(1ª PARTE)
(ANTECEDENTES HISPÁNICOS, DESARROLLO).
Autor: VIRIATO DÍAZ-PÉREZ
Editorial: Palma de Mallorca,
a cargo de Rodrigo Díaz-Pérez, 1973. 95 pp.
Versión digital:
HIPERVÍNCULOS
Viriato Díaz Pérez por José Rodríguez-Alcalá
PRIMERA PARTE (179 Kb.)
CONTENIDO DEL LIBRO
Carta de Efraím Cardozo
Nota inicial
Capítulo I
Estado cultural de España en los días de las comunidades.
Capítulo II
Estructura de la comunidad.
Capítulo III
El conflicto entre la libertad y el autocratismo.
Capítulo IV
Los comuneros y Carlos V.
Capítulo V
El movimiento comunero
Capítulo II
Estructura de la comunidad.
Capítulo III
El conflicto entre la libertad y el autocratismo.
Capítulo IV
Los comuneros y Carlos V.
Capítulo V
El movimiento comunero
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CAPITULO V
EL MOVIMIENTO COMUNERO
Grandeza del movimiento Comunero en su aspecto ideal e interno.– La indiferencia de los tratadistas.– Los abusos y el abandono de Carlos V provocan desórdenes.– Toledo y Segovia.– El «individualismo» íbero y la «unidad nacional> en los días de las Comunidades, como en los de la Independencia.– El pueblo y la plebe.
Cunde la revolución: Zamora, Madrid, Avila.– Ferocidad aristócrata en Cuenca.– Burgos.– El ingenuo sentimiento monárquico español.– El tristemente célebre Alcalde Ronquillo.– Segovia pide auxilio.– El epopéyico episodio de Medina del Campo.– Incendio y ruina de Medina.– Dos cartas impresionantes.– La lealtad Comunera y el antiguo espíritu íbero.
Se agrava el encono popular.– Qué fue la «Junta Santa», de Avila.– Declara caduca a la Regencia.– El momento brillante de la Revolución.– La ingenuidad y nobleza de los Comuneros fue su pérdida.– Carlos V y los emisarios de la «Junta Santa».– Las órdenes cesáreas, – Los «Grandes» de España abandonan a los pequeños.
Tornamos a los hechos extraordinarios y dramáticos que ejercieron tanto influjo sobre el destino íbero. Registrará después de ellos tal marasmo la historia hispana, que precisa dejar esclarecido – a modo de saludosa despedida a la grandeza pretérita – todo lo levantado del espíritu de las instituciones por las que se luchara, lo liberal del mancomún en que ellas se produjeron, lo amplio del ambiente ideológico en que se gestó la cruzada comunera, de la cual el aspecto episódico y externo, ha sido mejor comprendido, generalmente, que el contenido ideal al que venimos concediendo preferente atención.
Produce sorpresa, en efecto, constatar cómo a investigadores de renombre les pasó poco menos que inadvertido este momento de la historia hispana, hasta el punto de que Guizot, por ejemplo, al estudiar en su Civilización en Europa, las comunas en la Edad Media, apenas si cita las Comunidades que, como todo lo español fueron terra incógnita para los tratadistas extranjeros, no especializados. Ya recordamos cuanto daño nos infirieron, empero con sus juicios afectados de ignorancia censurable.
Lamentábase el gran Plutarco – según recuerda en cierta ocasión la extraordinaria escritora Blavatsky – de que los geógrafos de la época al trazar sobre sus mapas infantiles las líneas de los países que no conocían, acompañabanlas de notas en las que generalmente estos países resultaban poblados de monstruos o de hombres salvajes... Algo parecido a esto que aconteció con la geografía primitiva ha venido produciéndose, dentro de los estudios históricos peninsulares hasta casi nuestros días. Sólo así se explica la ignorancia que subsiste aun respecto a aquellos momentos en que nuestros antepasados llenaban con abnegación páginas tan honrosas como ésta en que venimos inspirándonos.
