HISTORIA DE LA
PROVINCIA DEL PARAGUAY
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
PROVINCIA DEL PARAGUAY
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Volumen I
Autor: NICOLÁS DEL TECHO
Editorial: A. de Uribe y Compañía
Año: 1897
Versión digital:
TOMO PRIMERO
HIPERVÍNCULOS
PROLOGO DE BLAS GARAY (336 Kb.)
PROLOGO DEL AUTOR (40 Kb.)
(Tomo I) LIBRO PRIMERO (209 Kb.)
(Tomo I) LIBRO SEGUNDO (151 Kb.)
CONTENIDO DEL TOMO PRIMERO
PROLOGO DE BLAS GARAY
I. El P. Nicolás del Techo
II. Establecimiento de los Jesuitas en el Paraguay.
III. Descripción del gobierno establecido por los jesuitas en sus reducciones.
IV. Expulsión de los jesuítas.
PROLOGO DEL AUTOR
Al Excmo. Presidente é ilustres Consejeros de Indias.
Prefacio dirigido á los Padres jesuitas de Europa.
Aprobación del Ordinario.
Licencia del Reverendo Padre Provincial.
Protesta del autor.
(Tomo I) LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO PRIMERO – Objeto de la obra; implórase el favor divino.
Capítulo II. – Los portugueses exploran el Paraguay por vez primera y su expedición tiene un éxito desgraciado.
Capítulo III – Los españoles toman posesión de los ríos de la Plata y del Paraguay en nombre del rey Católico.
Capítulo IV – Los indios se levantan contra los primeros colonos del Río de la Plata.
Capítulo V. – Primera pelea por cuestión de limites entre los españoles y los portugueses.
Capítulo VI. – D. Pedro de Mendoza coloniza el Río de la Plata y el Paraguay. Capítulo VII. – Fundación de la fortaleza de Buenos Aires; desastrosa pelea con los indios.
Capítulo VIII. – Los nuevos pobladores sufren hambre; muere el gobernador D. Pedro de Mendoza.
Capítulo IX. – De las cosas que acontecieron durante la administración de Juan de Ayolas y de la muerte de éste.
Capítulo X. – Domingo Martínez de Irala es elegido gobernador; trátase de abandonar la ciudad de Buenos Aires y de fundar la metrópoli del Paraguay.
Capítulo XI. – Fundación de la ciudad de la Asunción capital del Paraguay.
Capítulo XII. – Los indios del Paraguay se sublevan contra los colonos de la Asunción.
Capítulo XIII. – El gobernador Alvar Núñez conduce una expedición de emigrantes al Paraguay.
Capítulo XIV. – El gobernador explora el país; después es conducido preso á España.
Capítulo XV. – Fundadores de las ciudades del Paraguay.
Capítulo XVI. – Descripción del Paraguay.
Capítulo XVII. – De las ciudades del reino de Chile y de sus fundadores.
Capítulo XVIII. – Descripción del reino de Chile.
Capítulo XIX. – De las particularidades del Tucumán.
Capítulo XX. – De los que descubrieron el país del Tucumán y fundaron sus ciudades.
Capítulo XXI. – Estado antiguo de las regiones mencionadas.
Capítulo XXII. – Alábase el celo de los Reyes Católicos por la propagación de la fe cristiana.
Capítulo XXIII. – Establécese la Compañía en el Tucumán.
Capítulo XXIV– Llega la Compañía al Tucumán; sus primeros trabajos.
Capítulo XXV– Los PP. Francisco de Angulo y Alonso de Bárcena desempeñan su ministerio en la capital dei Tucumán.
Capítulo XXVI. – El P Alonso de Bárcena convierte á los indios de Esteco.
Capítulo XXVII.– Los PP. Francisco Angulo y Alonso de Bárcena evangelizan en el país de Córdoba.
Capítulo XXVIII. – Llegan los jesuitas procedentes del Brasil después de haber sido vejados por los corsarios en su viaje.
Capítulo XXIX. – Los PP. Alonso de Bárcena y Manuel Ortega trabajan con fruto en el país de Córdoba.
Capítulo XXX. – Portentoso viaje que realizaron los PP. Alonso de Bárcena y Manuel Ortega.
Capítulo XXXI. – Los indios del río Salado se ponen bajo la dirección de la Compañía.
Capítulo XXXII. – Primeras misiones de los jesuitas en el Paraguay.
Capítulo XXXIII. – Los PP. Manuel Ortega y Tomás Filds evangelizan el Guairá.
Capítulo XXXIV.– En el año 1589 invade la peste el Paraguay y los Padres jesuitas hacen muchas cosas dignas de memoria.
Capítulo XXXV. – El P. Manuel Ortega bautiza muchos millares de personas.
Capítulo XXXVI. – Los Padres jesuitas se establecen en Villarica.
Capítulo XXXVII. – Provechosas tareas del P. Juan Saloni.
Capítulo XXXVIII. – El P Alonso de Bárcena pacifica el valle de Calchaquí.
Capítulo XXXlX. – El P. Alonso de Bárcena convierte á los lules y á otros pueblos.
Capítulo XL. – Llegan al Tucumán los Padres Pedro Añasco y Juan de Fonté.
Capítulo XLI. – Primeras misiones de los Padres de la Compañía en el país de los frentones.
Capítulo XLII. – Misiones de la Compañía en la región de los mataraes.
Capítulo XLIII. – Los PP. Bárcena y Añasco aprenden muchos idiomas de los indios.
Capítulo XLIV. – Obstáculos que se opusieron á la entrada de los jesuitas en el país de los frentones.
Capítulo XLV. – Establécese la Compañía en el reino de Chile.
Capítulo XLVI. – Laudables trabajos de los misioneros en Chile dentro y fuera de las poblaciones.
(Tomo I) LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO PRlMERO – Llegan al Paraguay y al Tucumán nuevos misioneros.
Capítulo II. – Los PP. Lorenzana y Saloni recorren el Paraguay.
Capítulo III. – Los Padres de la compañía fomentan la piedad y la religión en la ciudad de la Asunción.
Capítulo IV. – Los Padres de la Compañía recorren el Guairá.
Capítulo V. – Próspero estado de la Iglesia en las ciudades de la Asunción y Santa Fe.
Capítulo VI. – El P. Gaspar Monroy procura convertir á los omaguas.
Capítulo VII. – Piltipico y los omaguas hacen la paz con los españoles.
Capítulo VIII. – Varios sucesos acontecidos en el país de los omaguas.
Capítulo IX. – Los misioneros evangelizan en varios lugares del Tucumán.
Capítulo X. – Con motivo de las guerras de Chile se suspende en este reino la fundación de Colegios.
Capítulo XI. – Muere el P. Alonso de Bárcena: sus alabanzas.
Capítulo XII. – Muerte del P Juan Saloni.
Capítulo XIII. – De los muchos trabajos que sufrieron los PP. Ortega y Filds en el Guairá.
Capítulo XIV. – Los nuevos misioneros ejercen su ministerio en el Tucumán.
Capítulo XV. – Establécese en Córdoba la Compañía de Jesús.
Capítulo XVI. – Propágase la fe católica entre los diaguitas.
Capítulo XVII. – Una grande población de los diaguitas se convierte al cristianismo.
Capítulo XVIII. – Otros cuatro pueblos de diaguitas reciben nuestra fe.
Capítulo XIX. – La vida de los misioneros peligra entre los diaguitas.
Capítulo XX. – Los lules y otros indios son evangelizados.
Capítulo XXI. – El P. Esteban Páez visita las misiones del Paraguay y del Tucumán.
Capítulo XXII. – Los habitantes de la Asunción llevan á mal el que se retiren los padres de la Compañía.
Capítulo XXIII. – Vejaciones que sufrió el P. Manuel Ortega.
Capítulo XXIV. – Trabajos de los jesuitas en el Tucumán.
Capítulo XXV. – El P. Luis Valdivia intenta reconciliar á los chilenos rebeldes con Cristo y con el Rey.
Capítulo XXVI. – Procura el P. Valdivia sosegar los indios rebeldes.
Capítulo XXVII. – Memorable fuga de una mujer cautiva y su hijo.
Capítulo XXVIII. – El P. Luis Valdivia se embarca para España.
Capítulo XXIX. – La Compañía de Jesús se establece nuevamente en la capital del Paraguay.
Capítulo XXX. – Ofensa que recibió el Padre Lorenzana y castigo de culpable.
Capítulo XXXI. – Muere el P. Pedro de Añasco: sus alabanzas.
Capítulo XXXll. – Trabajos de los restantes jesuitas en el Tucumán.
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HISTORIA DE LA
PROVINCIA DEL PARAGUAY
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
PRÓLOGO - por Blas Garay
I
EL P. NICOLÁS DEL TECHO
** La obra que hoy sale a luz por tercera vez (en castellano por la primera) no es, a despecho de su título, una historia en el sentido propio de la palabra. Exento el autor de espíritu crítico; fácilmente accesible a inverosímiles y absurdas narraciones que abundan en su libro; con fe ciega en los procedimientos de la Sociedad a que pertenecía, y ganoso de perpetuar el recuerdo de lo que reputaba por sus más altos timbres de gloria, contrajose a componer menuda crónica de los sucesos de la Compañía en el Paraguay, recogiendo sus noticias de los mismos interesados en exagerar su mérito, sin someterlas a la depuración que razones de origen y de disconformidad con lo real hacían necesaria.
** Verdad que el P. Techo escribió desde punto de vista determinado y que sobre él necesariamente hubo de influir su calidad de copartícipe en la gloria que la Compañía recogiese. Eran también tiempos aquéllos en que ciertas creencias circulaban como moneda de ley, y nadie se atrevía a discutirlas por los graves, gravísimos riesgos a tamaña temeridad consiguientes. Pero estas consideraciones no bastan a disculparle, que el sentido común nunca fue privilegio de determinada época, y el P. Techo riñe con él con deplorable frecuencia. Su credulidad excesiva para aceptar los hechos más extraordinarios, credulidad que, siquiera en menor escala, se observa en otros posteriores cronistas de la Orden, es bastante a menoscabar la autoridad casi irrecusable, que de otra suerte fuera lícito concederle; y mucho más, cuando ella tiene vehementes caracteres de ser deliberada y voluntaria, pues lo que en un hombre rudo y falto de estudios se concibe, no se explica en quien por los suyos hallabase preparado para la exacta apreciación de las cosas y para no comulgar en los mismos errores que el vulgo.
