las del exorto que a este fin le despachó el marqués de Valdelirios, dió una respuesta impertinente y afirmó que no podía hacer nada, sin tomar en boca a los subditos suios que estan con los Indios pareciendole sin duda que era bastante la anticipada satisfaccion de que los indios no los dexaban salir como decian cuando se les hizo cargo de que no desamparaban las Misiones.
«Aun es mucho mas notable que el Padre General haia prorrogado en su oficio a ese Provincial Josef de Barreda, sin duda porque ha observado como todos la gallarda defensa que hace de sus Misiones en paz y en guerra. Ello es cierto que semejantes prorrogas se hacen muy pocas veces y solamente quando hai algun negocio tan grave como ese del Paraguay y no se halla otra mano que pueda fenecer la labor empezada con igual constancia y artificio.
«Pero aunque la tal prorroga del Provincial no se considere necesidad sino premio, es constante que es el acto mas señalado de gratitud y aprobacion de su conducta que le pudo dar el superior gobierno de Roma y de qualquier modo ha de inferir V. E. que esa resistencia se executa con aprobacion y consejo de toda la Compañia como se lo dijo antes el Sr. D. Joseph de Carvajal al Padre Luis Altamirano.
«Bajo de este concepto comprehenderá. V. E. que el remedio consiste unicamente en el manejo del hierro y del fuego sin que sean bastantes las amenazas; ni hai que esperar el cumplimiento de ninguna promesa, ni se deben admitir nuevas proposiciones, ya sea con pretexto de persuadir otra vez a los Indios ó con otro qualquiera... No se fiara V. E. de palabras, aun afianzadas con juramentos porque se saldran de la obligacion con pretexto de la inconstancia de los Indios como lo hicieron antes...»
«Es mui notable la complicacion de manifestarse sabidores de quanto pasaba alla dentro, conducente a excusar a sus hermanos, y suponer al mismo tiempo que los Indios tenian estrechamente cerrada la comunicacion para que no supiesen nada conveniente al servicio del Rey». (133)
A la lesión irreparable que al favor de la Compañía causó la conducta de los misioneros del Paraguay, sumóse el efecto de quejas en Europa mismo y ante sus Cortes y sus pueblos formuladas por los vejados de la soberbia Sociedad, quien, con ser para ella tan críticos los momentos, continuaba imaginándose árbitra y soberana de todas las voluntades, y ya que no fuera capaz de perdonar a sus enemigos, no se contentaba con esperar sus ataques para responderlos, sino que solicitaba ella misma el combate con ardor inusitado, y harta de reñirlos con las personas, dirigíase contra los más respetables institutos.
Era de antiguo abolengo la ojeriza con que los jesuitas miraban a las otras Ordenes religiosas que, siquiera en desigual proporción, compartían con ellos el favor de los Gobiernos y de las personas piadosas. De ahí las agrias cuestiones con que a menudo escandalizó al mundo de los creyentes. En estos últimos años a que me refiero, habían provocado otra ruidosísima a propósito de la inclusión de las discutidas obras del Cardenal Noris en el Index, violando los trámites establecidos, y lo que es peor, atropellando el fallo de varios Pontífices y desconociendo la autoridad del que reclamó de este acto arbitrario. (134)
La combinación de todas estas circunstancias había causado tanto daño a la Compañía, que no pudo escapar a la penetración de muchos su cercana ruina, y costó trabajo grande hacer aceptar del P. Ricci el Generalato, vacante por fallecimiento del Padre Retz. Los tiempos cambiaban, y trocábanse de dichosos y bonancibles en momentos de dura prueba, secuela obligada de toda arbitraria dominación: en Francia, la indignación pública por el atentado de Damiens, provocada no contenida aún, y en gran predicamento las ideas de los enciclopedistas; en Portugal, la ira popular, también desbordada contra los jesuitas, entre otros motivos por los sucesos del Paraguay, y participando de ella los Ministros; en España, alejados del real confesionario; el Rey hipocondríaco relegado en Villaviciosa por la perturbación de sus facultades; todo el poder en manos de sus Secretarios, y Carlos III, con un pie en el estribo para ir a tomar posesión de la herencia de su hermano, animado también de la prevención que contra la Sociedad le inspiró su Secretario Tanucci. (135)
El primer estallido de la tempestad fue el nombramiento del Cardenal Saldanha como Visitador apostólico y Reformador en los reinos portugueses, medida contra la que ruidosamente protestaron los jesuitas. Poco después veíanse expulsados de los dominios de esta Corona y de los de Francia; y cuanto a España, lejos de mejorar su posición en ella, iba cada vez empeorándose más, a tal punto, que el P. Ricci pensó en renunciar al Generalato, a fin de que no ocurriese bajo su gobierno el terrible derrumbamiento total. (136)
Sin embargo, éste hízose esperar en España. Todavía en 1766 otorgaba S. M. permiso para que una misión de ochenta religiosos, inclusos los correspondientes coadjutores, pasase a América a costa del Real Tesoro. (137) Acaso esto reanimó algún tanto a los alarmados discípulos de Loyola, viendo en la concesión significativa merced; pero sus poderosos enemigos no cejaron en su porfía. Pronto circuló en América el rumor de que se tramaba contra la orgullosa Orden un golpe formidable; pero como coincidiese con halagüeñas noticias llegadas de España (138), fue segunda vez desechado, y descansaban los jesuitas de Buenos Aires en la confianza de que su por tanto tiempo inconmovible influjo estaba próximo a restablecerse por completo, cuando les sorprendió la orden de extrañamiento.
Habíase decidido al cabo el Rey a adoptar esta extrema medida, y el 27 de Febrero de 1767 dictó un decreto expulsando a los religiosos de la Compañía de Jesús de todos sus dominios, y ocupando sus temporalidades, archivos, papeles y libros. El más impenetrable secreto cubrió todas las providencias del extrañamiento, y el Conde de Aranda, a quien fue la ejecución cometida, comunicó la orden con minuciosas instrucciones, en pliego reservado, con encargo estrechísimo de no abrirle hasta día fijo, ni siquiera dejar traslucir que había sido recibido.
Era entonces Gobernador de Buenos Aires D. Francisco Bucareli y Ursúa, quien, no obstante lo arduo del empeño y la escasez en que se halló de fuerzas y de recursos y de personas en quien fiar (139), supo llevarle a feliz remate sin tropiezo alguno, y sacar, de Buenos Aires primero, y luego de las Misiones del Paraná y del Uruguay, a donde fue personalmente, a todos los jesuitas que en ellas existían. (140)
No procedió con el mismo celo D. Carlos Morphi, Gobernador del Paraguay, protegido de la Compañía y fiel servidor suyo. (141) Lejos de apoderarse, como especialmente se le recomendó, de sus papeles, la permitió y aun ayudó a hacer desaparecer los que no la convenía que se conociesen, por lo cual fue procesado y después separado del mando y llamado a España (142). Con todo, tampoco ofreció en el Paraguay dificultades la expulsión, aunque al comunicar que la había ejecutado, dijese Morphi que fue menester que adoptara grandes precauciones, por el amor y sumisión que los indios tenían a sus doctrineros. (143)
Los temores de que los Padres hiciesen armas contra el decreto de extrañamiento, no se realizaron, tal vez por la habilidad con que fueron tomadas todas las disposiciones y la energía con que se cumplieron; tal vez porque la experiencia de la reciente guerra los convenciera de la imposibilidad de que saliesen con bien en tan expuesta aventura, ó tal vez porque estuvieran persuadidos de que los indios, que antes combatieron porque algo suyo defendían, no querrían, en la ocasión presente, marchar contra los que venían a libertarlos de una pesadísima tutela, más que tutela, esclavitud. Que ya habían empezado a comprender los guaraníes la realidad de su estado y a murmurar de él, bien se ve por las cartas de los Provinciales en la parte en que las hemos conocido; y lo demuestran aún más claramente las manifestaciones de gratitud de los misionistas por el extrañamiento (144), aunque no ganasen mucho en libertad con el nuevo régimen.
Con efecto, poco cambió el de las reducciones: el poder, concentrado antes en manos de sus curas, dividióse entre los distintos funcionarios que se establecieron, quedando a cargo de los religiosos únicamente lo espiritual. Continuaron los guaraníes sujetos al régimen comunal (145), siquiera pudiesen emplear mejor en su provecho los días que se les asignaban; pero distaban siempre de trabajar sólo para sí mismos. El mal subsistió, bien que atenuado, y de igual modo subsistieron las reglas fundamentales del gobierno jesuítico durante muchísimos años, durante tres cuartos de siglo. Ni mejoró la suerte de los indígenas ni aumentaron las rentas de la Corona, para la cual siguieron estos pueblos siendo tan improductivos como antes (146). Y es que los jesuitas los administraban con el celo y con el cariño, si vale la palabra, con que se explota una posesión valiosa eternamente vinculada en la familia, destinada a ser transmitida a los sucesores, y más importante cada día, porque cada día mejoraba. Dueños únicos del rendimiento que las reducciones daban; consagrados todos sus sentidos a fomentarlas; instruidos por la experiencia de tantos y tantos años como llevaban rigiéndolas; inteligentes y hábiles en el trato del indio; enseñado éste a respetarlos, a mirarlos como a soberanos infalibles y a cumplir sin hesitación todas sus órdenes, el resultado de los desvelos de los curas correspondía siempre a la dichosa combinación de tan favorables circunstancias. No así los administradores seculares y los gobernadores, que, nombrados por tiempo limitado y corto, procuraban sacar en él todo el provecho que pudiesen para sí mismos, y dirigían sus esfuerzos a fomentar su riqueza propia, aun en detrimento, como acontecía siempre, de la prosperidad de los pueblos confiados a su celo y a su honradez. Miraban el empleo como medio de hacer fortuna, no como ocasión de servir a su patria y a su Rey, y la hacían, ó cuando menos ponían todo lo que se puede poner para hacerla. Y como además de defraudar a los pueblos no desplegaban en administrarlos el mismo celo porque produjeran mucho, que tenían los doctrineros; como carecían del estímulo del interés personal, en los jesuitas identificado con el de las reducciones, y en sus sucesores distinto, y hasta puede decirse que contrario; como no tenían ni la secular experiencia de aquéllos, ni su actividad y su acierto, ni el tradicional respeto, casi devoción, de los indios, y además habían éstos, con el trato y el conocimiento de lo que en los pueblos no misioneros ocurría, comprendido la esclavitud en que eran tenidos y no los constreñía ya al trabajo el temor del ineludible y severo castigo, que antes era acicate poderoso a su voluntad, las antiguas misiones decayeron rapidísimamente, con gran contentamiento de los secuaces de la Compañía, que hallaban argumento tan fuerte en favor de sus ideas, achacando a lo irreemplazable del gobierno de los Padres lo que nacía del poco celo y de la mucha y muy criminal codicia de los nuevos administradores. Paralelo con esta decadencia fue el decrecimiento de la población.