Sólo habiendo sido poco menos que ignoradas aquellas estupendas «Peticiones» – por ejemplo – que formula la Junta Santa de Avila, articulado liberal reformista y atrevido que presenta el pueblo español frente al absolutismo, ensayo glorioso en los anales del liberalismo universal, noble anhelo de autonomía opuesto al retardatario centralismo; o, habiéndose perdido nuestra gesta en el caos de mistificaciones que vino a ser el haber histórico español, se explica, decimos, que no haya sido ella por lo menos reconocida, ya que no cantada como debiera, por los que loaron los ensayos liberadores de los pueblos.
Son empero bien dignas de recordación las primeras luchas del pueblo español ante la visión inminente de la ruina de sus tradiciones.
Se recordará el descontento que siguió a aquellas Cortes excéntricamente celebradas por Carlos V en La Coruña, antes de partir a coronarse Emperador, descuidando los intereses positivos del Reino español, a cambio de los quiméricos del Imperio Alemán, con su forzosa secuela de guerras europeas, sepultura de la grandeza española.
El disgusto de castellanos, galaicos, aragoneses, catalanes y valencianos era justificado. Consideróse aquel abandono como mal presagio. No era la primera vez que un Rey de España postergaba los primordiales intereses del Estado a causa de vinculaciones con una corona extranjera, que – ¡coincidencia curiosa! – era esta misma de Alemania. Ya el gran Alfonso el Sabio – tan ilustre realmente por su inmensa cultura como desdichado en sus empresas políticas – acarreó profundos perjuicios a la causa patria con sus pretensiones al trono alemán.
Pedían pues, los súbditos españoles, que no se abandonara el reino.
No fueron atendidos.
Partió el Monarca dejando, según frase del prelado Sandoval, «a la triste España, cargada de duelos y desventuras». El país quedaba en manos de Adriano de Utrech, aquel débil regente extranjero que luego fuera Pontífice, y que no tuvo otra preocupación en su gobierno sino impedir la entrada en España de los libros de Lutero. Quedaban las arcas nacionales saqueadas; esquilmado el tesoro por el propio monarca, que no reunió Cortes ni recorrió la nación sino para extraer caudales; y además herido el sentimiento nacional por los favoritos extranjeros que no deseaban ya sino abandonar cuanto antes las playas españolas cargados de botín.
Navegaba Don Carlos hacia las costas de Flandes con sus caros flamencos, cuando estalló en Castilla el incendio de cuyas primeras chispas llegaron vislumbres al mismo Rey, en La Coruña, como le llegaron también ecos de las Germanías, estando en Barcelona.
La primera ciudad que se levantó contra los desafueros reinantes fue Toledo, el legendario emporio de cultura hispana, la ciudad señorial y sabia que con la famosa Córdoba dio justo renombre en la cristiandad a la ciencia española. Era por el momento Toledo la ciudad más ofendida, pues lo fuera en las personas de sus emisarios, que rechazados en Valladolid, peregrinaron media España, hasta La Coruña, implorando inútilmente la audiencia real.
Eran regidores, populares en la ciudad, el después célebre Juan de Padilla, y Hernando Dávalos. Con motivo de una procesión celebrada en rogativa – se dijo – de que la Providencia iluminara al obcecado monarca, éste hizo comunicar a dichos regidores que compareciesen inmediatamente en Santiago. Y ya salían ambos del terruño cuando el pueblo se opuso, tomándoles bajo su custodia y poniendo en armas siete mil hombres...
Se habla frecuentemente de lo que algunos han denominado el feroz individualismo español, que separa los hombres, aísla las regiones y antagoniza las ciudades. Probablemente este individualismo es cierto; tal vez, por lo contrario, no lo sea tanto, según también se dice; pero lo que resulta indudable es que en determinados momentos este individualismo desaparece. ¿Recordáis cómo las aisladas regiones españolas de los días de Napoleón, después de la tragedia del 2 de Mayo, van levantándose por doquier sin previo acuerdo, espontáneamente, como si mediara secreta consigna – que sin embargo no existió – hasta transformar la nación de un confín al otro en formidable organismo de protesta? Pues este mismo curioso fenómeno se produce entre los hombres de las Comunidades, lo que podría demostrar a nuestro juicio que entraban en juego sentimientos profundamente nacionales.