** No se crea por esto que la obra del P. Techo no suministre interesantes noticias y no merezca el crédito de que la abundante copia de documentos que tuvo a la vista para componerla la hacen acreedora. Lunar es el que señalé, entonces frecuentísimo, y que ha ido atenuándose, mas no desapareciendo del todo, en los escritores sucesivos. Pero cuenta el P. Techo en su abono, para que se le otorgue fe en cuanto claramente no aparezca falso por imposible, la circunstancia de su proximidad a unos sucesos y su participación personal en otros, y el haberse robustecido su testimonio con el de los cronistas que, después escribieron y que en la Historia de la provincia del Paraguay bebieron su inspiración.
** Poco más sabemos del P. Techo sobre lo que él quiere decirnos de sus trabajos en el Paraguay, en donde vivió casi todo el tiempo que estuvo en América. Sus mismas obras contadas veces aparecen citadas por los que de la misma materia escribían, sin que pueda creerse que fuera a causa del idioma en que estaban escritas, más divulgado entonces que hoy.
** Nació el P. Nicolás du Toiet en Lille el año de 1611, y en 1630 profesaba ya en la Compañía de Jesús. Dedicado algún tiempo a la enseñanza de Humanidades, se embarcó en 1649 para el Paraguay, en donde llegó a ser más tarde Provincial, y murió en 1680. Era más conocido por la forma castellanizada de su nombre, que adoptó definitivamente y llevan sus obras (1). Su Historia fue impresa en Lieja en 1673. Su cubierta y colofón dicen así:
** «Historia / provinciae / ( Paraquariae / Societatis Jesv / authore / P. Nicholao del Techo / ejusdem Societatis sacerdote / Gallo-Belga Insulensi / (Escudo del impresor, que representa un árbol, en el cual hay una mujer cuyo cuerpo termina en serpiente; al pie una calavera, y en una piedra escrita esta palabra: cavete) / Leodii, Ex ófficina Typog. Mathiae Hovii sub signo Paradisi Terrestris. M.DC.LXXIII.»
** «Leodii, ex officina typographica Joannis Mathiae ad insigne Paradisi Terrestris. M.DC. L,XXIII.»
** Es un volumen en 4º doble; consta de trescientas noventa páginas numeradas y veinte hojas sin foliación al principio y diez al fin. En la Biblioteca Nacional de Madrid existe un manuscrito de este mismo libro, primorosamente hecho por indios guaraníes, imitando los caracteres de imprenta; y es muy de presumir que fuera el que sirvió para la primera edición, ya que nadie se entretendría, poco después de publicada la obra, en copiarla. Tiene cuatrocientas noventa y seis hojas en folio, y su signatura es Q –315.
** La segunda impresión de la Historia del Paraguay se hizo, traducida al inglés, en el tomo VI de la Collection of Voyages and Travels, de Churchill (London, 1704).
** Dos obras más conozco del P. Techo. La primera, titulada Quinque Décades Virorum illustrium Paraquariae Societatis lesu, ex Historia Provinciae et aliunde depromptae, es, como indica su título, casi una copia de la Historia, razón que acaso haya influido para que no fuera publicada hasta ahora. Se conserva el manuscrito también en la Biblioteca Nacional de Madrid (Q-316); lleva en el primer folio la firma autógrafa del autor, y está hecho igualmente por los guaraníes, imitando los caracteres tipográficos. Es una maravilla de paciencia y de habilidad. Consta de doscientas setenta y cuatro hojas en folio.
** La segunda, que forma parte de la obra Relatio triplex de rebvs Indicis. Antverpiae, apud Jacobvm Mevrsivm, an. 1654 (páginas 32 - 47), se titula así: Relatio de Caaiguarum gente, caepta ad fidem adduci, ex litteris R. P. Nicolai del Techo, alias du Toiet, Insulensis Maioris ad Vruaicam fluviurn provinciae Paraquariae, anno 1651.
** Con ser tan extensa y minuciosa la Historia del P. Techo, falta en ella lo que hay de más interesante en la obra de los jesuitas en el Paraguay: los detalles de la organización que dieron a sus célebres reducciones, detalles hoy más que nunca necesarios, por el preferente lugar que entre las materias que son objeto de las investigaciones de los sabios ocupan el socialismo y el colectivismo y sus casos. Siquiera en Lozano vemos sus comienzos en las órdenes é instrucciones del P. Torres; mas en Techo todo falta, sin embargo de que ya entonces estaba la constitución jesuítico-paraguaya, si no enteramente desenvuelta, avanzadísima, como se ve por la relación que de ella hace el Padre Xarque en su notable libro. Y como sin esos detalles no puede llamarse esta Historia completa ni conocerse cabalmente lo que fueron las misiones, pareció indispensable que alguien los expusiera. Tal es la razón de este prólogo, que hubiera deseado, a no merecerme la verdad tantos respetos, que pudiese inspirar a los lectores juicios diametralmente opuestos a los que después de leerle formularán, si son imparciales. Mas por mucho que escritores notabilísimos, pero mal informados, ensalzasen el gobierno de la Compañía de Jesús en el Paraguay, poco valen sus hueras afirmaciones ante la autoridad irrecusable de quienes las desautorizan; y yo, que honradamente busqué entre tan encontrados pareceres la verdad, holgué de haberla hallado, mas lamenté que fuera tal como es.
II
ESTABLECIMIENTO DE LOS JESUITAS EN EL PARAGUAY
** Iba ya transcurrido medio siglo desde que, remontando Ayolas el río Paraguay, comenzó la conquista de este país al Rey de España y a la religión católica. Enconadas y sangrientas luchas habíanse sin interrupción sucedido desde entonces, ora contra los naturales, guaraníes y no guaraníes, mal avenidos con la extranjera dominación, ora entre los partidos en que muy pronto los españoles se dividieron. Por efecto de estas discordias intestinas, que no podían por menos de relajar la subordinación de los indígenas y alentarlos a que movieran sus armas contra el intruso; por causa del valor con que defendían su nativa libertad, y por el olvido y abandono completísimos en que dejó la corte a la nueva colonia, así que comprendió que no debía esperar de ella las montañas de oro que el pomposo nombre de Río de la Plata prometiese, y acaso también porque ya no quedaran capitanes del temple de los Irala y de los Garay, aquella conquista, bajo tan felices auspicios comenzada, poco menos se hallaba que en ruina irreparable. El gran talento administrativo de Irala habíale sugerido recursos con que proseguirla y medios para recompensar a sus esforzados compañeros en la institución de las encomiendas aprobadas después por el Rey; pero los censos que sobre los españoles pesaban eran muchos; la fatiga militar continua é inevitable; mezquino el provecho de las encomiendas, y grandes y estrechas las obligaciones a su usufructo anexas, por donde pronto llegó a faltar aun este aliciente para las empresas guerreras, pues si había quienes apeteciesen el servicio de los indios, era en muchos mayor el horror a los trabajos que costaba ganarle y conservarle, y no pocos le renunciaban en favor de la corona (2).
** Dos clases existían de encomiendas: de yanaconas ú originarios, y de mitayos. Componíanse las primeras de los pueblos sojuzgados por el esfuerzo individual, y los que las perteneciesen estaban obligados a cultivar las tierras de sus encomenderos, a cazar y a pescar para ellos. Parecíase su condición a la de los siervos, y el deber de trabajar para sus dueños no reconocía limitaciones de edad ni de sexo, ni ninguna otra que la voluntad de los amos, bien que la servidumbre fuese endulzada generalmente por la bondad de éstos, que tenían la obligación de protegerlos y de instruirlos en la religión cristiana, poniéndoles doctrinero a sus expensas, y carecían de facultad para venderlos, maltratarlos ni abandonarlos por mala conducta, enfermedad ó vejez.
Más apacible la situación de los mitayos, formados de tribus voluntariamente sometidas ó de las que lo eran por las armas reales. Cuando alguna entraba así en el dominio español, se la obligaba a designar el sitio en donde prefería establecerse, y sus miembros eran distribuidos en secciones sujetas a jefes de su propia elección y provistas de doctrineros, a quienes mantenían y por quienes se les inculcaban los rudimentos de la fe católica. Cada una de estas secciones constituía una encomienda mitaya, cuyo propietario tenía el derecho de hacer trabajar en su beneficio durante dos meses del año a los varones de diez y ocho a cincuenta, libres después de emplear a su placer todo el resto del tiempo. Unas y otras encomiendas eran anualmente visitadas por el jefe superior de la provincia para escuchar las quejas de los indios y poner remedio a los abusos que contra ellos se cometiesen (3).
** Pero si no era floreciente el estado de la conquista material del territorio, eralo mucho menos el de la espiritual por la gran penuria de religiosos. Siete ú ocho ciudades españolas había ya fundadas y cosa de cuarenta pueblos de indios, sin que hubiese para la cura de almas de grey tan dilatada más que veinte clérigos, incluso el Obispo, y de ellos solos dos que entendieran el idioma, los cuales, no obstante su diligencia y buen deseo, conseguían mezquina cosecha de neófitos (4). No es de extrañar, pues, que cuando en 1588 (5) llegaron por primera vez los jesuitas al Paraguay, fuese su advenimiento celebrado como dichosísimo suceso, y que la ciudad les costease la Iglesia y el Colegio.
** Muy copiosos debieron de ser, a creer en los historiógrafos y cronistas de la Orden, los frutos recogidos por los primeros Padres que entraron en la provincia: millares de indígenas diariamente cedían a la persuasiva y cristiana palabra de los nuevos apóstoles, obrándose por virtud de sobrenatural milagro aquella transmisión y percepción de los más sublimes é intrincados dogmas de nuestro credo, sin que bastara a impedirla ni aun a dificultarla, no ya lo abstruso de éstos, ni siquiera la recíproca ignorancia de la lengua que unos y otros hablaban: tal prodigio fue, en aquellas épocas privilegiadas, frecuente, y abundan en relatos de él los historiadores de la familia de los Techo, Lozano, Guevara, Charlevoix y los misioneros autores de las que se publicaron entre las Cartas edificantes.