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¿El sistema por los jesuitas desarrollado en sus Misiones del Paraguay era creación suya original, ó una adaptación inteligente del que antes de la conquista tenían los guaraníes y los chiquitos, ó imitación del que establecieron los incas en el imperio peruano?
Un escritor insigne, en quien el talento no se dio unido con la imparcialidad, Monsieur Raynal, escribe a propósito de esta cuestión esto que sigue:
«Hacía un siglo que la América era presa de la devastación, cuando llevaron a ella los jesuitas la infatigable actividad que los ha hecho tan singularmente notables desde los comienzos de la Orden. No podían estos hombres emprendedores hacer que se levantasen de sus tumbas las víctimas numerosas que una ciega ferocidad había desgraciadamente arrojado en ellas; no podían arrancar de las entrañas de la tierra los tímidos indios, que la avaricia de los conquistadores les entregaba todos los días. Su tierna solicitud se dirigió hacia los salvajes, cuya vida errante los había sustraído hasta entonces al azote, a la tiranía. Su plan consistía en sacarlos de sus bosques y juntarlos en cuerpo de nación, pero lejos de los lugares habitados por los opresores del nuevo hemisferio. Un éxito más ó menos grande coronó sus propósitos en la California, entre los moxos, entre los Chiquitos, en el Amazonas y en algunas otras comarcas. Sin embargo, ninguna de estas instituciones alcanzó tanto esplendor como la que fue formada en el Paraguay, porque se la dió por base las máximas que siguieron los incas en el gobierno de su imperio y en sus conquistas» (147).
Funda M. Raynal ésta su aseveración en analogías en que, como dijo acertadamente un historiador, tiene mayor parte la fantasía que no la realidad de los hechos. Véanse si no los argumentos de M. Raynal condensados en este paralelo que de ambos regímenes hace en demostración de su tesis: los incas, dice, sólo apelaban a las armas para someter a los pueblos extraños, cuando habían agotado todos los medios de la persuasión; los jesuitas no contaban para nada con los ejércitos, y todos sus progresos los hicieron mediante sus predicaciones. Los incas imponían su culto por la impresión que en los sentidos causaba; a los sentidos se dirigieron también principalmente los jesuitas. «La división de las tierras en tres porciones, destinadas a los templos, a la comunidad y a los particulares; el trabajo para los huérfanos, los ancianos y los soldados; la recompensa de las buenas acciones; la inspección ó la censura de las costumbres; el ejercicio de la beneficencia; las fiestas alternadas con el trabajo; los ejercicios militares, la subordinación, las precauciones contra la ociosidad, el respeto de la religión y de las virtudes: todo lo que se admira en la legislación de los incas, se vuelve a encontrar en el Paraguay todavía llevado a mayor perfección.» Pero ni los jesuitas, por razón de su ministerio y por las que determinaron su llamamiento, podían apelar a otro medio de propaganda que el de la predicación de las ideas cristianas y de las excelencias de la vida civilizada; ni hay religión alguna que no trate de impresionar el ánimo por conducto de los sentidos y de realzar su magnificencia con la suntuosidad de las ceremonias; ni la división de las tierras y la educación militar fue obra de un momento, sino progresiva, y, por consiguiente, resultado de la experiencia ó de la necesidad, y no fruto de la asimilación de un sistema completo de gobierno; ni hay sociedad alguna en donde la beneficencia no trate de mejorar la suerte de los infortunados, que han de sus socorros menester para vivir, y en donde las costumbres no sean objeto de la vigilancia de la autoridad; ni culto que no exija el respeto de los que le profesan, ni se concibe sociedad colectiva que pueda subsistir, si todos sus individuos no son igualmente compelidos al trabajo. La semejanza, pues, que la organización incásica y la jesuítica presentan, parecida a la coincidencia de ideas y costumbres y tradiciones que se observa con frecuencia entre pueblos completamente distintos, sin relación ninguna mediata ni inmediata entre sí, puede probar únicamente que ambas se ajustaron en ciertas de sus determinaciones a los dictados eternos de la razón, de la justicia, y aun del sentido común y de la experiencia de la vida; pero no en manera alguna que entre ambas existiese la estrecha conexión del original y la copia.
M. de Laveleye, adoptando términos más razonables y más verosímiles desde ciertos puntos de vista, opina que la Compañía no hizo otra cosa que perfeccionar el sistema político-social que halló implantado entre los indios guaraníes y chiquitos. «Los libros de geografía que consideran, dice, las creaciones de los jesuitas como experiencias sociales, y las afirmaciones de los escritores católicos que quieren demostrar «el poder de la religión por su influencia sobre las tribus más groseras,» y que atribuyen al catolicismo el comunismo de los guaraníes y de los chiquitos, son poco dignos de fe. Los jesuitas, gracias a su perspicacia, comprendieron muy pronto cuán fácil les sería transformar en socialismo católico y cristiano la constitución agraria de los indios, y sus instituciones de las reducciones no son en realidad otra cosa que el desenvolvimiento de costumbres preexistentes». (148)
En qué fundamentos esté basada esta opinión, no lo dice; pero se sabe con toda la certeza compatible con la deplorada escasez de materiales y datos que a la historia precolonial de los guaraníes y chiquitos se refieren, que éstos no la abonan en manera alguna. Hay entre las costumbres originarias de aquellos indios y la organización de las reducciones, diferencias tan salientes que deponen de manera irrecusable contra el aserto de M. de Laveleye. La constitución agraria de que habla el ilustre sabio, no la hubo, porque si bien los guaraníes (y cuanto de ellos se diga es igualmente aplicable a los chiquitos), se dedicaron a la agricultura, el derecho exclusivo de propiedad sobre la tierra no era conocido, y cada cual podía cultivar la que quisiera. Esto aparte, los guaraníes vivían bajo un individualismo grande, radicalmente distinto de la organización exageradamente socialista de las Misiones. Lejos de ser la comunidad propietaria de cuanto en la tribu se producía y de proveer al sustento y a las demás necesidades de sus miembros, cada cual trabajaba para sí, era dueño de emplear el fruto de su fatiga como mejor lo quisiera, y no tenía derecho a esperar que le socorriesen, cuando no bastaba a satisfacer sus necesidades lo que con el esfuerzo propio adquiría. Hasta los hijos, una vez casados, se separaban de la familia paterna para constituir un núcleo aparte y distinto, cuya subsistencia corría a cargo del marido.
Cuanto al gobierno de los guaraníes primitivos, tampoco se puede pedir nada más opuesto al de los jesuitas: cada tribu constituía un organismo político independiente del resto de la nación y se regía por sí mismo. A su cabeza colocaba un cacique, investido de limitadas facultades, electivo y amovible, porque si bien el cacicado se transmitía con frecuencia de padres a hijos, cuando éstos por su valor, por su elocuencia ó por otros méritos se hacían dignos de él, se perdía también y pasaba a otra persona, cuando aquellas condiciones faltaban y la tribu acordaba la destitución en sus plebiscitos; de autoridad restringida, porque ni era por derecho propio el jefe militar de la tribu, el director de sus empresas guerreras, por ser este cargo también de elección popular para cada caso, ni podía disponer por sí en los asuntos de mayor entidad, reservados a una Asamblea compuesta de todos los jefes de familia, que diariamente celebraban sus acuerdos; funcionario que no se distinguía de los simples particulares por ningún atributo externo, ni tenía prerrogativas especiales, ni facultad de imponer contribuciones, limitándose la superioridad que sobre sus súbditos ejercía a poder hacerse rozar y sembrar sus campos y recoger la cosecha por ellos.
No existiendo, pues, razones para creer que los jesuitas hayan adaptado al gobierno de las doctrinas las leyes ó costumbres de los peruanos ó de los guaraníes y chiquitos, debemos pensar que la organización que he bosquejado fue invención deliberada y exclusiva de la Compañía, que no la desarrolló de una vez con toda la amplitud y relativa perfección que tenía en la época del extrañamiento, sino a medida que se lo aconsejaban la necesidad y la experiencia ó se lo consentían las circunstancias históricas.