Así, al levantamiento de Toledo siguió, el de Segovia la ciudad del bello alcázar doresco, para nosotros; el importante centro fabril castellano de entonces. Y en ella, ya el pueblo comenzó a macular la causa con torpes represalias ahorcando a dos pobres corchetes y victimando al procurador Tordesillas, que fue arrastrado y colgado sin que bastara a contener la ira de las turbas la presencia de un hermano de la víctima, franciscano austero, que con la Sagrada Forma en la mano imploró inútilmente la salvación del perseguido...
No será ésta la última vez que la plebe ensombrezca la causa de la Comunidad. Es acaso uno de los castigos más graves que lleva en sí el delito del despotismo: el de engendrar esas repelentes represalias que suelen acompañar a las reacciones de la plebe, la que como todos sabemos, no es el pueblo. Este es justiciero, aquélla es vil y no representa sino la virulencia que efervesce en las alteraciones populares, como el despotismo y la tiranía no son a su vez sino una morbosidad que por desgracia, suele producirse frecuentemente en el ejercicio del poder...
La agitación en marcha plegóse a la causa, juntamente con la ciudad de Toro, la famosa Zamora, tantas veces cantada en las rimas de los viejos romances. Y con ello comienzan a sonar los nombres novelescos del levantisco Obispo de Acuña, prelado y capitán, y el del sanguinario imperialista Alcalde Ronquillo que había de llegar a ser después símbolo del golilla despótico, opuesto al noble Crespo, el héroe calderoniano, el alcalde de Zalamea.
Dando nota interesante plegóse también Madrid, donde Juan Zapata erigido en Justicia supremo, puso cerco al Alcázar «famoso» como diría Moratin; le tomó, y gobernó la ciudad en régimen netamente comunero...
Extendióse el pronunciamiento de las Comunidades por Guadalajara, Alcalá, Soria, Avila y Cuenca. Y si hay que convenir con quienes sostienen que no siempre fue espontánea la causa del pueblo, fue quedando, sin embargo, triunfante por doquier.
En el transcurso de esta propagación no ocultaremos que hubo de registrarse más de un exceso por parte de las turbas; pero también se entremezclaron más de una vez las represalias.
Cuenca, por ejemplo (que durante la guerra carlista había de alcanzar tan triste renombre, cual si fuera lugar predestinado a ello), fue teatro de horrores en el período de las Comunidades. Allí fue donde la esposa del aristócrata Carrillo, dio la nota vergonzosa de simular amistad con los cabecillas comuneros, invitarles a comer y a pernoctar, y después asesinarles exponiendo los cuerpos en los ventanales de su palacio, demostrando así, que el salvajismo no siempre es patrimonio de las clases inferiores. Citamos estos casos porque ellos revelan el estado de encono que ya por doquier dominaba los ánimos.
Aunque tardíamente, sublevóse también Burgos, cabeza y solar de Castilla, y terruño del Cid.
La prisión de dos artesanos por el corregidor, sublevó allí al pueblo que allanó y arrasó las viviendas de varias autoridades imperialistas. Y nos apresuraremos a consignar la nota honrosa, en medio de tan deplorables desmanes, que nunca éstos fueron agravados con el pillaje; a la inversa de lo que solía acontecer con las tropas imperiales, en las que junto al elemento español, existían numerosos mercenarios extranjeros habituados al botín y al saqueo, usuales entonces fuera de España. Dice Lafuente a este propósito: «Vengábanse los revoltosos en demolerles (a las autoridades) las casas, quemando antes las alhajas y muebles, en lo que demostraban más ira y encono que deseo de pillaje y de enriquecerse con lo ajeno, cosa extraña en tales desbordamientos y más mezclándose en ellos gente plebeya y pobre».
La razón de semejante estado de cosas estaba en que el pueblo, herido por el menosprecio real y traicionado ahora en sus anhelos, por su malos representantes, entreveía lo difícil de la cruzada reivindicadora [6]. Su causa, en lo que tenía de justo, era compartida empero por no pocos nobles, elementos religiosos y diversos organismos políticos; porque este pueblo que atropellaba las malas autoridades no era sin embargo, como no había de serlo nunca a través de la Historia, enemigo del Rey, al que sólo pedía libertad y justicia. Su grito era el de Libertad, y el de «¡abajo los malos ministros!» que apenas nacido por así decirlo, tórnase por la fuerza de las circunstancias grito de rebeldía, y que – dando la razón a quienes entonces le proferían – vendría a ser con el tiempo algo así como cosa típica y propia de España. Monárquico por sentimiento y gloriosa tradición, el pueblo español será víctima a partir de esta época de una política que le vence pero que él no acepta. Desde los días tan brillantes de Carlos V hasta los deplorables de Fernando VII e Isabel II «la de los tristes destinos», este pueblo protestará y clamará incesantemente contra el favoritismo de los Chevres y de los Adrianos innumerables, que en ininterrumpida sucesión se interpondrán entre él y el monarca, ¡entronizándose para siempre en la política!