** Pero para rebajar lo debido en estas entusiastas alabanzas y exageraciones de la obra propia, tenemos el sereno testimonio de la Historia. Y el hecho históricamente comprobado es que, a despecho de los triunfos que por los Padres y sus adeptos se han cantado, cuando en 1604 (6) el Padre Aquaviva, General de la Orden, creó la provincia del Paraguay, no existía dentro de la gobernación del mismo nombre pueblo ninguno que fuese resultado de los esfuerzos de los jesuitas; que los primeros que a su cargo tuvieron los fundaron los españoles antes de la entrada de la Compañía (7); que hasta 1614 no pudieron implantar ninguno más, y que, descontados los tres del Norte del Paraguay, hechos con el objeto de que sirviesen de tránsito para las misiones de Chiquitos, y, como todos, en gran parte con el auxilio secular (8) , y los seis de San Borja (1690), San Lorenzo (1691), Santa Rosa (1698), San Juan (1698), Trinidad (1706) y San Angel (1707), que, como colonias respectivamente de Santo Tomé, Santa María la Mayor, Santa María de Fe, San Miguel, San Carlos y Concepción, no dieron más trabajo que el de transmigrar a otro sitio a los indios ya reducidos (9); quedan diez y nueve, los cuales, con una sola excepción, la de Jesús (1685), fueron todos establecidos en un período de veinte años, coincidiendo con circunstancias históricas que verosímilmente debieron ejercer en el ánimo de los recién convertidos, influencia más decisiva para que se redujesen a pueblos y acatasen el vasallaje español, que no la predicación de misioneros que en lengua extraña les hablaban ó que, si empleaban la propia de los naturales, era fuerza que se explicasen en ella con imperfección grandísima, no pocas veces fatal para el fin perseguido, sin que el uso de intérprete pudiera salvar el obstáculo, pues contra él existían iguales, si no mayores motivos, para que fuera ineficaz (10).
** Más razonable y más conforme con la realidad es creer, si no se ha de admitir que por don providencial adquirieran los Padres tan perfecto conocimiento del idioma guaraní como no le tienen hoy los que le hablan desde la infancia, aun dedicándose a estudiarle en gramáticas y vocabularios; más razonable es, si tampoco ha de aceptarse que por virtud de la misma divina gracia concibieran súbitamente los indios ideas para sus inteligencias novísimas y para su civilización casi incomprensibles, buscar en la historia el por qué los jesuitas pudieron fundar en los comienzos de su empresa, cuando su número y sus recursos eran escasísimos, quince pueblos, y no pudieron añadir a la lista uno más (excepto el de Jesús) en ciento doce años (11), en los cuales llegaron al apogeo de su poder y adquirieron prosperidad sin ejemplar en ninguna de las misiones de ésta ni de parte alguna del mundo. Y es que en aquellos veinte años se señalan precisamente las más crueles y tenaces persecuciones de los portugueses de San Pablo (mamelucos ó paulistas), que no dieron punto de tranquilidad a los guaraníes y constantemente los acosaban para cautivarlos y llevarlos a vender por esclavos en el Brasil. Calcúlase en trescientos mil los que fueron arrebatados de este modo del Paraguay por los brasileños, protegidos en alguna ocasión por el mismo gobernador de la provincia (12).
** Buscando en la concentración en grandes núcleos y en las armas españolas refugio y seguro contra quienes tan impíamente los atacaban (13), y ganados por los halagos de los Padres, que más que de prometerles la salud espiritual, curabanse de seducirlos con el ofrecimiento de comodidades y regalos materiales, fundaronse en tan breve plazo diez y ocho reducciones. Pero al mismo tiempo de venir a menos las energías de los paulistas, y coincidiendo con el nacimiento del imperio jesuítico, tuvieron término las fundaciones, y ciertamente no porque la Compañía fuera enemiga de extender sus conquistas; aunque tampoco cabe negar que su fervor apostólico se había por completo extinguido (14).
** De 1746 a 1760 registranse tres nuevos establecimientos en la parte septentrional del Paraguay, camino para las misiones de Chiquitos: los pueblos de San Joaquín, San Estanislao y Belén. Convencidos los Padres de que sus predicaciones no eran bastantes a mover el ánimo de los indígenas a abrazar la fe cristiana, discurrieron llegar al mismo resultado por el engaño; recurso sin duda indigno de la alteza del fin buscado, pero de eficacia práctica por la experiencia abonada. Empezaron entonces por mandar a los ka'agua y mbaja [1], a quienes deseaban catequizar, frecuentes regalos de animales y comestibles, siendo de ellos portadores indios ya instruidos y merecedores de toda confianza por su lealtad acreditada, los cuales encomiaban la bondad del régimen a que vivían sujetos y la solicitud y generosidad con que acudían a sus necesidades los Padres, en tal modo que no les era preciso trabajar para vivir. Cuando con estas embajadas tenían ya suficientemente preparado el terreno, el jesuita se presentaba al nuevo rebaño con buena escolta y abundante impedimenta de ganados y víveres de toda especie. Consumidas éstas, llegaban nuevas provisiones, y los que las traían ibanse quedando con diversos pretextos entre los salvajes, quienes ganados por la abundancia de la comida, por la dulzura con que los Padres los trataban y por el encanto de las músicas y fiestas, perdían toda desconfianza y miraban tranquilos la irrupción no interrumpida de guaraníes misionistas, cuyo número aumentaba diariamente. Así que era muy superior al de los indios silvestres, aquéllos circundaban a éstos, los aterrorizaban con las armas, y entonces les hacían comprender los Padres la necesidad de que en lo sucesivo trabajaran al igual de los demás para sustentarse. Pero como algunos mbaja [2] no se aviniesen a soportar aquella extorsión é incitaran a sus compañeros a rebelarse, los Padres desembarazaronse de ellos por un medio digno de que los bárbaros lo emplearan, mas no de misioneros cristianos. Hicieronles creer que los indios de Chiquitos, cediendo a los consejos de los jesuitas, ofrecían devolverles algunos prisioneros que en cierta sorpresa les habían cogido, para lo cual llevaron a los que los estorbaban a Chiquitos. Llegados al pueblo de Santo Corazón, fue su arribo muy celebrado; pero así que consiguieron separarlos y estaban tranquilos entregados al sueño, al toque de campana a media noche fueron todos atados y puestos en calabozos, de donde sólo salieron cuando los administradores que reemplazaron a los jesuitas les devolvieron la libertad (15).
** Claro está que los indígenas, por naturaleza agradecidos, acababan siempre por preferir aquella vida sosegada, en que sus necesidades eran puntualmente satisfechas, y el trabajo, con ser grande, alternado con las fiestas y endulzado con los encantos de la música, a la que tenían pronunciada afición, a su estado anterior, y no pocas veces el encono de la violencia hecha a sus voluntades para atraerlos a él, cedía su sitio al afecto que los jesuitas, no obstante la crueldad salvaje con que castigaban las faltas de sus súbditos, sabían inspirarles; afecto de que la historia de estas misiones ofrece edificantes ejemplos. Además, los Padres no cesaban de exagerar los sufrimientos de los que por no avenirse a entrar bajo su dominio eran encomendados, y los indígenas llegaban de esta manera a creerse muy favorecidos por el cambio, sin advertir que con otro nombre pesaba sobre ellos una encomienda yanacona severísima, cuando aquéllos cuya suerte les parecía tan triste sólo eran mitayos y conocían las dulzuras de la libertad y eran dueños de la mayor parte del fruto de sus esfuerzos.
***
** Dos períodos notablemente distintos deben señalarse en la historia de la Compañía de Jesús en el Paraguay: el primitivo, en que echaron los Padres los cimientos de su futura república, corriendo grandes riesgos, bien que la fuerza de las armas fuera siempre detrás para protegerlos; soportando toda clase de penalidades sin más recompensa que la satisfacción de aumentar el rebaño cristiano; mirando sólo al bien espiritual y no buscando mejorías de que copiosamente no participaran los catecúmenos; dedicados al servicio de Dios y de la religión, sin propósito ninguno de medro personal; rodeados del cariño popular, porque respetaban los ajenos derechos y el poderío aún no los había ensoberbecido. Pero a la vuelta de algunos años, y a la par que crecieron sus progresos, cambiaron los jesuitas de conducta: los que fueron en un principio humildes y abnegados misioneros, tornaronse ambiciosos dominadores de pueblos, que poco a poco sacudieron todas las naturales dependencias en que debían estar sujetos; afanaronse por acaparar riquezas materiales en menoscabo de su misión cristiana y civilizadora; persiguieron a los que intentaron poner coto a sus abusos ó quisieron combatir su influencia; se hicieron dueños de las voluntades de los gobernadores y de los obispos, ya porque éstos les debían su nombramiento, ya porque el cohecho y la promesa de pingües ganancias se los hacían devotos, y convirtieron su república en una inmensa sociedad colectiva de producción, arruinando, amparados en los grandes privilegios que supieron obtener, a la provincia del Paraguay, a cuyos beneméritos pobladores debían reconocimiento por muchos conceptos. El último período será el que yo esboce ahora brevemente, y principalmente considerado desde el punto de vista de la organización económica, que en él tuvo pleno desarrollo.
PROVINCIA DEL PARAGUAY
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
PRÓLOGO - por Blas Garay
I
EL P. NICOLÁS DEL TECHO
** La obra que hoy sale a luz por tercera vez (en castellano por la primera) no es, a despecho de su título, una historia en el sentido propio de la palabra. Exento el autor de espíritu crítico; fácilmente accesible a inverosímiles y absurdas narraciones que abundan en su libro; con fe ciega en los procedimientos de la Sociedad a que pertenecía, y ganoso de perpetuar el recuerdo de lo que reputaba por sus más altos timbres de gloria, contrajose a componer menuda crónica de los sucesos de la Compañía en el Paraguay, recogiendo sus noticias de los mismos interesados en exagerar su mérito, sin someterlas a la depuración que razones de origen y de disconformidad con lo real hacían necesaria.
** Verdad que el P. Techo escribió desde punto de vista determinado y que sobre él necesariamente hubo de influir su calidad de copartícipe en la gloria que la Compañía recogiese. Eran también tiempos aquéllos en que ciertas creencias circulaban como moneda de ley, y nadie se atrevía a discutirlas por los graves, gravísimos riesgos a tamaña temeridad consiguientes. Pero estas consideraciones no bastan a disculparle, que el sentido común nunca fue privilegio de determinada época, y el P. Techo riñe con él con deplorable frecuencia. Su credulidad excesiva para aceptar los hechos más extraordinarios, credulidad que, siquiera en menor escala, se observa en otros posteriores cronistas de la Orden, es bastante a menoscabar la autoridad casi irrecusable, que de otra suerte fuera lícito concederle; y mucho más, cuando ella tiene vehementes caracteres de ser deliberada y voluntaria, pues lo que en un hombre rudo y falto de estudios se concibe, no se explica en quien por los suyos hallabase preparado para la exacta apreciación de las cosas y para no comulgar en los mismos errores que el vulgo.
** No se crea por esto que la obra del P. Techo no suministre interesantes noticias y no merezca el crédito de que la abundante copia de documentos que tuvo a la vista para componerla la hacen acreedora. Lunar es el que señalé, entonces frecuentísimo, y que ha ido atenuándose, mas no desapareciendo del todo, en los escritores sucesivos. Pero cuenta el P. Techo en su abono, para que se le otorgue fe en cuanto claramente no aparezca falso por imposible, la circunstancia de su proximidad a unos sucesos y su participación personal en otros, y el haberse robustecido su testimonio con el de los cronistas que, después escribieron y que en la Historia de la provincia del Paraguay bebieron su inspiración.