El 13 de Enero de 1750 los plenipotenciarios de España y Portugal subscribieron en Madrid un tratado que definía los dominios de ambas coronas en América y Asia. Firmólo por parte de España un honradísimo Ministro, D. José de Carvajal y Lancastre; mas fuera por ignorancia, fuera por ceder a la presión de la Reina, española de adopción, portuguesa de corazón tanto como de origen, que favoreció en cuanto pudo las pretensiones de su casa, es lo cierto que el nuevo tratado era mucho más lesivo para la integridad de las posesiones españolas en América que lo había sido ninguno de los anteriores, con haberlos engendrado a todos el olvido más completo ó el más completo abandono de los derechos de S. M. C.
Ejercía entonces el cargo de confesor del Rey un ilustre jesuita, el P. Rábago, con quien, como los más arduos negocios de Estado, se consultó el nuevo ajuste de límites, que también mereció su aprobación. Acaso una sola persona que formaba parte del Gobierno de Madrid, el ilustre Marqués de la Ensenada, supo y quiso oponerse al inaudito despojo en el tratado envuelto: presúmese que fue quien lo comunicó a Carlos III, a la sazón Rey de Nápoles, que se apresuró a protestar contra él por medio de su embajador en Madrid, invocando el menoscabo que experimentaba un imperio del cual era presunto heredero. El descubrimiento de esta infidelidad originó tal vez la caída del Marqués de la Ensenada. (112)
Pero si el tratado fue visto en la Metrópoli con indiferencia, no pasó lo mismo en América. Estipulábase en él que, a cambio de la colonia del Sacramento, situada en la margen septentrional del Río de la Plata, renunciada por Portugal, que la tenía usurpada, en favor de España, ésta cedería a aquél un vasto territorio en el Uruguay, y en él comprendidos siete pueblos de las Misiones, situados en la banda oriental del río de este mismo nombre, cuyos habitantes, con sus bienes y doctrineros, transportaríanse a tierras del dominio castellano. (113)
Mas tan pronto como se percataron los jesuitas del cambio convenido, pusieron el grito en el cielo, clamando contra la inicua crueldad que implicaba la obligatoria transmigración de los guaraníes, condenados a perecer de dolor al abandonar la tierra en que nacieran. (114) Justo era el reparo, mas no para hecho por quienes en varias ocasiones habían obligado a otros pobres indios a trasladarse, mal de su grado, a sitios distantes ciento ó más leguas del lugar en que vieron por primera vez la luz del sol. (115)
Apresuráronse los jesuitas a oponer todos los obstáculos que estaban a su alcance a la ejecución del tratado: movieron contra él a todos los obispos, gobernadores, cabildos y aun a la Audiencia de Charcas, y abrumaron con sus extensas representaciones al Virrey del Perú y a S. M. (116).
A principios de 1752 arribó a Buenos Aires el Marqués de Valdelirios, Comisario real de parte de España, para llevar a cabo el señalamiento de límites. El Padre General de la Compañía envió también, con plenos poderes suyos para reducir a los curas a ejecutar pacíficamente la entrega, al Padre Luis Altamirano, Comisario de las tres provincias del Perú, Paraguay y Quito. Mas no por eso cejaron los doctrineros, alentados en su resistencia por su Provincial el Padre Barreda. Apenas llegado Valdelirios a Buenos Aires vióse también cubierto de papeles contra el tratado, y hubo de resignarse a perezosas negociaciones con el Provincial, que deseaba dar largas al asunto, confiado en que, gracias al valimiento que gozaba la Orden en la Corte, obtendríase pronto la anulación del leonino pacto. Al mismo propósito respondió la suspensión de la entrega de los pueblos, conseguida de ambos Monarcas, con pretexto de necesitar los neófitos tiempo para coger sus cosechas y hacer con más espacio su traslación.
Cansado de estos manejos el Marqués de Valdelirios, dio principio a la demarcación por Castillos, en la Banda Oriental, y requirió al P. Altamirano a que hiciera uso de su autoridad para traer a razón a los Padres, cuya rebeldía claramente iba descubriéndose. Hízolo así Altamirano; mas luego tuvo que huir precipitadamente de Santo Tomé, a donde se trasladara, a Buenos Aires, amenazado de muerte por seiscientos indígenas que se levantaron en armas al mando del cacique Sepé; y los demarcadores fueron también forzados a suspender su trabajo y regresar de Santa Tecla, ante la resuelta oposición armada que encontraron.
Ya entonces no quedó duda de que fuesen los Padres quienes los instigaban, siquiera siguiesen aparentando el más decidido propósito de respetar la voluntad del Rey y el sentimiento más hondo de ver cómo habían perdido todo prestigio sobre los indios por aconsejarles la obediencia, y cómo sus consejos y ruegos eran ineficaces para disuadirlos de apelar, si fuese necesario, al empleo de las armas para impedir la ejecución del tratado. A tal punto ha llegado, decían, la indignación de los neófitos, que aún sus curas tienen amenazadas las vidas por haber incurrido en su desconfianza, a fuer de leales vasallos de S. M. C.
El espíritu de cuerpo había, mientras tanto, ganado para la causa de los que comenzaban a ser rebeldes a su Rey, al Padre Rábago, quien al remitir en 1752 al Ministro Carvajal un Memorial del Obispo de Buenos Aires y otros documentos contra el tratado, le decía: «... He estado sobre este negocio muy atribulado por aquella pequeña parte que pude tener en aprobar lo que no entendía. Agrávase mi pena con esa carta que tuve, algunos dias há, de aquel Obispo, de que no dí cuenta. No obstante, yo siento mucho recelo deste tratado, porque las razones que contra él alegan los que están á la vista me hacen fuerza, y mucho más el que ninguno de tantos, que yo sepa, de los que están allá deja de reprobarle como pernicioso al Rey. Y aquí entra el buen nombre de V. E., aventurado a la posteridad. La materia es obscura; los efectos inciertos, y Dios sobre todo... V. E. abra la boca, que el Amo abrirá la mano, y no tema» (117).
No podía el confesor de S. M. ser más explícito dirigiéndose al Ministro signatario del tratado, en que tenía, con efecto, estrechísimamente comprometida su honra (118). El fuera suficiente para que sin remisión le condenara la historia, si por ese único dato hubiera de juzgársele. Pero lo que no era dable decirlo al plenipotenciario español, podía decirse sin recelo ninguno al hermano, y no quiso el P. Rábago guardarse las palabras en el pecho. Escribió, pues, al Padre Barreda algo que, por desgracia, solamente conocemos por referencias, pero referencias autorizadísimas (119); algo que era la más franca excitación a la rebeldía. Contestándolo a 2 de Agosto de 1753, decía el P. Barreda al P, Rábago: «Con singular providencia de Dios nuestro Señor acabo de recivir una carta de V. R., pues ha llegado en circunstancia de hallarse el negocio de la entrega de los siete Pueblos de Missiones en el vltimo termino de la ruina, que desde el principio teniamos como probable, y ya la estamos tocando como cierta; lo que reconocerá V. R. por el tanto que remito con esta de vn Memorial, que havia remitido a Buenos Ayres, para que se presentase al Comissario Marqués de Valdelyrios (120), en que constan todas las verdaderas diligencias que han ejecutado los Padres Missioneros en prueba de su obediencia y lealtad al Rey nuestro Señor, y no menos de su desinterés, haviendo ya renunciado ante el Vice Patron y Señor Obispo los pueblos rebeldes, y determinado saliessen de ellos los Padres para satisfacer a Su Magestad; pero como para la ejecucion de este doloroso medio se han atravesado otros no menores riesgos, y sobre todo la gloria de Dios, por la que debiamos embarazar en el modo posible a nuestras fuerzas la perdicion ya cierta de tantas almas, que con la salida de los Padres, y aun sin ella con solo la violencia de las armas sin duda apostatarán de la Fé..., me pareció, que... debia apelar de la determinacion de la guerra que se estaba aprontando, a la piedad de nuestro soberano, y no menos a la del Fidelissimo de Portugal..., determinacion, a que solo me movió el zelo de aquellas pobres almas, y el justo temor, de que estando a cargo de esta Provincia, me pediria Dios cuenta de ellas, si en tan cierto riesgo no ponia todos los medios que no podia prohibir la obediencia, para su reposo; pues como V. R. me enseña con mucho consuelo de mi temor, en semejantes peligros no estamos obligados ni aun podemos cooperar licitamente, aunque lluevan Ordenes, preceptos, y aun Excomuniones... ». (121)
Tan poderoso apoyo afirmó a los jesuitas en su resolución de resistir. De nada sirvieron las exhortaciones a la obediencia que les dirigía el P. Luis Altamirano, quien se quejaba en estos términos al P. Rábago de la soberbia de sus hermanos:
«Estos Padres especialmente los estrangeros, no acaban de persuadirse, ni quieren por sus intereses particulares, que el tratado tenga efecto. Fiados en la piedad del Rey, quieren obligarle con ella, a que no haga su voluntad, y a que falte a su palabra.
«Se lisongean que será assi por la eficaz mediacion de Vuestra Reverencia por las muchas representaciones que han hecho; y porque al mismo fin han conmovido a toda esta America, para que las Ciudades y Obispos escrivan y levanten el grito contra el Tratado, que dichos Padres califican de notoriamente injusto, y contrario a todas las leyes divinas y humanas.
«..... De este errado sentir son todos: como tambien que no obligan (y es consiguiente necesario) los preceptos de N. P. G. y mucho menos los mios...