Y, he aquí cómo las antiguas instituciones de vida democrática que eran las Comunidades, nexo otrora entre el Rey y el pueblo, vienen a transformarse en núcleos de protesta y de ellas surge con timbre de guerra el nombre de Comunero, que no es el representante de las clásicas Hermandades, de las agrupaciones nacidas al calor de los viejos municipios, sino el reivindicador airado de los derechos populares, de los fueros comunales, de la vida autónoma, de las antiguas instituciones amenazadas...
Hubiera sido aun tiempo de evitar males mayores si en el Regente y sus consejeros no hubiese primado el régimen del rigor, con el que quisieron reprimir el estado general de protesta. Pero al regresar de la sede vallisoletana terminadas las Cortes de La Coruña, nombraron para el sometimiento de Segovia, al inexorable y odiado alcalde Rodrigo Ronquillo, cuyo nombre era ya una provocación, y que, ora manejando la vara, ora la lanza, no hizo sino aumentar el encono, declarando rebelde a la ciudad, ahorcando a cuanto infeliz hallaba en los caminos, talando campos y pregonando odios.
Segovia nombra entonces capitán de la Comunidad al después heroico mártir Juan Bravo, y pide auxilio a las demás poblaciones castellanas.
De ellas, acuden Toledo con Juan de Padilla al frente de dos mil trescientos hombres; y Madrid con Juan Zapata caudillo de cuatrocientos comuneros; que dispersan las fuerzas imperiales.
Ante el peligro de Segovia, solidarízanse con ella ciudades como Salamanca, en la que se pronuncia Pedro Maldonado, el digno compañero de Bravo y Padilla; o bien León; y propágase el alzamiento por el sur hasta Murcia.
Es en estos momentos cuando se inicia el aspecto epopéyico de la lucha con el episodio de Medina del Campo.
Era esta gloriosa población, cuya grandeza pasada aún revelan al viajero los restos imponentes de sus murallas y la mole majestuosa del evocador Castillo de la Mota, el emporio comercial más notable de Castilla y uno de los más importantes de la época, con sus ferias famosas y sus enormes depósitos de mercaderías nacionales y exóticas. Unía a su importancia comercial, grande y singular nombradía tradicional ya que en el célebre castillo de la Mota había fallecido la Reina Católica y habitado su hija la desventurada Doña Juana, y en él estuvo preso el malvado César Borgia, modelo de Maquiavelo para su Príncipe siniestro.
Poseía esta ciudad fuerte artillería, y el Regente la reclamó para utilizarla contra Segovia, enviando a incautarse de ella al general Alfonso de Fonseca y al sanguinario Ronquillo. Pero los habitantes de Medina anunciaron que no entregarían sus cañones para emplearlos contra sus hermanos de Segovia. Y se fortificaron, dispuestos a la resistencia.
Las tropas de Fonseca atacaron la ciudad, en tanto los moradores se juramentaban dispuestos a perecer, antes de permitir saliese un cañón de la plaza. Los soldados imperiales irritados ante la tenaz resistencia deciden – ya sabemos lo que es una guerra civil – incendiar la ciudad. Y lanzan sobre los edificios alcancías de alquitrán y fuego hasta que las llamas se apoderan de la población.
«Y los medineses – dice Lafuente describiendo el suceso – como otros saguntinos (g), vieron impávidos arder sus moradas, devorar las llamas sus riquezas, perecer sus haciendas y sus hijos, antes que rendirse al incendiario Fonseca y al feroz Ronquillo, que al fin se vieron precisados a retirarse con afrenta, sin otro fruto que la rapiña de la soldadesca y el baldón de haber sido rechazados después de haber destruido la ciudad más opulenta de Castilla».