** Poco más sabemos del P. Techo sobre lo que él quiere decirnos de sus trabajos en el Paraguay, en donde vivió casi todo el tiempo que estuvo en América. Sus mismas obras contadas veces aparecen citadas por los que de la misma materia escribían, sin que pueda creerse que fuera a causa del idioma en que estaban escritas, más divulgado entonces que hoy.
** Nació el P. Nicolás du Toiet en Lille el año de 1611, y en 1630 profesaba ya en la Compañía de Jesús. Dedicado algún tiempo a la enseñanza de Humanidades, se embarcó en 1649 para el Paraguay, en donde llegó a ser más tarde Provincial, y murió en 1680. Era más conocido por la forma castellanizada de su nombre, que adoptó definitivamente y llevan sus obras (1). Su Historia fue impresa en Lieja en 1673. Su cubierta y colofón dicen así:
** «Historia / provinciae / ( Paraquariae / Societatis Jesv / authore / P. Nicholao del Techo / ejusdem Societatis sacerdote / Gallo-Belga Insulensi / (Escudo del impresor, que representa un árbol, en el cual hay una mujer cuyo cuerpo termina en serpiente; al pie una calavera, y en una piedra escrita esta palabra: cavete) / Leodii, Ex ófficina Typog. Mathiae Hovii sub signo Paradisi Terrestris. M.DC.LXXIII.»
** «Leodii, ex officina typographica Joannis Mathiae ad insigne Paradisi Terrestris. M.DC. L,XXIII.»
** Es un volumen en 4º doble; consta de trescientas noventa páginas numeradas y veinte hojas sin foliación al principio y diez al fin. En la Biblioteca Nacional de Madrid existe un manuscrito de este mismo libro, primorosamente hecho por indios guaraníes, imitando los caracteres de imprenta; y es muy de presumir que fuera el que sirvió para la primera edición, ya que nadie se entretendría, poco después de publicada la obra, en copiarla. Tiene cuatrocientas noventa y seis hojas en folio, y su signatura es Q –315.
** La segunda impresión de la Historia del Paraguay se hizo, traducida al inglés, en el tomo VI de la Collection of Voyages and Travels, de Churchill (London, 1704).
** Dos obras más conozco del P. Techo. La primera, titulada Quinque Décades Virorum illustrium Paraquariae Societatis lesu, ex Historia Provinciae et aliunde depromptae, es, como indica su título, casi una copia de la Historia, razón que acaso haya influido para que no fuera publicada hasta ahora. Se conserva el manuscrito también en la Biblioteca Nacional de Madrid (Q-316); lleva en el primer folio la firma autógrafa del autor, y está hecho igualmente por los guaraníes, imitando los caracteres tipográficos. Es una maravilla de paciencia y de habilidad. Consta de doscientas setenta y cuatro hojas en folio.
** La segunda, que forma parte de la obra Relatio triplex de rebvs Indicis. Antverpiae, apud Jacobvm Mevrsivm, an. 1654 (páginas 32 - 47), se titula así: Relatio de Caaiguarum gente, caepta ad fidem adduci, ex litteris R. P. Nicolai del Techo, alias du Toiet, Insulensis Maioris ad Vruaicam fluviurn provinciae Paraquariae, anno 1651.
** Con ser tan extensa y minuciosa la Historia del P. Techo, falta en ella lo que hay de más interesante en la obra de los jesuitas en el Paraguay: los detalles de la organización que dieron a sus célebres reducciones, detalles hoy más que nunca necesarios, por el preferente lugar que entre las materias que son objeto de las investigaciones de los sabios ocupan el socialismo y el colectivismo y sus casos. Siquiera en Lozano vemos sus comienzos en las órdenes é instrucciones del P. Torres; mas en Techo todo falta, sin embargo de que ya entonces estaba la constitución jesuítico-paraguaya, si no enteramente desenvuelta, avanzadísima, como se ve por la relación que de ella hace el Padre Xarque en su notable libro. Y como sin esos detalles no puede llamarse esta Historia completa ni conocerse cabalmente lo que fueron las misiones, pareció indispensable que alguien los expusiera. Tal es la razón de este prólogo, que hubiera deseado, a no merecerme la verdad tantos respetos, que pudiese inspirar a los lectores juicios diametralmente opuestos a los que después de leerle formularán, si son imparciales. Mas por mucho que escritores notabilísimos, pero mal informados, ensalzasen el gobierno de la Compañía de Jesús en el Paraguay, poco valen sus hueras afirmaciones ante la autoridad irrecusable de quienes las desautorizan; y yo, que honradamente busqué entre tan encontrados pareceres la verdad, holgué de haberla hallado, mas lamenté que fuera tal como es.
II
ESTABLECIMIENTO DE LOS JESUITAS EN EL PARAGUAY
** Iba ya transcurrido medio siglo desde que, remontando Ayolas el río Paraguay, comenzó la conquista de este país al Rey de España y a la religión católica. Enconadas y sangrientas luchas habíanse sin interrupción sucedido desde entonces, ora contra los naturales, guaraníes y no guaraníes, mal avenidos con la extranjera dominación, ora entre los partidos en que muy pronto los españoles se dividieron. Por efecto de estas discordias intestinas, que no podían por menos de relajar la subordinación de los indígenas y alentarlos a que movieran sus armas contra el intruso; por causa del valor con que defendían su nativa libertad, y por el olvido y abandono completísimos en que dejó la corte a la nueva colonia, así que comprendió que no debía esperar de ella las montañas de oro que el pomposo nombre de Río de la Plata prometiese, y acaso también porque ya no quedaran capitanes del temple de los Irala y de los Garay, aquella conquista, bajo tan felices auspicios comenzada, poco menos se hallaba que en ruina irreparable. El gran talento administrativo de Irala habíale sugerido recursos con que proseguirla y medios para recompensar a sus esforzados compañeros en la institución de las encomiendas aprobadas después por el Rey; pero los censos que sobre los españoles pesaban eran muchos; la fatiga militar continua é inevitable; mezquino el provecho de las encomiendas, y grandes y estrechas las obligaciones a su usufructo anexas, por donde pronto llegó a faltar aun este aliciente para las empresas guerreras, pues si había quienes apeteciesen el servicio de los indios, era en muchos mayor el horror a los trabajos que costaba ganarle y conservarle, y no pocos le renunciaban en favor de la corona (2).
** Dos clases existían de encomiendas: de yanaconas ú originarios, y de mitayos. Componíanse las primeras de los pueblos sojuzgados por el esfuerzo individual, y los que las perteneciesen estaban obligados a cultivar las tierras de sus encomenderos, a cazar y a pescar para ellos. Parecíase su condición a la de los siervos, y el deber de trabajar para sus dueños no reconocía limitaciones de edad ni de sexo, ni ninguna otra que la voluntad de los amos, bien que la servidumbre fuese endulzada generalmente por la bondad de éstos, que tenían la obligación de protegerlos y de instruirlos en la religión cristiana, poniéndoles doctrinero a sus expensas, y carecían de facultad para venderlos, maltratarlos ni abandonarlos por mala conducta, enfermedad ó vejez.
Más apacible la situación de los mitayos, formados de tribus voluntariamente sometidas ó de las que lo eran por las armas reales. Cuando alguna entraba así en el dominio español, se la obligaba a designar el sitio en donde prefería establecerse, y sus miembros eran distribuidos en secciones sujetas a jefes de su propia elección y provistas de doctrineros, a quienes mantenían y por quienes se les inculcaban los rudimentos de la fe católica. Cada una de estas secciones constituía una encomienda mitaya, cuyo propietario tenía el derecho de hacer trabajar en su beneficio durante dos meses del año a los varones de diez y ocho a cincuenta, libres después de emplear a su placer todo el resto del tiempo. Unas y otras encomiendas eran anualmente visitadas por el jefe superior de la provincia para escuchar las quejas de los indios y poner remedio a los abusos que contra ellos se cometiesen (3).
** Pero si no era floreciente el estado de la conquista material del territorio, eralo mucho menos el de la espiritual por la gran penuria de religiosos. Siete ú ocho ciudades españolas había ya fundadas y cosa de cuarenta pueblos de indios, sin que hubiese para la cura de almas de grey tan dilatada más que veinte clérigos, incluso el Obispo, y de ellos solos dos que entendieran el idioma, los cuales, no obstante su diligencia y buen deseo, conseguían mezquina cosecha de neófitos (4). No es de extrañar, pues, que cuando en 1588 (5) llegaron por primera vez los jesuitas al Paraguay, fuese su advenimiento celebrado como dichosísimo suceso, y que la ciudad les costease la Iglesia y el Colegio.
** Muy copiosos debieron de ser, a creer en los historiógrafos y cronistas de la Orden, los frutos recogidos por los primeros Padres que entraron en la provincia: millares de indígenas diariamente cedían a la persuasiva y cristiana palabra de los nuevos apóstoles, obrándose por virtud de sobrenatural milagro aquella transmisión y percepción de los más sublimes é intrincados dogmas de nuestro credo, sin que bastara a impedirla ni aun a dificultarla, no ya lo abstruso de éstos, ni siquiera la recíproca ignorancia de la lengua que unos y otros hablaban: tal prodigio fue, en aquellas épocas privilegiadas, frecuente, y abundan en relatos de él los historiadores de la familia de los Techo, Lozano, Guevara, Charlevoix y los misioneros autores de las que se publicaron entre las Cartas edificantes.