«.... Yo como que son mis Hermanos trabajo sin cesar por taparlos para con el Rey, y estos sus comisarios; pero en vano; porque no dan paso aqui que no sea para nuestra deshonra y mia...». (122)
No fueron más eficaces las enérgicas disposiciones por el P. Altamirano adoptadas para reducir a los jesuitas; y convencidos los dos comisarios, el Marqués de Valdelirios y Gómez Freire, que era inevitable el empleo de las armas para hacer cumplir la voluntad de SS. MM., pusieron e de acuerdo para proceder contra los rebelados. Los comienzos de la campaña no fueron felices: el general portugués, constantemente hostilizado desde que entró en el territorio de las Misiones, hubo de aceptar en 16 de Noviembre de 1754 una tregua mientras llegaba nueva determinación del Rey de España, comprometiéndose a guardar entre tanto sus posiciones sin intentar avanzar. (123) El ejército español, mandado por el gobernador de Buenos Aires, Andonaegui, había retrocedido el primero, abrumado por la gran superioridad numérica del enemigo.
Ya se deja presumir lo que el Gobierno de Madrid contestaría. Valdelirios decía a Freire en 9 de Febrero de 1756: «En la carta de oficio que escribo a V. Excellencia verá que Su Magestad ha descubierto, y asseguradose que los Jesuitas de esta Provincia son la causa total de la rebeldía de los Indios. Y a mas de las providencias, que digo en ella haber tomado, dispidiendo a su confesor (124), y mandando que se embien mil hombres; me ha escripto una carta (propia de un Soberano) para que yó exhorte al Provincial hechandole en cara el delito de infidelidad; y diciendole, que si luego no entrega los pueblos pacíficamente sin que se derrame una gota de sangre, tendrá Su Magestad esta prueba mas relevante; procederá contra el y los demas Padres por todas las Leyes de los derechos, Canonico y Civil; los tratará como Reos de lesa Magestad; y los hará responsables a Dios de todas las vidas inocentes que se sacrificassen...». (125) En parecidos términos se produjo la corte de Lisboa. (126)
Antes de recibir estas órdenes habían ya acordado los Comisarios reanudar las operaciones de guerra. Reunidos ambos ejércitos en San Antonio el 16 de Enero de 1756, emprendieron nuevamente la marcha contra los guaraníes el 1º de Febrero. Breve y de pocas dificultades fue esta segunda campaña: muerto el cacique Sepe, jefe de los rebeldes, en una sorpresa en la noche del 7 del citado mes, reemplazóle el célebre Nicolás Nenguiru (127), que sufrió en Kaybate [7] una primera derrota, dejando ciento cincuenta prisioneros y en el campo seiscientos muertos, seis banderas, ocho cañones y armas de todas clases. El 10 de Mayo, cerca ya de San Miguel, experimentó nuevo contraste, con el cual puede decirse que terminó la campaña, pues si bien continuaron los guaraníes oponiendo alguna resistencia, no se llegó a empeñar ninguna acción. Con esta guerra se inicia la decadencia de las Misiones.
Gran trabajo hanse impuesto los jesuitas para descargarse de la responsabilidad gravísima que por ella les toca; pero el éxito no ha correspondido a la magnitud del esfuerzo. La corte de Madrid no se llamó por un solo momento a engaño en punto a discernir la responsabilidad que los curas y los indios tenían en tan deplorables acaecimientos: sabíase perfectamente bien que éstos nunca pensaron ni ejecutaron lo que aquéllos no les enseñasen, y que si los Padres hubieran querido que la cesión se efectuase sin resistencia, habríase sin resistencia efectuado. La rebelión de los dóciles guaraníes sólo de un modo podía ser explicada: como fruto de las instigaciones de sus doctrineros, quienes no veían con gusto pacto tan oneroso, no por lo que a España afectaba, por lo que perjudicaba a sus propios intereses. Los mismos jesuitas, como sucede con la correspondencia de Rábago y Barreda y de Altamirano y Rábago, confiesan tácitamente que ellos movieron a los indios: así se deduce de los diarios de otros dos personajes de la Orden, Henis y Escandón; así lo dijeron también los indios tomados prisioneros (128), y así lo declararon judicialmente, cuando se vieron libres de la presión de los Padres, quienes tuvieron parte principalísima en estos sucesos (129). Tal es igualmente la opinión de muchos contemporáneos que ejercían autoridad (130), y de personas imparciales y muy versadas en este punto de la historia del Paraguay (131).
El gabinete español vio aquella mano que tanto afanoso empeño ponía en esconderse. En 28 de Diciembre de 1754 escribía a Valdelirios el nuevo Ministro, D. Ricardo Wal, que no era difícil creer que los indios fuesen a los asaltos conducidos por sus misioneros, como ellos mismos confesaban (132); y esta convicción se tradujo en las instrucciones que dio a D. Pedro de Cevallos, nombrado Gobernador de Buenos Aires, con especial encargo de someter a los sublevados.
«..... La guerra, dice, es inevitable y precisa, porque apercibido el Padre Provincial con espresiones tan graves y eficaces como las del exorto que a este fin le despachó el marqués de Valdelirios, dió una respuesta impertinente y afirmó que no podía hacer nada, sin tomar en boca a los subditos suios que estan con los Indios pareciendole sin duda que era bastante la anticipada satisfaccion de que los indios no los dexaban salir como decian cuando se les hizo cargo de que no desamparaban las Misiones.
«Aun es mucho mas notable que el Padre General haia prorrogado en su oficio a ese Provincial Josef de Barreda, sin duda porque ha observado como todos la gallarda defensa que hace de sus Misiones en paz y en guerra. Ello es cierto que semejantes prorrogas se hacen muy pocas veces y solamente quando hai algun negocio tan grave como ese del Paraguay y no se halla otra mano que pueda fenecer la labor empezada con igual constancia y artificio.
«Pero aunque la tal prorroga del Provincial no se considere necesidad sino premio, es constante que es el acto mas señalado de gratitud y aprobacion de su conducta que le pudo dar el superior gobierno de Roma y de qualquier modo ha de inferir V. E. que esa resistencia se executa con aprobacion y consejo de toda la Compañia como se lo dijo antes el Sr. D. Joseph de Carvajal al Padre Luis Altamirano.
«Bajo de este concepto comprehenderá. V. E. que el remedio consiste unicamente en el manejo del hierro y del fuego sin que sean bastantes las amenazas; ni hai que esperar el cumplimiento de ninguna promesa, ni se deben admitir nuevas proposiciones, ya sea con pretexto de persuadir otra vez a los Indios ó con otro qualquiera... No se fiara V. E. de palabras, aun afianzadas con juramentos porque se saldran de la obligacion con pretexto de la inconstancia de los Indios como lo hicieron antes...»
«Es mui notable la complicacion de manifestarse sabidores de quanto pasaba alla dentro, conducente a excusar a sus hermanos, y suponer al mismo tiempo que los Indios tenian estrechamente cerrada la comunicacion para que no supiesen nada conveniente al servicio del Rey». (133)
A la lesión irreparable que al favor de la Compañía causó la conducta de los misioneros del Paraguay, sumóse el efecto de quejas en Europa mismo y ante sus Cortes y sus pueblos formuladas por los vejados de la soberbia Sociedad, quien, con ser para ella tan críticos los momentos, continuaba imaginándose árbitra y soberana de todas las voluntades, y ya que no fuera capaz de perdonar a sus enemigos, no se contentaba con esperar sus ataques para responderlos, sino que solicitaba ella misma el combate con ardor inusitado, y harta de reñirlos con las personas, dirigíase contra los más respetables institutos.
Era de antiguo abolengo la ojeriza con que los jesuitas miraban a las otras Ordenes religiosas que, siquiera en desigual proporción, compartían con ellos el favor de los Gobiernos y de las personas piadosas. De ahí las agrias cuestiones con que a menudo escandalizó al mundo de los creyentes. En estos últimos años a que me refiero, habían provocado otra ruidosísima a propósito de la inclusión de las discutidas obras del Cardenal Noris en el Index, violando los trámites establecidos, y lo que es peor, atropellando el fallo de varios Pontífices y desconociendo la autoridad del que reclamó de este acto arbitrario. (134)
La combinación de todas estas circunstancias había causado tanto daño a la Compañía, que no pudo escapar a la penetración de muchos su cercana ruina, y costó trabajo grande hacer aceptar del P. Ricci el Generalato, vacante por fallecimiento del Padre Retz. Los tiempos cambiaban, y trocábanse de dichosos y bonancibles en momentos de dura prueba, secuela obligada de toda arbitraria dominación: en Francia, la indignación pública por el atentado de Damiens, provocada no contenida aún, y en gran predicamento las ideas de los enciclopedistas; en Portugal, la ira popular, también desbordada contra los jesuitas, entre otros motivos por los sucesos del Paraguay, y participando de ella los Ministros; en España, alejados del real confesionario; el Rey hipocondríaco relegado en Villaviciosa por la perturbación de sus facultades; todo el poder en manos de sus Secretarios, y Carlos III, con un pie en el estribo para ir a tomar posesión de la herencia de su hermano, animado también de la prevención que contra la Sociedad le inspiró su Secretario Tanucci. (135)
El primer estallido de la tempestad fue el nombramiento del Cardenal Saldanha como Visitador apostólico y Reformador en los reinos portugueses, medida contra la que ruidosamente protestaron los jesuitas. Poco después veíanse expulsados de los dominios de esta Corona y de los de Francia; y cuanto a España, lejos de mejorar su posición en ella, iba cada vez empeorándose más, a tal punto, que el P. Ricci pensó en renunciar al Generalato, a fin de que no ocurriese bajo su gobierno el terrible derrumbamiento total. (136)
Sin embargo, éste hízose esperar en España. Todavía en 1766 otorgaba S. M. permiso para que una misión de ochenta religiosos, inclusos los correspondientes coadjutores, pasase a América a costa del Real Tesoro. (137) Acaso esto reanimó algún tanto a los alarmados discípulos de Loyola, viendo en la concesión significativa merced; pero sus poderosos enemigos no cejaron en su porfía. Pronto circuló en América el rumor de que se tramaba contra la orgullosa Orden un golpe formidable; pero como coincidiese con halagüeñas noticias llegadas de España (138), fue segunda vez desechado, y descansaban los jesuitas de Buenos Aires en la confianza de que su por tanto tiempo inconmovible influjo estaba próximo a restablecerse por completo, cuando les sorprendió la orden de extrañamiento.