«Como otros saguntinos» dice la frase; y a fe que no pudo ser más gráfica y evocadora de tan estoica abnegación. Exactamente como aquellos íberos primitivos que por lealtad hacia su aliada Roma se arrojaron en la hoguera iliádica de Sagunto [7], éstos sus descendientes de Medina del Campo, por lealtad también – que es virtud fundamental de la estirpe – por adhesión a otra ciudad amiga, ven arder sus tesoros y haciendas. He aquí, una vez más uno de esos casos típicos de sacrificio y resistencia a lo numantino [8], a lo zaragozano [9], que suele ofrecer la historia hispana como supervivencia del aborigenismo arcaico, que tantas veces hemos citado.
Y no nos parece inoportuno recordar en esta ocasión, hasta qué punto ni aún tratándose de memorables instantes de sacrificio, fueron generosos en sus juicios acerca de la historia peninsular, sus enconados enemigos. Lo que se llamara virtud o heroísmo respecto de otros pueblos fue no pocas veces considerado ferocidad tratándose de lo ibérico. ¡Osadía le pareció a los secuaces de Carlos V la digna altivez española!
Salvajismo fue la defensa de la existencia nacional para los cómplices de Napoleón. Simples salteadores fueron para los romanos los compañeros de Viriato y bárbaros extraños, cuya moral choca a funcionarios como Galba y produce sorpresa a Estrabón. Tiene éste un párrafo (en el Libro III de su Geografía) que delata una falla frecuente en el espíritu y en el corazón humano, cuando vencedores hablan de vencidos...
Refiriéndose a los cántabros (astures y vascos: de lo más noble que existe en la progenie terrícola) dice estas palabras: «... un hecho muestra bien hasta dónde llegan estos bárbaros en su exaltación feroz: cuéntase que los prisioneros de esta nación, clavados y supliciados en las cruces, entonan sus cantos de guerra». Y añade reflexivamente: «Hechos como éstos revelan con certeza algo de salvaje en las costumbres. Para compensar, sigue diciendo, vamos a presentar otros que, sin alcanzar aún el carácter de la civilización, no son empero propios de fieras...». Y menciona el hecho de que los íberos solían llevar habitualmente consigo un veneno que mataba sin dolor, como último recurso «ante los males inesperados»; y además que, ningún pueblo como ellos, (observad bien esta frase, que, por así decirlo, se le escapa a Estrabón). dedicaba mayor adhesión a sus amigos y superiores, hasta el punto de sacrificar la vida por ellos... A Estrabón, como se ve, le sorprendía la lealtad de los bárbaros íberos. Y habiéndoles declarado salteadores la civilizada Roma y clavándoles en cruces, por centenares, en las montañas y encrucijadas hispanas, le extrañaba a Estrabón que aquellos mártires llevasen consigo a la guerra un veneno «para los males inesperados».
Aplicamos algo que se desprende de estas ideas que nos evoca el episodio de Medina, a quienes no han sabido o querido comprender su grandeza, entre ellos, propios y extraños expositores.
A nuestro parecer hay en el drama de Medina del Campo rasgos que rayan ea lo shakesperiano si no prefiriésemos acordarnos del sin igual caballero, el gran Hidalgo...
Y tenemos la suerte, los hombres actuales, de que aún existan interesantes testimonios que pueden revelarnos como era el temple moral de los personajes que intervinieron en aquellos sucesos y que justifican las evocaciones que acabamos de hacer. Son estos testimonios las cartas que los Comuneros de una y otra ciudad se enviaron después de la catástrofe.
Estas cartas impresionantes, que podrían figurar en una antología y que tienen acentos de una entereza senequiana, en medio de su sencillez, revelan una vez más, la verdad clásica del si vis me flere... pues resultan hoy un verdadero fragmento literario de la grave y noble habla castellana, cuando no fueron sino la expresión natural de un sincero y acendrado dolor. Vamos a leerlas.