** Pero para rebajar lo debido en estas entusiastas alabanzas y exageraciones de la obra propia, tenemos el sereno testimonio de la Historia. Y el hecho históricamente comprobado es que, a despecho de los triunfos que por los Padres y sus adeptos se han cantado, cuando en 1604 (6) el Padre Aquaviva, General de la Orden, creó la provincia del Paraguay, no existía dentro de la gobernación del mismo nombre pueblo ninguno que fuese resultado de los esfuerzos de los jesuitas; que los primeros que a su cargo tuvieron los fundaron los españoles antes de la entrada de la Compañía (7); que hasta 1614 no pudieron implantar ninguno más, y que, descontados los tres del Norte del Paraguay, hechos con el objeto de que sirviesen de tránsito para las misiones de Chiquitos, y, como todos, en gran parte con el auxilio secular (8) , y los seis de San Borja (1690), San Lorenzo (1691), Santa Rosa (1698), San Juan (1698), Trinidad (1706) y San Angel (1707), que, como colonias respectivamente de Santo Tomé, Santa María la Mayor, Santa María de Fe, San Miguel, San Carlos y Concepción, no dieron más trabajo que el de transmigrar a otro sitio a los indios ya reducidos (9); quedan diez y nueve, los cuales, con una sola excepción, la de Jesús (1685), fueron todos establecidos en un período de veinte años, coincidiendo con circunstancias históricas que verosímilmente debieron ejercer en el ánimo de los recién convertidos, influencia más decisiva para que se redujesen a pueblos y acatasen el vasallaje español, que no la predicación de misioneros que en lengua extraña les hablaban ó que, si empleaban la propia de los naturales, era fuerza que se explicasen en ella con imperfección grandísima, no pocas veces fatal para el fin perseguido, sin que el uso de intérprete pudiera salvar el obstáculo, pues contra él existían iguales, si no mayores motivos, para que fuera ineficaz (10).
** Más razonable y más conforme con la realidad es creer, si no se ha de admitir que por don providencial adquirieran los Padres tan perfecto conocimiento del idioma guaraní como no le tienen hoy los que le hablan desde la infancia, aun dedicándose a estudiarle en gramáticas y vocabularios; más razonable es, si tampoco ha de aceptarse que por virtud de la misma divina gracia concibieran súbitamente los indios ideas para sus inteligencias novísimas y para su civilización casi incomprensibles, buscar en la historia el por qué los jesuitas pudieron fundar en los comienzos de su empresa, cuando su número y sus recursos eran escasísimos, quince pueblos, y no pudieron añadir a la lista uno más (excepto el de Jesús) en ciento doce años (11), en los cuales llegaron al apogeo de su poder y adquirieron prosperidad sin ejemplar en ninguna de las misiones de ésta ni de parte alguna del mundo. Y es que en aquellos veinte años se señalan precisamente las más crueles y tenaces persecuciones de los portugueses de San Pablo (mamelucos ó paulistas), que no dieron punto de tranquilidad a los guaraníes y constantemente los acosaban para cautivarlos y llevarlos a vender por esclavos en el Brasil. Calcúlase en trescientos mil los que fueron arrebatados de este modo del Paraguay por los brasileños, protegidos en alguna ocasión por el mismo gobernador de la provincia (12).
** Buscando en la concentración en grandes núcleos y en las armas españolas refugio y seguro contra quienes tan impíamente los atacaban (13), y ganados por los halagos de los Padres, que más que de prometerles la salud espiritual, curabanse de seducirlos con el ofrecimiento de comodidades y regalos materiales, fundaronse en tan breve plazo diez y ocho reducciones. Pero al mismo tiempo de venir a menos las energías de los paulistas, y coincidiendo con el nacimiento del imperio jesuítico, tuvieron término las fundaciones, y ciertamente no porque la Compañía fuera enemiga de extender sus conquistas; aunque tampoco cabe negar que su fervor apostólico se había por completo extinguido (14).
** De 1746 a 1760 registranse tres nuevos establecimientos en la parte septentrional del Paraguay, camino para las misiones de Chiquitos: los pueblos de San Joaquín, San Estanislao y Belén. Convencidos los Padres de que sus predicaciones no eran bastantes a mover el ánimo de los indígenas a abrazar la fe cristiana, discurrieron llegar al mismo resultado por el engaño; recurso sin duda indigno de la alteza del fin buscado, pero de eficacia práctica por la experiencia abonada. Empezaron entonces por mandar a los ka'agua y mbaja [1], a quienes deseaban catequizar, frecuentes regalos de animales y comestibles, siendo de ellos portadores indios ya instruidos y merecedores de toda confianza por su lealtad acreditada, los cuales encomiaban la bondad del régimen a que vivían sujetos y la solicitud y generosidad con que acudían a sus necesidades los Padres, en tal modo que no les era preciso trabajar para vivir. Cuando con estas embajadas tenían ya suficientemente preparado el terreno, el jesuita se presentaba al nuevo rebaño con buena escolta y abundante impedimenta de ganados y víveres de toda especie. Consumidas éstas, llegaban nuevas provisiones, y los que las traían ibanse quedando con diversos pretextos entre los salvajes, quienes ganados por la abundancia de la comida, por la dulzura con que los Padres los trataban y por el encanto de las músicas y fiestas, perdían toda desconfianza y miraban tranquilos la irrupción no interrumpida de guaraníes misionistas, cuyo número aumentaba diariamente. Así que era muy superior al de los indios silvestres, aquéllos circundaban a éstos, los aterrorizaban con las armas, y entonces les hacían comprender los Padres la necesidad de que en lo sucesivo trabajaran al igual de los demás para sustentarse. Pero como algunos mbaja [2] no se aviniesen a soportar aquella extorsión é incitaran a sus compañeros a rebelarse, los Padres desembarazaronse de ellos por un medio digno de que los bárbaros lo emplearan, mas no de misioneros cristianos. Hicieronles creer que los indios de Chiquitos, cediendo a los consejos de los jesuitas, ofrecían devolverles algunos prisioneros que en cierta sorpresa les habían cogido, para lo cual llevaron a los que los estorbaban a Chiquitos. Llegados al pueblo de Santo Corazón, fue su arribo muy celebrado; pero así que consiguieron separarlos y estaban tranquilos entregados al sueño, al toque de campana a media noche fueron todos atados y puestos en calabozos, de donde sólo salieron cuando los administradores que reemplazaron a los jesuitas les devolvieron la libertad (15).
** Claro está que los indígenas, por naturaleza agradecidos, acababan siempre por preferir aquella vida sosegada, en que sus necesidades eran puntualmente satisfechas, y el trabajo, con ser grande, alternado con las fiestas y endulzado con los encantos de la música, a la que tenían pronunciada afición, a su estado anterior, y no pocas veces el encono de la violencia hecha a sus voluntades para atraerlos a él, cedía su sitio al afecto que los jesuitas, no obstante la crueldad salvaje con que castigaban las faltas de sus súbditos, sabían inspirarles; afecto de que la historia de estas misiones ofrece edificantes ejemplos. Además, los Padres no cesaban de exagerar los sufrimientos de los que por no avenirse a entrar bajo su dominio eran encomendados, y los indígenas llegaban de esta manera a creerse muy favorecidos por el cambio, sin advertir que con otro nombre pesaba sobre ellos una encomienda yanacona severísima, cuando aquéllos cuya suerte les parecía tan triste sólo eran mitayos y conocían las dulzuras de la libertad y eran dueños de la mayor parte del fruto de sus esfuerzos.
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** Dos períodos notablemente distintos deben señalarse en la historia de la Compañía de Jesús en el Paraguay: el primitivo, en que echaron los Padres los cimientos de su futura república, corriendo grandes riesgos, bien que la fuerza de las armas fuera siempre detrás para protegerlos; soportando toda clase de penalidades sin más recompensa que la satisfacción de aumentar el rebaño cristiano; mirando sólo al bien espiritual y no buscando mejorías de que copiosamente no participaran los catecúmenos; dedicados al servicio de Dios y de la religión, sin propósito ninguno de medro personal; rodeados del cariño popular, porque respetaban los ajenos derechos y el poderío aún no los había ensoberbecido. Pero a la vuelta de algunos años, y a la par que crecieron sus progresos, cambiaron los jesuitas de conducta: los que fueron en un principio humildes y abnegados misioneros, tornaronse ambiciosos dominadores de pueblos, que poco a poco sacudieron todas las naturales dependencias en que debían estar sujetos; afanaronse por acaparar riquezas materiales en menoscabo de su misión cristiana y civilizadora; persiguieron a los que intentaron poner coto a sus abusos ó quisieron combatir su influencia; se hicieron dueños de las voluntades de los gobernadores y de los obispos, ya porque éstos les debían su nombramiento, ya porque el cohecho y la promesa de pingües ganancias se los hacían devotos, y convirtieron su república en una inmensa sociedad colectiva de producción, arruinando, amparados en los grandes privilegios que supieron obtener, a la provincia del Paraguay, a cuyos beneméritos pobladores debían reconocimiento por muchos conceptos. El último período será el que yo esboce ahora brevemente, y principalmente considerado desde el punto de vista de la organización económica, que en él tuvo pleno desarrollo.
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PRÓLOGO DEL AUTOR
AL EXCELENTÍSIMO PRESIDENTE E ILUSTRES CONSEJEROS DE INDIAS: SALUD.
AL EXCELENTÍSIMO PRESIDENTE E ILUSTRES CONSEJEROS DE INDIAS: SALUD.
** Claros son los motivos que me impulsaron á dedicar este libro al rey Católico; cuando lo escribía, pensaba al mismo tiempo que no podía relatar hecho alguno que no fuera comenzado, ó cuando menos llevado á cabo sin la protección del monarca, derivándose de éste cual de una fuente; justo es que todo se refunda en aquello de donde salió. Mi pequeñez me hizo titubear antes de consignar al frente de la obra nombre tan excelso. Propio es de las águilas, en las regiones superiores de la atmósfera, fijar su vista en el Sol; pero las aves más pequeñas deben contentarse con volar menos alto y bañarse en la luz del día. Con todo ello, no encuentro remedio á mi insignificancia. Los rayos de la luz, contemplados lejos de su foco, pueden ser tolerados sin temor á ceguera; pero si los vemos cerca del Sol, del mismo modo que éste, ofuscan nuestros ojos. El rey Católico es el Sol, iluminando todo el mundo con su clemente gobierno; sus Ministros son los rayos de luz, más semejantes á él cuanto más próximos del mismo están. Vosotros casi vivís mezclados con el Sol, y vuestra dignidad es iluminada por la regia diadema, de tal manera, que apenas se distinguen los rayos del Sol. En vosotros reside el espíritu de la regia majestad; Real es el nombre de vuestro cargo, Real el sello, Reales los decretos, Real todo. Mas no está en mi mano el retroceder; se escapó de mi poder la obra que os consagré, y me veo obligado, con débil vista, á resistir vuestro resplandor. Una cosa me alegra en vuelo tan audaz, y es que, después de haber visto vuestros resplandores, me acostumbraré algo á ellos, y con esto, aunque me tiemblen los párpados, miraré el resplandor regio acercándome á él, y no por necesidad, cuando antes me lo retardaba el conocimiento de mi pequeñez. Hablaré más claramente; el monarca es la fuente de donde emana toda potestad, y vosotros, como acueducto, la repartís con igual autoridad y con laudable prudencia, teniendo en cuenta lo que es debido á las distintas exigencias de lugares y personas; hasta ahora, la dispensáis en el Paraguay de tal manera, que merecéis infinito agradecimiento, el cual os patentizaría con la pluma, si no considerase que si mucho hacen los arcaduces, más todavía la fuente; sin embargo, con alabar los arroyos, nada pierde el manantial. Por tales razones, aunque os dedique mi libro, entiéndase que lo hice, para por medio de vuestros méritos dar las gracias y alabanzas debidas á la Majestad Católica que proporcionó ancho campo, á vosotros de hacer bien, á mí para escribir, y á la Compañía de gobernar apostólicamente los países meridionales de América. Y en verdad, tiempo hace que la Provincia de nuestra Compañía en el Paraguay, deseaba ocasión de mostrar su gratitud; ahora se alegra de tenerla, y cree que será gratísima al rey y á vosotros, que habéis tenido siempre interés grande por la propagación del Evangelio entre los infieles, y que las puras costumbres se conserven entre los españoles; en esta historia pondré de manifiesto cuanto han realizado los misioneros para secundar vuestros deseos. Una vez que os hayáis dignado mirarla, espero que por vuestra mediación sabrá el rey cómo la Compañía, después de buscar la mayor gloria del Señor, nada ha procurado tanto como el servicio de Su Majestad, con buena fama y con mala, sufriendo indecibles trabajos por mar y tierra, muertes dolorosas y otros males. Al pediros esto, nada creo que perderá vuestra dignidad, pues cuando el rey lo sepa por vuestro conducto, conocerá lo que merecen vuestras virtudes y prudencia, dado que por complacerle favorecísteis los misioneros, los defendísteis con vuestro poder, los alimentásteis y protegísteis contra los maldicientes y calumniadores, y así pudieron realizar muchas cosas admirables; la mayor parte de la gloria os corresponde; soy de opinión que después del rey os es debido todo, porque sin vuestro auxilio, consejos y socorros poco ó nada habría podido la Compañía. A fin de que esto sea más evidente, examinaremos el asunto en su origen, donde lo seguiré cual por sus canales.