Habíase decidido al cabo el Rey a adoptar esta extrema medida, y el 27 de Febrero de 1767 dictó un decreto expulsando a los religiosos de la Compañía de Jesús de todos sus dominios, y ocupando sus temporalidades, archivos, papeles y libros. El más impenetrable secreto cubrió todas las providencias del extrañamiento, y el Conde de Aranda, a quien fue la ejecución cometida, comunicó la orden con minuciosas instrucciones, en pliego reservado, con encargo estrechísimo de no abrirle hasta día fijo, ni siquiera dejar traslucir que había sido recibido.
Era entonces Gobernador de Buenos Aires D. Francisco Bucareli y Ursúa, quien, no obstante lo arduo del empeño y la escasez en que se halló de fuerzas y de recursos y de personas en quien fiar (139), supo llevarle a feliz remate sin tropiezo alguno, y sacar, de Buenos Aires primero, y luego de las Misiones del Paraná y del Uruguay, a donde fue personalmente, a todos los jesuitas que en ellas existían. (140)
No procedió con el mismo celo D. Carlos Morphi, Gobernador del Paraguay, protegido de la Compañía y fiel servidor suyo. (141) Lejos de apoderarse, como especialmente se le recomendó, de sus papeles, la permitió y aun ayudó a hacer desaparecer los que no la convenía que se conociesen, por lo cual fue procesado y después separado del mando y llamado a España (142). Con todo, tampoco ofreció en el Paraguay dificultades la expulsión, aunque al comunicar que la había ejecutado, dijese Morphi que fue menester que adoptara grandes precauciones, por el amor y sumisión que los indios tenían a sus doctrineros. (143)
Los temores de que los Padres hiciesen armas contra el decreto de extrañamiento, no se realizaron, tal vez por la habilidad con que fueron tomadas todas las disposiciones y la energía con que se cumplieron; tal vez porque la experiencia de la reciente guerra los convenciera de la imposibilidad de que saliesen con bien en tan expuesta aventura, ó tal vez porque estuvieran persuadidos de que los indios, que antes combatieron porque algo suyo defendían, no querrían, en la ocasión presente, marchar contra los que venían a libertarlos de una pesadísima tutela, más que tutela, esclavitud. Que ya habían empezado a comprender los guaraníes la realidad de su estado y a murmurar de él, bien se ve por las cartas de los Provinciales en la parte en que las hemos conocido; y lo demuestran aún más claramente las manifestaciones de gratitud de los misionistas por el extrañamiento (144), aunque no ganasen mucho en libertad con el nuevo régimen.
Con efecto, poco cambió el de las reducciones: el poder, concentrado antes en manos de sus curas, dividióse entre los distintos funcionarios que se establecieron, quedando a cargo de los religiosos únicamente lo espiritual. Continuaron los guaraníes sujetos al régimen comunal (145), siquiera pudiesen emplear mejor en su provecho los días que se les asignaban; pero distaban siempre de trabajar sólo para sí mismos. El mal subsistió, bien que atenuado, y de igual modo subsistieron las reglas fundamentales del gobierno jesuítico durante muchísimos años, durante tres cuartos de siglo. Ni mejoró la suerte de los indígenas ni aumentaron las rentas de la Corona, para la cual siguieron estos pueblos siendo tan improductivos como antes (146). Y es que los jesuitas los administraban con el celo y con el cariño, si vale la palabra, con que se explota una posesión valiosa eternamente vinculada en la familia, destinada a ser transmitida a los sucesores, y más importante cada día, porque cada día mejoraba. Dueños únicos del rendimiento que las reducciones daban; consagrados todos sus sentidos a fomentarlas; instruidos por la experiencia de tantos y tantos años como llevaban rigiéndolas; inteligentes y hábiles en el trato del indio; enseñado éste a respetarlos, a mirarlos como a soberanos infalibles y a cumplir sin hesitación todas sus órdenes, el resultado de los desvelos de los curas correspondía siempre a la dichosa combinación de tan favorables circunstancias. No así los administradores seculares y los gobernadores, que, nombrados por tiempo limitado y corto, procuraban sacar en él todo el provecho que pudiesen para sí mismos, y dirigían sus esfuerzos a fomentar su riqueza propia, aun en detrimento, como acontecía siempre, de la prosperidad de los pueblos confiados a su celo y a su honradez. Miraban el empleo como medio de hacer fortuna, no como ocasión de servir a su patria y a su Rey, y la hacían, ó cuando menos ponían todo lo que se puede poner para hacerla. Y como además de defraudar a los pueblos no desplegaban en administrarlos el mismo celo porque produjeran mucho, que tenían los doctrineros; como carecían del estímulo del interés personal, en los jesuitas identificado con el de las reducciones, y en sus sucesores distinto, y hasta puede decirse que contrario; como no tenían ni la secular experiencia de aquéllos, ni su actividad y su acierto, ni el tradicional respeto, casi devoción, de los indios, y además habían éstos, con el trato y el conocimiento de lo que en los pueblos no misioneros ocurría, comprendido la esclavitud en que eran tenidos y no los constreñía ya al trabajo el temor del ineludible y severo castigo, que antes era acicate poderoso a su voluntad, las antiguas misiones decayeron rapidísimamente, con gran contentamiento de los secuaces de la Compañía, que hallaban argumento tan fuerte en favor de sus ideas, achacando a lo irreemplazable del gobierno de los Padres lo que nacía del poco celo y de la mucha y muy criminal codicia de los nuevos administradores. Paralelo con esta decadencia fue el decrecimiento de la población.
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¿El sistema por los jesuitas desarrollado en sus Misiones del Paraguay era creación suya original, ó una adaptación inteligente del que antes de la conquista tenían los guaraníes y los chiquitos, ó imitación del que establecieron los incas en el imperio peruano?
Un escritor insigne, en quien el talento no se dio unido con la imparcialidad, Monsieur Raynal, escribe a propósito de esta cuestión esto que sigue:
«Hacía un siglo que la América era presa de la devastación, cuando llevaron a ella los jesuitas la infatigable actividad que los ha hecho tan singularmente notables desde los comienzos de la Orden. No podían estos hombres emprendedores hacer que se levantasen de sus tumbas las víctimas numerosas que una ciega ferocidad había desgraciadamente arrojado en ellas; no podían arrancar de las entrañas de la tierra los tímidos indios, que la avaricia de los conquistadores les entregaba todos los días. Su tierna solicitud se dirigió hacia los salvajes, cuya vida errante los había sustraído hasta entonces al azote, a la tiranía. Su plan consistía en sacarlos de sus bosques y juntarlos en cuerpo de nación, pero lejos de los lugares habitados por los opresores del nuevo hemisferio. Un éxito más ó menos grande coronó sus propósitos en la California, entre los moxos, entre los Chiquitos, en el Amazonas y en algunas otras comarcas. Sin embargo, ninguna de estas instituciones alcanzó tanto esplendor como la que fue formada en el Paraguay, porque se la dió por base las máximas que siguieron los incas en el gobierno de su imperio y en sus conquistas» (147).
Funda M. Raynal ésta su aseveración en analogías en que, como dijo acertadamente un historiador, tiene mayor parte la fantasía que no la realidad de los hechos. Véanse si no los argumentos de M. Raynal condensados en este paralelo que de ambos regímenes hace en demostración de su tesis: los incas, dice, sólo apelaban a las armas para someter a los pueblos extraños, cuando habían agotado todos los medios de la persuasión; los jesuitas no contaban para nada con los ejércitos, y todos sus progresos los hicieron mediante sus predicaciones. Los incas imponían su culto por la impresión que en los sentidos causaba; a los sentidos se dirigieron también principalmente los jesuitas. «La división de las tierras en tres porciones, destinadas a los templos, a la comunidad y a los particulares; el trabajo para los huérfanos, los ancianos y los soldados; la recompensa de las buenas acciones; la inspección ó la censura de las costumbres; el ejercicio de la beneficencia; las fiestas alternadas con el trabajo; los ejercicios militares, la subordinación, las precauciones contra la ociosidad, el respeto de la religión y de las virtudes: todo lo que se admira en la legislación de los incas, se vuelve a encontrar en el Paraguay todavía llevado a mayor perfección.» Pero ni los jesuitas, por razón de su ministerio y por las que determinaron su llamamiento, podían apelar a otro medio de propaganda que el de la predicación de las ideas cristianas y de las excelencias de la vida civilizada; ni hay religión alguna que no trate de impresionar el ánimo por conducto de los sentidos y de realzar su magnificencia con la suntuosidad de las ceremonias; ni la división de las tierras y la educación militar fue obra de un momento, sino progresiva, y, por consiguiente, resultado de la experiencia ó de la necesidad, y no fruto de la asimilación de un sistema completo de gobierno; ni hay sociedad alguna en donde la beneficencia no trate de mejorar la suerte de los infortunados, que han de sus socorros menester para vivir, y en donde las costumbres no sean objeto de la vigilancia de la autoridad; ni culto que no exija el respeto de los que le profesan, ni se concibe sociedad colectiva que pueda subsistir, si todos sus individuos no son igualmente compelidos al trabajo. La semejanza, pues, que la organización incásica y la jesuítica presentan, parecida a la coincidencia de ideas y costumbres y tradiciones que se observa con frecuencia entre pueblos completamente distintos, sin relación ninguna mediata ni inmediata entre sí, puede probar únicamente que ambas se ajustaron en ciertas de sus determinaciones a los dictados eternos de la razón, de la justicia, y aun del sentido común y de la experiencia de la vida; pero no en manera alguna que entre ambas existiese la estrecha conexión del original y la copia.
M. de Laveleye, adoptando términos más razonables y más verosímiles desde ciertos puntos de vista, opina que la Compañía no hizo otra cosa que perfeccionar el sistema político-social que halló implantado entre los indios guaraníes y chiquitos. «Los libros de geografía que consideran, dice, las creaciones de los jesuitas como experiencias sociales, y las afirmaciones de los escritores católicos que quieren demostrar «el poder de la religión por su influencia sobre las tribus más groseras,» y que atribuyen al catolicismo el comunismo de los guaraníes y de los chiquitos, son poco dignos de fe. Los jesuitas, gracias a su perspicacia, comprendieron muy pronto cuán fácil les sería transformar en socialismo católico y cristiano la constitución agraria de los indios, y sus instituciones de las reducciones no son en realidad otra cosa que el desenvolvimiento de costumbres preexistentes». (148)
En qué fundamentos esté basada esta opinión, no lo dice; pero se sabe con toda la certeza compatible con la deplorada escasez de materiales y datos que a la historia precolonial de los guaraníes y chiquitos se refieren, que éstos no la abonan en manera alguna. Hay entre las costumbres originarias de aquellos indios y la organización de las reducciones, diferencias tan salientes que deponen de manera irrecusable contra el aserto de M. de Laveleye. La constitución agraria de que habla el ilustre sabio, no la hubo, porque si bien los guaraníes (y cuanto de ellos se diga es igualmente aplicable a los chiquitos), se dedicaron a la agricultura, el derecho exclusivo de propiedad sobre la tierra no era conocido, y cada cual podía cultivar la que quisiera. Esto aparte, los guaraníes vivían bajo un individualismo grande, radicalmente distinto de la organización exageradamente socialista de las Misiones. Lejos de ser la comunidad propietaria de cuanto en la tribu se producía y de proveer al sustento y a las demás necesidades de sus miembros, cada cual trabajaba para sí, era dueño de emplear el fruto de su fatiga como mejor lo quisiera, y no tenía derecho a esperar que le socorriesen, cuando no bastaba a satisfacer sus necesidades lo que con el esfuerzo propio adquiría. Hasta los hijos, una vez casados, se separaban de la familia paterna para constituir un núcleo aparte y distinto, cuya subsistencia corría a cargo del marido.
Cuanto al gobierno de los guaraníes primitivos, tampoco se puede pedir nada más opuesto al de los jesuitas: cada tribu constituía un organismo político independiente del resto de la nación y se regía por sí mismo. A su cabeza colocaba un cacique, investido de limitadas facultades, electivo y amovible, porque si bien el cacicado se transmitía con frecuencia de padres a hijos, cuando éstos por su valor, por su elocuencia ó por otros méritos se hacían dignos de él, se perdía también y pasaba a otra persona, cuando aquellas condiciones faltaban y la tribu acordaba la destitución en sus plebiscitos; de autoridad restringida, porque ni era por derecho propio el jefe militar de la tribu, el director de sus empresas guerreras, por ser este cargo también de elección popular para cada caso, ni podía disponer por sí en los asuntos de mayor entidad, reservados a una Asamblea compuesta de todos los jefes de familia, que diariamente celebraban sus acuerdos; funcionario que no se distinguía de los simples particulares por ningún atributo externo, ni tenía prerrogativas especiales, ni facultad de imponer contribuciones, limitándose la superioridad que sobre sus súbditos ejercía a poder hacerse rozar y sembrar sus campos y recoger la cosecha por ellos.
No existiendo, pues, razones para creer que los jesuitas hayan adaptado al gobierno de las doctrinas las leyes ó costumbres de los peruanos ó de los guaraníes y chiquitos, debemos pensar que la organización que he bosquejado fue invención deliberada y exclusiva de la Compañía, que no la desarrolló de una vez con toda la amplitud y relativa perfección que tenía en la época del extrañamiento, sino a medida que se lo aconsejaban la necesidad y la experiencia ó se lo consentían las circunstancias históricas.
NOTAS
112- Recopilacion de noticias... tanto en orden á los sucessos del Paraguay, quanto á la persecucion de los Padres de la Compañia de Jesus, de PortugaI. (MS. del Arch. Nac. de Madrid, KK- 11. Anónimo, pero muy favorable a los jesuitas.) Miguélez, Jansenismo y Regalismo, dice que éste fue un triunfo de la política inglesa.
113- Puede consultarse el tratado de 1750 en Angelis (Colección de obras y documentos relativos á la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata, IV), y Calvo, Colección histórica completa de Tratados, II, 242.
114- El P. Juan de Escandón refiere lo que sigue en su Relación de cómo los indios guaraníes de los pueblos de San Juan, San Miguel, San Lorenzo, San Luis, San Nicolás, El Angel y San Borja fueron expulsados de éstos á consecuencia del tratado que sobre límites de sus dominios en América celebraron las Cortes de Madrid y Lisboa en el año 1750 (MS. de la Bibl. Nac. de Madrid, P-253, en parte publicado en Calvo, Col. cit., XI, 349 y siguientes): «..... Seis ó ocho días antes que en Madrid se firmase el tratado, escribió de Roma, á insinuacion sin duda de nuestra corte de España, N. M. R. P. General Francisco Retz al Padre Provincial del Paraguay Manuel Quirini (cuyo secretario yo era, como lo fuí del Provincial siguiente), encargándole, en primer lugar, un inviolable secreto en lo que en aquella carta le comunicaba, y era que en Madrid, entre las dos consabidas Cortes de España y Portugal se trataba con el mayor ardor de que la de España cediese á la de Portugal los siete pueblos de Guaranis ó Tapes orientales, al río Uruguay con todas sus tierras y jurisdicciones hasta el Brasil, con que confinaban, y que esto sólo se lo comunicaba para que allá con los otros jesuitas misioneros viese cómo desde luego se les había de suavizar á los indios este terrible golpe que les amenazaba, y ya muy de cerca, y cómo allá se les podría inclinar los ánimos á que sin la menor resistencia se mudasen...»
Bravo (Atlas cit., 46) menciona otra carta fechada en Roma a 21 de Julio de 1751 y dirigida por el Padre General Ignacio Visconti al mismo Provincial, participándole con el mayor secreto la celebración del tratado y ordenándole que interponga su autoridad para que la entrega de los pueblos cedidos se lleve pacíficamente a cabo y no se realicen las predicciones de los enemigos de la Compañía, quienes aseguran que hay en ellos tan considerables tesoros acumulados, que únicamente habrán de entregarlos por fuerza de armas.
115- Los mismos historiadores de la Compañía no niegan «el imperio, conque obligaban á transmigrar á los indios de unas á otras tierras, quando les acomodaba. Sólo para obedecer en tiempo de Fernando VI, pintaron en Europa la transmigracion como el acto más inhumano é imposible; de cuyas especies llenaron á todas las Indias, y al mundo en sus Manifiestos los jesuitas, burlándose de la credulidad y falta de noticias de aquellos parages, que padecen los más.» (CoI. gral. doc. Cárdenas, I, XLVII.)
116- Omitiré también, acerca de estos sucesos, las citas que no sean indispensables, por ser pocos los que los historiaron y convenir todos en sus noticias. Quien las desee más amplias puede consultar la Relaçáo abreviada, ya citada; Fonseca, Relaçao do que aconteceo aos demarcadores portugueses e castelhanos no certão das terras da colonia (Rev. Inst. Hist. Br., XXIII, 407-11); Rodrigues da Cunha, Diario da expediçáo de Gomes Freire de Andrada as missões do Uruguay (Rev. cit., XVI, 137-321); Henis, Diario histórico de la rebelión y guerra de los Indios guaranís (Col. Angelis, V), y las obras ya aludidas de Escandón, Funes, Moussy, Gay y Bravo (Atlas).
117- Miguélez, ob. cit., 453.
118- Los jesuitas achacaban al soborno transacción tan beneficiosa para Portugal.
119- Angelis habla también de esta carta (Discurso preliminar del Diario de Henis, II), y William Coxe, aludido por Miguélez (ob. cit., 225), «afirmó la existencia de varios documentos donde el Confesor del Rey Fernando «habia animado á los jesuitas en las Indias Occidentales para que se opusiesen á la ejecucion del tratado...»
120- Memorial en que le suplica suspenda las disposiciones de guerra contra los indios de las Misiones, publ. en Fernández (Relación historial, II, 255-81).
121- Miguélez, ob. cit., 454. Otras noticias de la correspondencia entre el P. Rábago y e l P. Barreda, véanse en Bravo, Atlas, 41 - 48.
122- Carta del 22 de Julio de 1753), en Miguélez, 461. Cítala Bravo, Atlas, 45, aunque refiriéndose a una copia sin firma.
123- Entre otras obras, está publicada esta Suspensión de armas en Calvo (Col. trat., II, 348).
124- Acerca de las causas de la destitución del P. Rábago, no todos piensan como Valdelirios, que sea debida únicamente a su culpa en la actitud de los jesuitas del Paraguay; mas es indudable que ella debió de influir en determinarla.
125- Relaçáo abrev., 16.
126- Relaçáo abrev., 18.