** Luego que la Providencia quiso entregar casi toda América al poder y religión de los españoles, el primer cuidado de los reyes Católicos fué elegir ministros á quienes confiasen la administración del Nuevo Mundo, cuyo peso requería los hombros de Atlante. Hasta ahora han sido tan dichosos en la elección, que parece milagro el que tan vasto imperio se haya, no solamente conservado, sino ilustrado, con envidia general de Europa, y robustecido. Es verdad que los principios fueron turbulentos, cosa que aconteció igualmente en otros países; pero no tanto que la prudencia de los togados, favorecida por Carlos V, fuese incapaz de establecer el orden. Acabadas las guerras civiles se fortaleció el Nuevo Mundo de tal manera, que cuando al siglo siguiente muchos hombres codiciosos de oro y plata se lanzaron sobre él, nada consiguieron los enemigos del pueblo español, ni éste perdió un palmo de sus inmensos dominios. Y aunque gran parte de esto se deba atribuir al celo de los reyes Católicos y á la fortaleza del pueblo español, nadie negará que la mayor alabanza corresponde al Consejo de Indias, el cual hizo construir castillos, cerrar los pasos, nombrar generales valerosos, escoger soldados aguerridos, preparar naves y armas, y administrar todo con tal tino, que admira ver tanta perspicacia y vigilancia en pocos hombres que, viviendo á tres mil leguas, defienden aquel país mejor que otros islas pequeñas y cercanas. Con más felicidad habéis defendido lejanas tierras, que otros exiguas y próximas provincias. Y en lo que atañe á la cultura y gobierno, ¿qué diré? El esplendor de las ciudades principales, la majestad de los Consejos provinciales, el bienestar de autoridades y hombres particulares, las glorias de los reinos americanos, son lenguas que declaran cómo el rey y sus consejeros, íntegros y moderados, en vez de enriquecerse con el Nuevo Mundo, lo han embellecido y adornado. Pero esto es lo de menos mérito, si consideramos la introducción y progreso de la fe católica en América, hasta ahora conservada. Agotó sus fuerzas España y no dudó en exponer sus flancos á las embestidas de sus enemigos, con tal de afirmar la religión en América. Podían los reyes Católicos, podía el Consejo de Indias, una vez recibido el encargo de civilizar el Nuevo Mundo, descargar sus conciencias, enviando á los pueblos y regiones de éste los misioneros estrictamente necesarios; otras naciones así lo hubieran hecho; pero los gobernantes del imperio americano, bajo los auspicios del rey Católico, no pararon hasta que, de tribus antes bárbaras, hicieron naciones tan cristianas y cultas como lo es España. Casi diez y siete siglos fueron necesarios para que los reyes y príncipes de varios Estados y hombres y mujeres célebres, ilustrasen el viejo continente, creando obispados y fundando monasterios y otros piadosos establecimientos; pero en la centuria pasada se hizo otro tanto en América, y de tal manera, que la Iglesia debe tales favores á los monarcas de España, con haber sido pocos, y á sus consejeros, como en el continente europeo á los que han creado y dotado los templos. Los Sumos Pontífices concedieron privilegios y condecoraciones á muchos emperadores, porque éstos consagraron sus esfuerzos y dinero á la defensa y ornato de algunas iglesias; mas lo que llevaron á cabo no puede compararse con lo que hizo el Consejo de Indias, una vez que por su voto el rey Católico dotó con largueza los arzobispados, obispados, canonicatos y otras dignidades de las iglesias catedrales americanas; sin tener rivales en tal empresa, erigieron seminarios, organizaron certámenes literarios, baluartes de la fe, y casas que son refugio de la piedad, y no contentándose con ello, enriquecieron tales establecimientos. En tan inmensa región no hay ministro alguno de la Inquisición, cuyo oficio es quemar las úlceras de la religión; ningún párroco de españoles, indios ó negros, que no reciba estipendio del monarca español. ¿Qué convento de religiosos ó monjas no recibe liberalidades de éste? ¿Qué armada ó nave suelta va á América que no lleve maestros de la doctrina cristiana á expensas del rey y provistos de cartas del Consejo de Indias? ¿Qué región tan apartada, qué rincón del Nuevo Mundo, qué playa tan distante de las hispanas hay, que no experimente la munificencia de su soberano? Dignos son, en verdad, de regir las ciudades del nuevo continente los que han civilizado éste, antes inculto y bárbaro, sometiéndolo al yugo español y al de Cristo. ¡Pero Dios inmortal, á qué precio! Lo diré en pocas palabras; tres veces más se gasta en propagar, conservar y defender la religión y la justicia en el Nuevo Mundo, que entra en el erario español. Quien no crea esto, vaya á América, y cincuenta tesoreros Reales le dirán que cuanto metal precioso ha salido de las entrañas del Potosí y de otras minas de oro y plata, se ha invertido íntegro en la prosperidad de le fe católica, hasta el punto de quedar las arcas vacías. Si preguntáramos á dichos tesoreros por qué destinan á este objeto tanto dinero, contestarán unánimemente que lo hacen obligados á ello por innumerables Reales cédulas y despachos del Consejo de Indias, en los que se les ordena no reparar en gastos cuando se trata de introducir ó propagar la religión cristiana. Creó Dios el Nuevo Mundo y lo entregó á los españoles para que lo administraran. En civilizar el viejo continente tardaron los pueblos de Occidente muchos siglos; uno solo bastó á España para hacer lo mismo en América, y tratándose del cristianismo fué tan pródiga en sangre como en oro. Si acudimos al origen de esto, veremos que todo se debe atribuir al rey Católico y á sus consejeros de Indias; de ellos proceden las determinaciones referentes al bien de la religión. He hablado con prolijidad de estas cosas para demostrar lo que me proponía, á saber, que los jesuitas del Paraguay se mancharían con la ingratitud si cuando toda América ve en los reyes de España y en los consejeros de Indias los propagadores y conservadores del cristianismo, ellos no lo reconocieran así. A fin de que no caiga sobre nosotros tal borrón, cuanto brillo ganamos en la evangelización de la América austral lo reflejaré en el monarca español y en vosotros, Excelentísimo Presidente y magníficos Senadores, confesando que sin vuestra protección estas regiones yacerían aún en el seno de la infidelidad y de las tinieblas. Y aunque esto se hará patente en el discurso de mí historia, debo exponer algunos hechos anticipadamente, en demostración de nuestra gratitud y de vuestra generosidad.