127- Es el famoso Nicolás I, héroe de una novela que tuvo gran resonancia en Europa, atribuída por algunos a los enemigos de los jesuitas, y por otros a los jesuitas mismos. (Histoire de Nicolas I, Roi du Paraguay et empereur des Mamelus. A Saint Paul, 1756. La primera traducción castellana ha sido publicada en la Revista del Paraguay, número extraordinario, año I.)
128- Rel. abrev., 13.
129- Declaraciones prestadas en Buenos Aires a 12 de Enero de 1776, ante el Teniente General y Auditor de guerra, por Nenguirú, Alberto Caracará, corregidor de San Lorenzo, y Antonio Tupayú, secretario del Cabildo de la Cruz (Bravo, Expuls. Jes., 279-89).
130- Como el Obispo de Tucumán y el gobernador Bucareli (Bravo, Expuls. Jes., 141 y 30).
131- Gay, Angelis, Bravo.
132- Bravo, Atlas, 48.
133- Instrucciones del 15 de Noviembre de 1756. Arch. Gen. de Ind., 125, 4, 9.
134- Miguélez, ob. cit.
135- Miguélez, ob. cit.
136- Miguélez, ob. cit.
137- Para vestuario, viático, matalotaje y entretenimiento de cada religioso sacerdote, se asignaban 293.854 maravedises, y 73.500 para cada coadjutor. Por acuerdo del Consejo, de fecha de 5 de Abril de 1639, por cada ocho religiosos se contaba un lego.
138- Una de estas noticias era que D. Pedro de Cevallos iba a ser nombrado Ministro de Indias y Marina.
139- Dice Bucareli al Conde de Aranda a 4 de Septiembre de 1767: «Como el sistema anterior fué destruir á todo aquel que no prestaba una servil sumisión y obediencia á los Padres, cuantos se empleaban habían sentado plaza en su Compañía, de modo que, sin que me haya quedado otro arbitrio, ha sido forzoso valerme de éstos, aunque tomando las más extraordinarias precauciones para ceñirlos y contenerlos en los límites justos y debidos.» (Bravo, Expuls. de los jes., 29.) De otras dificultades con que hubo de luchar informan sus demás cartas y las de los Obispos de Buenos Aires y Tucumán, publicadas también en la ohra citada.
140- El único jesuita que en las Misiones escapó a la expulsión fué el P. Segismundo Asperger, a quien se dejó en el pueblo de los Apóstoles «por incapaz de removerlo, respecto de hallarse postrado en cama, con cerca de noventa años, tullido, ulcerado y muribundo.» (Oficio de Bucareli á Aranda, fechado a 14 de Octubre de 1768, en Bravo, ExpuIs. de los jes., 191.) Sin embargo, mucho después corrieron en la corte rumores de que existía otro rezagado. Por Real orden de 1º de Agosto de 1792 se encargó al Virrey del Río de la Plata averiguar si era cierto que «en el Paraguay y Pueblo de San Carlos se halla en sus espesas Montañas, un Sacerdote, que se dice ser Jesuita prófugo, llamado Enrique Estoct ó Estroc, de Nacion Aleman, y Profesor de Botanica viviendo solo con diez ó doce Indias de la Nacion Payaguaces de quienes tiene dilatada prole.» Hechas las necesarias averiguaciones, resultó la noticia completamente falsa; pues el único que quedó fué el Padre Asperger, que obtuvo tal gracia en obsequio á su avanzada edad, de más de ochenta y dos años, y falleció, después de algún tiempo, en el misrno pueblo de Apóstoles, en que vivía. (Oficio del Gobernador de las Misiones al del Paraguay, fecha 4 de Febrero de 1793. Arch. Gen. de Ind., 124, 2, 1.)
141- Véase el dictamen fiscal y los oficios publicados en Bravo, Expuls. de Los jes., 43, 94, 100 y 251. De cómo envió al Gobernador del Paraguay el decreto de expulsión, dice Bucareli lo que sigue, en su oficio al Conde de Aranda, de fecha 6 de Septiembre de 1767: «Le acompañé con dos vecinos seguros, de caudal y satisfaccion en la propia ciudad, cerrando y sellando en un pliego el Real decreto é Instrucciones, y sin advertirle su contenido, le mandé que llamando á los dos nombrados y al escribano de cabildo, y precediendo el recibirles juramento de guardar secreto y fidelidad, lo abriese en presencia de ellos y procediesen luego á su ejecucion.» (Bravo, ob. cit., 43.)
142- «En los papeles manuscritos de los jesuitas, que quedan á disposición de V. S., no se incluyen los del Colegio de la Asunción, provincia del Paraguay, porque su gobernador, el teniente coronel D. Carlos Morphi, distante de cumplir las ordenes que le recomendaron su colección y remesa á esta capital, arbitró con los expulsos el atentado de confundirlos, y antes y después del Real decreto, otras indulgencias contrarias á su observancia y la instrucción á que debía arreglar sus operaciones.
«Estos excesos... dieron justo motivo á procesarlo y consultar á S. M. por el señor Conde de Aranda...» (Memoria del Gobernador Bucareli á su sucesor Vertiz, en Trelles, Rev. Bibl., II, 300, y Bravo, Expuls. de los jes., 292.)
143- Oficio de Morphi, fecha 9 de Abril de 1768. (Arch. Gen. de Ind., 123, 3, 4.)
144- Véanse la carta de Bucareli al Conde de Aranda (14 de Octubre de 1768), en Bravo, 189 y 192; las declaraciones de Nenguirú y los demás caciques ya citados (id., 288), y la representación dirigida á S. M. por treinta caciques y treinta corregidores a 10 de Marzo de 1768 (id., 102). Es de advertir, sin embargo, que antes de abandonar los jesuitas sus pueblos, consiguieron que el Cabildo de uno de ellos, San Luis Gonzaga, implorase en su favor. (Moussy, ob. cit., 23.)
145- La comunidad sólo fué extinguida en el Paraguay muchos años después de su independencia. El Congreso, en ley de 26 de Noviembre de 1842 (Repertorio Nacional, 1842, núm. 27), autorizó al Gobierno para suprimirla; mas no se hizo hasta el 7 de Octubre de 1848. (Véase el decreto respectivo en El Paraguayo Independiente, II, 119.)
146- La organización posterior de los pueblos de Misiones puede estudiarse en los autores citados que se ocupan en el gobierno jesuítico; pero especialmente en Bravo, Expulsión de los jesuitas, en donde se encontrarán los reglamentos dictados por Bucareli.
147- Ob. cit., II, 286.
148- De la propriété et de ses formes primitives, 323.
NOTAS DE LA EDICION DIGITAL
7] Sepe, Nenguiru, Kaybate En el original Sepé, Nenguirú, Kaybaté.
112- Recopilacion de noticias... tanto en orden á los sucessos del Paraguay, quanto á la persecucion de los Padres de la Compañia de Jesus, de PortugaI. (MS. del Arch. Nac. de Madrid, KK- 11. Anónimo, pero muy favorable a los jesuitas.) Miguélez, Jansenismo y Regalismo, dice que éste fue un triunfo de la política inglesa.
113- Puede consultarse el tratado de 1750 en Angelis (Colección de obras y documentos relativos á la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata, IV), y Calvo, Colección histórica completa de Tratados, II, 242.
114- El P. Juan de Escandón refiere lo que sigue en su Relación de cómo los indios guaraníes de los pueblos de San Juan, San Miguel, San Lorenzo, San Luis, San Nicolás, El Angel y San Borja fueron expulsados de éstos á consecuencia del tratado que sobre límites de sus dominios en América celebraron las Cortes de Madrid y Lisboa en el año 1750 (MS. de la Bibl. Nac. de Madrid, P-253, en parte publicado en Calvo, Col. cit., XI, 349 y siguientes): «..... Seis ó ocho días antes que en Madrid se firmase el tratado, escribió de Roma, á insinuacion sin duda de nuestra corte de España, N. M. R. P. General Francisco Retz al Padre Provincial del Paraguay Manuel Quirini (cuyo secretario yo era, como lo fuí del Provincial siguiente), encargándole, en primer lugar, un inviolable secreto en lo que en aquella carta le comunicaba, y era que en Madrid, entre las dos consabidas Cortes de España y Portugal se trataba con el mayor ardor de que la de España cediese á la de Portugal los siete pueblos de Guaranis ó Tapes orientales, al río Uruguay con todas sus tierras y jurisdicciones hasta el Brasil, con que confinaban, y que esto sólo se lo comunicaba para que allá con los otros jesuitas misioneros viese cómo desde luego se les había de suavizar á los indios este terrible golpe que les amenazaba, y ya muy de cerca, y cómo allá se les podría inclinar los ánimos á que sin la menor resistencia se mudasen...»
Bravo (Atlas cit., 46) menciona otra carta fechada en Roma a 21 de Julio de 1751 y dirigida por el Padre General Ignacio Visconti al mismo Provincial, participándole con el mayor secreto la celebración del tratado y ordenándole que interponga su autoridad para que la entrega de los pueblos cedidos se lleve pacíficamente a cabo y no se realicen las predicciones de los enemigos de la Compañía, quienes aseguran que hay en ellos tan considerables tesoros acumulados, que únicamente habrán de entregarlos por fuerza de armas.
115- Los mismos historiadores de la Compañía no niegan «el imperio, conque obligaban á transmigrar á los indios de unas á otras tierras, quando les acomodaba. Sólo para obedecer en tiempo de Fernando VI, pintaron en Europa la transmigracion como el acto más inhumano é imposible; de cuyas especies llenaron á todas las Indias, y al mundo en sus Manifiestos los jesuitas, burlándose de la credulidad y falta de noticias de aquellos parages, que padecen los más.» (CoI. gral. doc. Cárdenas, I, XLVII.)
116- Omitiré también, acerca de estos sucesos, las citas que no sean indispensables, por ser pocos los que los historiaron y convenir todos en sus noticias. Quien las desee más amplias puede consultar la Relaçáo abreviada, ya citada; Fonseca, Relaçao do que aconteceo aos demarcadores portugueses e castelhanos no certão das terras da colonia (Rev. Inst. Hist. Br., XXIII, 407-11); Rodrigues da Cunha, Diario da expediçáo de Gomes Freire de Andrada as missões do Uruguay (Rev. cit., XVI, 137-321); Henis, Diario histórico de la rebelión y guerra de los Indios guaranís (Col. Angelis, V), y las obras ya aludidas de Escandón, Funes, Moussy, Gay y Bravo (Atlas).
117- Miguélez, ob. cit., 453.
118- Los jesuitas achacaban al soborno transacción tan beneficiosa para Portugal.
119- Angelis habla también de esta carta (Discurso preliminar del Diario de Henis, II), y William Coxe, aludido por Miguélez (ob. cit., 225), «afirmó la existencia de varios documentos donde el Confesor del Rey Fernando «habia animado á los jesuitas en las Indias Occidentales para que se opusiesen á la ejecucion del tratado...»
120- Memorial en que le suplica suspenda las disposiciones de guerra contra los indios de las Misiones, publ. en Fernández (Relación historial, II, 255-81).
121- Miguélez, ob. cit., 454. Otras noticias de la correspondencia entre el P. Rábago y e l P. Barreda, véanse en Bravo, Atlas, 41 - 48.
122- Carta del 22 de Julio de 1753), en Miguélez, 461. Cítala Bravo, Atlas, 45, aunque refiriéndose a una copia sin firma.
123- Entre otras obras, está publicada esta Suspensión de armas en Calvo (Col. trat., II, 348).
124- Acerca de las causas de la destitución del P. Rábago, no todos piensan como Valdelirios, que sea debida únicamente a su culpa en la actitud de los jesuitas del Paraguay; mas es indudable que ella debió de influir en determinarla.
125- Relaçáo abrev., 16.
126- Relaçáo abrev., 18.
127- Es el famoso Nicolás I, héroe de una novela que tuvo gran resonancia en Europa, atribuída por algunos a los enemigos de los jesuitas, y por otros a los jesuitas mismos. (Histoire de Nicolas I, Roi du Paraguay et empereur des Mamelus. A Saint Paul, 1756. La primera traducción castellana ha sido publicada en la Revista del Paraguay, número extraordinario, año I.)
128- Rel. abrev., 13.
129- Declaraciones prestadas en Buenos Aires a 12 de Enero de 1776, ante el Teniente General y Auditor de guerra, por Nenguirú, Alberto Caracará, corregidor de San Lorenzo, y Antonio Tupayú, secretario del Cabildo de la Cruz (Bravo, Expuls. Jes., 279-89).
130- Como el Obispo de Tucumán y el gobernador Bucareli (Bravo, Expuls. Jes., 141 y 30).
131- Gay, Angelis, Bravo.
132- Bravo, Atlas, 48.
133- Instrucciones del 15 de Noviembre de 1756. Arch. Gen. de Ind., 125, 4, 9.
134- Miguélez, ob. cit.
135- Miguélez, ob. cit.
136- Miguélez, ob. cit.
137- Para vestuario, viático, matalotaje y entretenimiento de cada religioso sacerdote, se asignaban 293.854 maravedises, y 73.500 para cada coadjutor. Por acuerdo del Consejo, de fecha de 5 de Abril de 1639, por cada ocho religiosos se contaba un lego.
138- Una de estas noticias era que D. Pedro de Cevallos iba a ser nombrado Ministro de Indias y Marina.
139- Dice Bucareli al Conde de Aranda a 4 de Septiembre de 1767: «Como el sistema anterior fué destruir á todo aquel que no prestaba una servil sumisión y obediencia á los Padres, cuantos se empleaban habían sentado plaza en su Compañía, de modo que, sin que me haya quedado otro arbitrio, ha sido forzoso valerme de éstos, aunque tomando las más extraordinarias precauciones para ceñirlos y contenerlos en los límites justos y debidos.» (Bravo, Expuls. de los jes., 29.) De otras dificultades con que hubo de luchar informan sus demás cartas y las de los Obispos de Buenos Aires y Tucumán, publicadas también en la ohra citada.
140- El único jesuita que en las Misiones escapó a la expulsión fué el P. Segismundo Asperger, a quien se dejó en el pueblo de los Apóstoles «por incapaz de removerlo, respecto de hallarse postrado en cama, con cerca de noventa años, tullido, ulcerado y muribundo.» (Oficio de Bucareli á Aranda, fechado a 14 de Octubre de 1768, en Bravo, ExpuIs. de los jes., 191.) Sin embargo, mucho después corrieron en la corte rumores de que existía otro rezagado. Por Real orden de 1º de Agosto de 1792 se encargó al Virrey del Río de la Plata averiguar si era cierto que «en el Paraguay y Pueblo de San Carlos se halla en sus espesas Montañas, un Sacerdote, que se dice ser Jesuita prófugo, llamado Enrique Estoct ó Estroc, de Nacion Aleman, y Profesor de Botanica viviendo solo con diez ó doce Indias de la Nacion Payaguaces de quienes tiene dilatada prole.» Hechas las necesarias averiguaciones, resultó la noticia completamente falsa; pues el único que quedó fué el Padre Asperger, que obtuvo tal gracia en obsequio á su avanzada edad, de más de ochenta y dos años, y falleció, después de algún tiempo, en el misrno pueblo de Apóstoles, en que vivía. (Oficio del Gobernador de las Misiones al del Paraguay, fecha 4 de Febrero de 1793. Arch. Gen. de Ind., 124, 2, 1.)
141- Véase el dictamen fiscal y los oficios publicados en Bravo, Expuls. de Los jes., 43, 94, 100 y 251. De cómo envió al Gobernador del Paraguay el decreto de expulsión, dice Bucareli lo que sigue, en su oficio al Conde de Aranda, de fecha 6 de Septiembre de 1767: «Le acompañé con dos vecinos seguros, de caudal y satisfaccion en la propia ciudad, cerrando y sellando en un pliego el Real decreto é Instrucciones, y sin advertirle su contenido, le mandé que llamando á los dos nombrados y al escribano de cabildo, y precediendo el recibirles juramento de guardar secreto y fidelidad, lo abriese en presencia de ellos y procediesen luego á su ejecucion.» (Bravo, ob. cit., 43.)
142- «En los papeles manuscritos de los jesuitas, que quedan á disposición de V. S., no se incluyen los del Colegio de la Asunción, provincia del Paraguay, porque su gobernador, el teniente coronel D. Carlos Morphi, distante de cumplir las ordenes que le recomendaron su colección y remesa á esta capital, arbitró con los expulsos el atentado de confundirlos, y antes y después del Real decreto, otras indulgencias contrarias á su observancia y la instrucción á que debía arreglar sus operaciones.
«Estos excesos... dieron justo motivo á procesarlo y consultar á S. M. por el señor Conde de Aranda...» (Memoria del Gobernador Bucareli á su sucesor Vertiz, en Trelles, Rev. Bibl., II, 300, y Bravo, Expuls. de los jes., 292.)
143- Oficio de Morphi, fecha 9 de Abril de 1768. (Arch. Gen. de Ind., 123, 3, 4.)
144- Véanse la carta de Bucareli al Conde de Aranda (14 de Octubre de 1768), en Bravo, 189 y 192; las declaraciones de Nenguirú y los demás caciques ya citados (id., 288), y la representación dirigida á S. M. por treinta caciques y treinta corregidores a 10 de Marzo de 1768 (id., 102). Es de advertir, sin embargo, que antes de abandonar los jesuitas sus pueblos, consiguieron que el Cabildo de uno de ellos, San Luis Gonzaga, implorase en su favor. (Moussy, ob. cit., 23.)
145- La comunidad sólo fué extinguida en el Paraguay muchos años después de su independencia. El Congreso, en ley de 26 de Noviembre de 1842 (Repertorio Nacional, 1842, núm. 27), autorizó al Gobierno para suprimirla; mas no se hizo hasta el 7 de Octubre de 1848. (Véase el decreto respectivo en El Paraguayo Independiente, II, 119.)
146- La organización posterior de los pueblos de Misiones puede estudiarse en los autores citados que se ocupan en el gobierno jesuítico; pero especialmente en Bravo, Expulsión de los jesuitas, en donde se encontrarán los reglamentos dictados por Bucareli.
147- Ob. cit., II, 286.
148- De la propriété et de ses formes primitives, 323.
NOTAS DE LA EDICION DIGITAL
7] Sepe, Nenguiru, Kaybate En el original Sepé, Nenguirú, Kaybaté.
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Fuente:
EL COMUNISMO DE LAS MISIONES
LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN EL PARAGUAY
Autor: BLAS GARAY
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
BIBLIOTECA PARAGUAYA DEL
CENTRO E. DE DERECHO - Vol. 10
ASUNCIÓN DEL PARAGUAY. Año 1921
Versión digital (pdf):
EL COMUNISMO DE LAS MISIONES
LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN EL PARAGUAY
Autor: BLAS GARAY
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
BIBLIOTECA PARAGUAYA DEL
CENTRO E. DE DERECHO - Vol. 10
ASUNCIÓN DEL PARAGUAY. Año 1921
Versión digital (pdf):
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.
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