** Cuando por inspiración del Señor, la Compañía de Jesús se esparció por todo el mundo, dedicada á la tarea de convertir á Cristo las almas, Felipe II, prudentísimo juzgador de los méritos de todas las personas, la envió espontáneamente y á su costa al Perú. Desde allí comenzaron á recibir la Fe los reinos de Chile, Tucumán y Paraguay, sepultados en los errores de la idolatría. Los jesuitas, por espacio de veinte años, hicieron expediciones apostólicas á los mencionados países, sin fijarse en lugar alguno, y ayudados por los gobernadores y tesoreros Reales se dedicaron á la salvación de las almas; más tarde pensó la Compañía en fundar la provincia llamada del Paraguay. Esta fué protegida en sus principios por Felipe III, el más piadoso de los reyes, quien costeó el viaje á cerca de ciento veinte misioneros que fueron allí desde España. Bajo los auspicios y á expensas de Felipe IV, pasaron otros doscientos en varias ocasiones. Todos los cuales, tan luego como llegaron á Buenos Aires marcharon á costa del Erario público á remotísimos países, con la protección Real, á publicar el Evangelio en las tierras bárbaras, ayudados en la construcción de poblaciones y defendidos en las ya edificadas; además, se les proveyó de las cosas necesarias para el culto, cual era aceite con que alumbrar el Santísimo Sacramento, y medicinas para curar los enfermos. Estos y otros muchos beneficios hechos á nuestros colegios y residencias, si algún desocupado quisiera enumerarlos, hallaría un cúmulo inmenso de regias liberalidades, y confesaría que el monarca nos ha, por, decirlo así, amamantado á sus pechos. Cuánta parte tuvo en lo mencionado el Consejo de Indias, lo saben los que consideren, cómo éste inclinó el ánimo de Su Majestad á expedir cédulas de pasaporte en favor de los misioneros, y cartas en que los recomendaba á los gobernadores y demás magistrados; que disolvió las maquinaciones de los calumniadores, removió los obstáculos y facilitó todo; si alguna vez la Compañía tardaba en pedir socorros, la excitaba á gozar de su regia liberalidad. Aunque los jesuitas del Paraguay deben mucho á los consejeros que administraron en vida de los pasados monarcas, nadie negará que tiene más que agradecer á los de Felipe el Grande y á este mismo, pues estando exhausto el Tesoro, dieron tres veces más que los poderosos en ocasión oportuna. Cuando los enemigos del poderío español hacían la guerra por donde quiera; cuando el sueco, el holandés y el inglés se enfurecían; cuando Francia acometía las fronteras de la parte que corresponde á nuestra metrópoli en Italia, Alemania y Bélgica, y aun las mismas españolas; cuando los reinos rebeldes turbaban también la paz del interior y no parecía sino que brotaba de la tierra gente nacida de las semillas de Cadmo; cuando España sostenía contra tantos adversarios seis ejércitos y cuatro flotas, y se colocaban guarniciones en los límites de tan vasto imperio, y el erario, con pagar tan excesivos gastos estaba agotado, entonces, digo, no faltaron el rey ni los consejeros de Indias á su propósito de transportar y alimentar los heraldos del Evangelio en Tucumán y el Paraguay. ¿Hay obra tan piadosa como ésta? Esto es, lisa y llanamente, posponer los reinos y los imperios á la religión. Pero no me detendré aquí, sino que subiré á tratar de cosa más laudable. Acción meritoria y piadosa es, que los reyes Católicos en los pasados siglos sostuvieran con magnificencia el culto en América; que esto hicieran en el Perú y en México podrá explicarse, diciendo que al fin y al cabo, de estos países obtenían pingües rendimientos; pero Tucumán y el Paraguay no dan á España oro ni plata; antes bien se gasta allí más que se recauda; así, no hay palabras que ponderen bastante la generosidad de Felipe IV al ayudar á tales provincias, estimulado solamente de su celo religioso, y en las azarosas circunstancias que hemos enumerado, y que aún lo continúe haciendo. Tan singular piedad recuerda lo que dijo Felipe II, cuando instándole algunos cortesanos para que abandonase las islas Filipinas, donde los españoles habían empezado á propagar el Evangelio, y poniéndole como argumento el que se consumía en ellas más que producían, de tal modo que eran un gravamen del fisco, replicó que él gastaría con gusto en defensa de una iglesia, ó por conservar un neófito, todo el oro de las Indias y aun las rentas de España, y que por suma pobreza en que pudiera verse, no descuidaría la predicación del cristianismo, pues no ignoraba que tenía estos deberes que cumplir. Lo que en tiempos felices y de paz manifestó el más prudente de los reyes, lo ejecutó constantemente el gran Felipe IV en medio de furiosas tempestades y estando exhausto el erario con repetidas guerras, y su gloria fué mayor por cuanto el Paraguay y Tucumán producían menos aún al Tesoro que las islas Filipinas. Esto es rayar en los límites de la grandeza. Esto es tener ministros como vosotros, Excelentísimo Presidente, y Consejeros ilustres de Indias, que aconsejáis rectamente. Esto es aplicar el ánimo á los negocios con el propósito de aumentar la gloria de Dios. Esto es dedicarse á la política con fin bien distinto de los que buscan en el culto á Dios el engrandecimiento del Estado, y hacer que la religión católica llegue á las últimas regiones conocidas. Esto es conquistar la gloria de apóstoles.
** Si San Gregorio Magno mereció bien de la posteridad porque envió á Inglaterra unos cuantos sacerdotes á predicar nuestra fe, ¿cuánto más corresponde á Su Majestad y á vosotros, que no mandásteis á un pequeño reino pocos misioneros, sino que, con piedad continuada por muchos años, enviásteis y mantuvísteis numerosos sacerdotes que redujeron á Cristo las naciones más bárbaras é incultas del orbe? ¿Qué cosa tan justa como que, en nombre de la Compañía del Paraguay, os dedique la historia de la introducción del cristianismo en la parte austral de América, confesando que cuanto ella realizó á vosotros es debido? Si la victoria se atribuye á los jefes que dirigen la guerra, aunque se hallen fuera del campo de batalla, ¿con cuánta más razón os corresponde el honor del triunfo en que por vuestro consejo y ayuda fueron ahuyentadas las falanjes del demonio? De esta manera, sin peligro de ostentación y vanagloria, reseñaré los hechos preclaros de los misioneros, pues toda alabanza redundará en vosotros como capitanes de tales empresas. Yo lo haré con mi pluma, cual si fuera tocada á la piedra imán, recorriendo todos los grados de vuestros méritos hasta descansar en su polo. Este es el rey, cumbre de tantas grandezas, al cual por más que lo llamase Sol de la religión que ilumina ambos mundos, Atlante de la fe, principal estrella de la Iglesia católica y lustre de ésta, no haría sino bosquejarlo, sin describirlo. Diré, para terminar, Excelentísimo Presidente y Consejeros ilustres, que ojalá gocemos mucho tiempo de ministros como vosotros, bajo cuyo mando corramos á pelear en las filas del Señor. Defendidos con vuestro patrocinio, no nos apartarán de las heróicas empresas las calumnias y los embustes de nuestros adversarios. Con la regia protección, la pesadumbre del trabajo no retardará los esfuerzos por la salvación de las almas. Bulle aún en muchos pechos la sangre generosa consagrada á Dios y al monarca español.
** Ninguno languidecerá en casa renegando de la gloria de sus antepasados. No nos basta haber evangelizado, según referiré en mi libro, los indios de Itatín, Paraná, Uruguay, Guayrá Jujui, é islas de Chiloé y Chono; fundado tantos pueblos en una provincia que en sus comienzos medía ochocientas leguas de extensión; atravesado lagunas, peñascales, selvas vírgenes y vastos desiertos, y penetrado en cuevas. Iremos al Chaco, país situado más allá del Paraguay, donde ya ha empezado á correr la sangre de los sacerdotes, y renovaremos las victorias alcanzadas en vida de Felipe IV. Mientras que en esto trabajamos, inflamados con sacro fuego, hacemos fervientes votos al Señor para que éste premie al rey Católico, por haber propagado el cristianismo en el Nuevo Continente y principalmente en las regiones australes, dilatando su imperio en Europa y otras partes; deshaga las resoluciones de sus enemigos; multiplique sus victorias, y á vosotros os conserve incólumes bajo el gobierno de monarca tan grande, hasta que, semejantes á las estrellas que ilustran á muchos, subáis á brillar en el cielo eternamente. Así lo desea con toda su alma vuestro más humilde y obediente servidor,
NICOLÁS DEL TECHO,
Sacerdote de la Compañía.
** Luego que la Providencia quiso entregar casi toda América al poder y religión de los españoles, el primer cuidado de los reyes Católicos fué elegir ministros á quienes confiasen la administración del Nuevo Mundo, cuyo peso requería los hombros de Atlante. Hasta ahora han sido tan dichosos en la elección, que parece milagro el que tan vasto imperio se haya, no solamente conservado, sino ilustrado, con envidia general de Europa, y robustecido. Es verdad que los principios fueron turbulentos, cosa que aconteció igualmente en otros países; pero no tanto que la prudencia de los togados, favorecida por Carlos V, fuese incapaz de establecer el orden. Acabadas las guerras civiles se fortaleció el Nuevo Mundo de tal manera, que cuando al siglo siguiente muchos hombres codiciosos de oro y plata se lanzaron sobre él, nada consiguieron los enemigos del pueblo español, ni éste perdió un palmo de sus inmensos dominios. Y aunque gran parte de esto se deba atribuir al celo de los reyes Católicos y á la fortaleza del pueblo español, nadie negará que la mayor alabanza corresponde al Consejo de Indias, el cual hizo construir castillos, cerrar los pasos, nombrar generales valerosos, escoger soldados aguerridos, preparar naves y armas, y administrar todo con tal tino, que admira ver tanta perspicacia y vigilancia en pocos hombres que, viviendo á tres mil leguas, defienden aquel país mejor que otros islas pequeñas y cercanas. Con más felicidad habéis defendido lejanas tierras, que otros exiguas y próximas provincias. Y en lo que atañe á la cultura y gobierno, ¿qué diré? El esplendor de las ciudades principales, la majestad de los Consejos provinciales, el bienestar de autoridades y hombres particulares, las glorias de los reinos americanos, son lenguas que declaran cómo el rey y sus consejeros, íntegros y moderados, en vez de enriquecerse con el Nuevo Mundo, lo han embellecido y adornado. Pero esto es lo de menos mérito, si consideramos la introducción y progreso de la fe católica en América, hasta ahora conservada. Agotó sus fuerzas España y no dudó en exponer sus flancos á las embestidas de sus enemigos, con tal de afirmar la religión en América. Podían los reyes Católicos, podía el Consejo de Indias, una vez recibido el encargo de civilizar el Nuevo Mundo, descargar sus conciencias, enviando á los pueblos y regiones de éste los misioneros estrictamente necesarios; otras naciones así lo hubieran hecho; pero los gobernantes del imperio americano, bajo los auspicios del rey Católico, no pararon hasta que, de tribus antes bárbaras, hicieron naciones tan cristianas y cultas como lo es España. Casi diez y siete siglos fueron necesarios para que los reyes y príncipes de varios Estados y hombres y mujeres célebres, ilustrasen el viejo continente, creando obispados y fundando monasterios y otros piadosos establecimientos; pero en la centuria pasada se hizo otro tanto en América, y de tal manera, que la Iglesia debe tales favores á los monarcas de España, con haber sido pocos, y á sus consejeros, como en el continente europeo á los que han creado y dotado los templos. Los Sumos Pontífices concedieron privilegios y condecoraciones á muchos emperadores, porque éstos consagraron sus esfuerzos y dinero á la defensa y ornato de algunas iglesias; mas lo que llevaron á cabo no puede compararse con lo que hizo el Consejo de Indias, una vez que por su voto el rey Católico dotó con largueza los arzobispados, obispados, canonicatos y otras dignidades de las iglesias catedrales americanas; sin tener rivales en tal empresa, erigieron seminarios, organizaron certámenes literarios, baluartes de la fe, y casas que son refugio de la piedad, y no contentándose con ello, enriquecieron tales establecimientos. En tan inmensa región no hay ministro alguno de la Inquisición, cuyo oficio es quemar las úlceras de la religión; ningún párroco de españoles, indios ó negros, que no reciba estipendio del monarca español. ¿Qué convento de religiosos ó monjas no recibe liberalidades de éste? ¿Qué armada ó nave suelta va á América que no lleve maestros de la doctrina cristiana á expensas del rey y provistos de cartas del Consejo de Indias? ¿Qué región tan apartada, qué rincón del Nuevo Mundo, qué playa tan distante de las hispanas hay, que no experimente la munificencia de su soberano? Dignos son, en verdad, de regir las ciudades del nuevo continente los que han civilizado éste, antes inculto y bárbaro, sometiéndolo al yugo español y al de Cristo. ¡Pero Dios inmortal, á qué precio! Lo diré en pocas palabras; tres veces más se gasta en propagar, conservar y defender la religión y la justicia en el Nuevo Mundo, que entra en el erario español. Quien no crea esto, vaya á América, y cincuenta tesoreros Reales le dirán que cuanto metal precioso ha salido de las entrañas del Potosí y de otras minas de oro y plata, se ha invertido íntegro en la prosperidad de le fe católica, hasta el punto de quedar las arcas vacías. Si preguntáramos á dichos tesoreros por qué destinan á este objeto tanto dinero, contestarán unánimemente que lo hacen obligados á ello por innumerables Reales cédulas y despachos del Consejo de Indias, en los que se les ordena no reparar en gastos cuando se trata de introducir ó propagar la religión cristiana. Creó Dios el Nuevo Mundo y lo entregó á los españoles para que lo administraran. En civilizar el viejo continente tardaron los pueblos de Occidente muchos siglos; uno solo bastó á España para hacer lo mismo en América, y tratándose del cristianismo fué tan pródiga en sangre como en oro. Si acudimos al origen de esto, veremos que todo se debe atribuir al rey Católico y á sus consejeros de Indias; de ellos proceden las determinaciones referentes al bien de la religión. He hablado con prolijidad de estas cosas para demostrar lo que me proponía, á saber, que los jesuitas del Paraguay se mancharían con la ingratitud si cuando toda América ve en los reyes de España y en los consejeros de Indias los propagadores y conservadores del cristianismo, ellos no lo reconocieran así. A fin de que no caiga sobre nosotros tal borrón, cuanto brillo ganamos en la evangelización de la América austral lo reflejaré en el monarca español y en vosotros, Excelentísimo Presidente y magníficos Senadores, confesando que sin vuestra protección estas regiones yacerían aún en el seno de la infidelidad y de las tinieblas. Y aunque esto se hará patente en el discurso de mí historia, debo exponer algunos hechos anticipadamente, en demostración de nuestra gratitud y de vuestra generosidad.
** Cuando por inspiración del Señor, la Compañía de Jesús se esparció por todo el mundo, dedicada á la tarea de convertir á Cristo las almas, Felipe II, prudentísimo juzgador de los méritos de todas las personas, la envió espontáneamente y á su costa al Perú. Desde allí comenzaron á recibir la Fe los reinos de Chile, Tucumán y Paraguay, sepultados en los errores de la idolatría. Los jesuitas, por espacio de veinte años, hicieron expediciones apostólicas á los mencionados países, sin fijarse en lugar alguno, y ayudados por los gobernadores y tesoreros Reales se dedicaron á la salvación de las almas; más tarde pensó la Compañía en fundar la provincia llamada del Paraguay. Esta fué protegida en sus principios por Felipe III, el más piadoso de los reyes, quien costeó el viaje á cerca de ciento veinte misioneros que fueron allí desde España. Bajo los auspicios y á expensas de Felipe IV, pasaron otros doscientos en varias ocasiones. Todos los cuales, tan luego como llegaron á Buenos Aires marcharon á costa del Erario público á remotísimos países, con la protección Real, á publicar el Evangelio en las tierras bárbaras, ayudados en la construcción de poblaciones y defendidos en las ya edificadas; además, se les proveyó de las cosas necesarias para el culto, cual era aceite con que alumbrar el Santísimo Sacramento, y medicinas para curar los enfermos. Estos y otros muchos beneficios hechos á nuestros colegios y residencias, si algún desocupado quisiera enumerarlos, hallaría un cúmulo inmenso de regias liberalidades, y confesaría que el monarca nos ha, por, decirlo así, amamantado á sus pechos. Cuánta parte tuvo en lo mencionado el Consejo de Indias, lo saben los que consideren, cómo éste inclinó el ánimo de Su Majestad á expedir cédulas de pasaporte en favor de los misioneros, y cartas en que los recomendaba á los gobernadores y demás magistrados; que disolvió las maquinaciones de los calumniadores, removió los obstáculos y facilitó todo; si alguna vez la Compañía tardaba en pedir socorros, la excitaba á gozar de su regia liberalidad. Aunque los jesuitas del Paraguay deben mucho á los consejeros que administraron en vida de los pasados monarcas, nadie negará que tiene más que agradecer á los de Felipe el Grande y á este mismo, pues estando exhausto el Tesoro, dieron tres veces más que los poderosos en ocasión oportuna. Cuando los enemigos del poderío español hacían la guerra por donde quiera; cuando el sueco, el holandés y el inglés se enfurecían; cuando Francia acometía las fronteras de la parte que corresponde á nuestra metrópoli en Italia, Alemania y Bélgica, y aun las mismas españolas; cuando los reinos rebeldes turbaban también la paz del interior y no parecía sino que brotaba de la tierra gente nacida de las semillas de Cadmo; cuando España sostenía contra tantos adversarios seis ejércitos y cuatro flotas, y se colocaban guarniciones en los límites de tan vasto imperio, y el erario, con pagar tan excesivos gastos estaba agotado, entonces, digo, no faltaron el rey ni los consejeros de Indias á su propósito de transportar y alimentar los heraldos del Evangelio en Tucumán y el Paraguay. ¿Hay obra tan piadosa como ésta? Esto es, lisa y llanamente, posponer los reinos y los imperios á la religión. Pero no me detendré aquí, sino que subiré á tratar de cosa más laudable. Acción meritoria y piadosa es, que los reyes Católicos en los pasados siglos sostuvieran con magnificencia el culto en América; que esto hicieran en el Perú y en México podrá explicarse, diciendo que al fin y al cabo, de estos países obtenían pingües rendimientos; pero Tucumán y el Paraguay no dan á España oro ni plata; antes bien se gasta allí más que se recauda; así, no hay palabras que ponderen bastante la generosidad de Felipe IV al ayudar á tales provincias, estimulado solamente de su celo religioso, y en las azarosas circunstancias que hemos enumerado, y que aún lo continúe haciendo. Tan singular piedad recuerda lo que dijo Felipe II, cuando instándole algunos cortesanos para que abandonase las islas Filipinas, donde los españoles habían empezado á propagar el Evangelio, y poniéndole como argumento el que se consumía en ellas más que producían, de tal modo que eran un gravamen del fisco, replicó que él gastaría con gusto en defensa de una iglesia, ó por conservar un neófito, todo el oro de las Indias y aun las rentas de España, y que por suma pobreza en que pudiera verse, no descuidaría la predicación del cristianismo, pues no ignoraba que tenía estos deberes que cumplir. Lo que en tiempos felices y de paz manifestó el más prudente de los reyes, lo ejecutó constantemente el gran Felipe IV en medio de furiosas tempestades y estando exhausto el erario con repetidas guerras, y su gloria fué mayor por cuanto el Paraguay y Tucumán producían menos aún al Tesoro que las islas Filipinas. Esto es rayar en los límites de la grandeza. Esto es tener ministros como vosotros, Excelentísimo Presidente, y Consejeros ilustres de Indias, que aconsejáis rectamente. Esto es aplicar el ánimo á los negocios con el propósito de aumentar la gloria de Dios. Esto es dedicarse á la política con fin bien distinto de los que buscan en el culto á Dios el engrandecimiento del Estado, y hacer que la religión católica llegue á las últimas regiones conocidas. Esto es conquistar la gloria de apóstoles.
** Si San Gregorio Magno mereció bien de la posteridad porque envió á Inglaterra unos cuantos sacerdotes á predicar nuestra fe, ¿cuánto más corresponde á Su Majestad y á vosotros, que no mandásteis á un pequeño reino pocos misioneros, sino que, con piedad continuada por muchos años, enviásteis y mantuvísteis numerosos sacerdotes que redujeron á Cristo las naciones más bárbaras é incultas del orbe? ¿Qué cosa tan justa como que, en nombre de la Compañía del Paraguay, os dedique la historia de la introducción del cristianismo en la parte austral de América, confesando que cuanto ella realizó á vosotros es debido? Si la victoria se atribuye á los jefes que dirigen la guerra, aunque se hallen fuera del campo de batalla, ¿con cuánta más razón os corresponde el honor del triunfo en que por vuestro consejo y ayuda fueron ahuyentadas las falanjes del demonio? De esta manera, sin peligro de ostentación y vanagloria, reseñaré los hechos preclaros de los misioneros, pues toda alabanza redundará en vosotros como capitanes de tales empresas. Yo lo haré con mi pluma, cual si fuera tocada á la piedra imán, recorriendo todos los grados de vuestros méritos hasta descansar en su polo. Este es el rey, cumbre de tantas grandezas, al cual por más que lo llamase Sol de la religión que ilumina ambos mundos, Atlante de la fe, principal estrella de la Iglesia católica y lustre de ésta, no haría sino bosquejarlo, sin describirlo. Diré, para terminar, Excelentísimo Presidente y Consejeros ilustres, que ojalá gocemos mucho tiempo de ministros como vosotros, bajo cuyo mando corramos á pelear en las filas del Señor. Defendidos con vuestro patrocinio, no nos apartarán de las heróicas empresas las calumnias y los embustes de nuestros adversarios. Con la regia protección, la pesadumbre del trabajo no retardará los esfuerzos por la salvación de las almas. Bulle aún en muchos pechos la sangre generosa consagrada á Dios y al monarca español.
** Ninguno languidecerá en casa renegando de la gloria de sus antepasados. No nos basta haber evangelizado, según referiré en mi libro, los indios de Itatín, Paraná, Uruguay, Guayrá Jujui, é islas de Chiloé y Chono; fundado tantos pueblos en una provincia que en sus comienzos medía ochocientas leguas de extensión; atravesado lagunas, peñascales, selvas vírgenes y vastos desiertos, y penetrado en cuevas. Iremos al Chaco, país situado más allá del Paraguay, donde ya ha empezado á correr la sangre de los sacerdotes, y renovaremos las victorias alcanzadas en vida de Felipe IV. Mientras que en esto trabajamos, inflamados con sacro fuego, hacemos fervientes votos al Señor para que éste premie al rey Católico, por haber propagado el cristianismo en el Nuevo Continente y principalmente en las regiones australes, dilatando su imperio en Europa y otras partes; deshaga las resoluciones de sus enemigos; multiplique sus victorias, y á vosotros os conserve incólumes bajo el gobierno de monarca tan grande, hasta que, semejantes á las estrellas que ilustran á muchos, subáis á brillar en el cielo eternamente. Así lo desea con toda su alma vuestro más humilde y obediente servidor,
NICOLÁS DEL TECHO,
Sacerdote de la Compañía.
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