Dicen así, comenzando por la de los medineses:
«Después que no hemos visto vuestras letras, ni vosotros, señores, habéis visto las nuestras, han pasado por esta desdichada villa, tantas y tan grandes cosas, que no sabemos por do comenzar a contarlas. Porque aunque gracias a Nuestro Señor, tuvimos corazón para sufrirlas, no tenemos lengua para decirlas. Muchas cosas desastradas leemos haber acontecido en tierras extrañas, muchas hemos visto en nuestras tierras propias, pero cosa como la que aquí ha acontecido a la desdichada Medina, ni los pasados ni los presentes la vieron acontecer en toda España...».
Aquí refieren los medineses los atropellos de Fonseca y el go..lla [borroso] y continúan de este modo:
«... Por cierto, señores, el hierro de nuestros enemigos, en un mismo punto hería en nuestras carnes y por otra parte el fuego quemaba nuestras haciendas. Y sobre todo, veíamos delante nuestros ojos que los soldados despojaban a nuestras mujeres e hijos».
Y en seguida añaden estas frases que son elocuente evocación de ese algo innegable que forma el sedimento hidalgo del alma castellana:
«Y de todo esto no teníamos tanta pena como de pensar que con nuestra artillería querían ir a destruir a la ciudad de Segovia; porque de corazones valerosos es, los muchos trabajos propios tenerlos en poco, y, los pocos agenos tenerlos en mucho... »
«No os maravilléis, señores, de lo que os decimos, pero maravillaos de lo que os dejamos de decir. Ya tenemos nuestros cuerpos fatigados de las armas, las casas de todos quemadas, las haciendas todas robadas, los hijos y las mujeres sin tener do abrigarlos, nuestros templos de Dios hechos polvo, y sobre todo, tenemos nuestros corazones tan turbados, que pensamos tornarnos locos... »
«El daño que en la triste Medina ha hecho el fuego, conviene a saber: el oro, la plata, y los brocados, las sedas, las joyas, las perlas, las tapicerías y riquezas que han quemado, no hay lengua que lo pueda decir, ni pluma que lo pueda escribir, ni hay corazón que lo pueda pensar, ni seso que lo pueda tasar, ni ojos que sin lágrimas lo puedan mirar... no menos daño hicieron estos tiranos en quemar a la desdichada Medina, que hicieron los griegos en incendiar la poderosa Troya... »
«Entre las cosas que quemaron estos tiranos fue el monasterio del Señor San Francisco, en el que ardió toda la sacristía, infinito tesoro, y ahora los frailes moran en la huerta, y salvaron el Santísimo Sacramento, cabe la noria, en el hueco de un olmo...».
Y terminan, después de enumerar otras desventuras, despidiéndose de sus hermanos de causa, los segovianos, con estas palabras:
«Nuestro señor guarde sus muy magníficas personas. De la desdichada Medina, a 22 de Agosto, año de mil quinientos y veinte».
El sentimiento de noble indignación, con que fueron recibidas las tristes nuevas que esta carta transmitía a los habitantes de Segovia, está admirablemente reflejado en la contestación que a ella dieron.
Podría suponerse que las frases delicadas de la sentida epístola medinense, no habrían de encontrar términos adecuados para la correspondiente respuesta. Los hallaron empero. Como todas las grandes épocas de un pueblo, fue aquélla, rica en nobles emulaciones, como muy especialmente tendremos ocasión de comprobarlo en los capítulos posteriores, referentes a la tragedia castellana.
Hombres y ciudades rivalizaron en sentimientos y en palabras que rememoran en ocasiones las que nos ha transmitido la historia clásica al narrar los actos de sus héroes.
Ved qué respondieron los segovianos, a sus hermanos de la incendiada Medina, y aquilatad la gallarda y decidida actitud de compañerismo reflejada en las frases siguientes que se diría arrancadas del Romancero si no constase fueron escritas en aquellos momentos:
«Nuestro Señor – dicen – nos sea testigo, que si quemaron de esa villa las casas, a nosotros abrasaron las entrañas, y, que quisiéramos más perder las nuestras vidas, que no se perdieran tantas vuestras haciendas. Pero tened, señores, por cierto que, pues Medina se perdió por Segovia, o de Segovia no quedará memoria o Segovia vengará la injuria a Medina.
Nosotros conocemos que, según el daño que por nosotros, señores, habéis recibido, muy pocas fuerzas hay en nosotros para castigarlo. Pero desde aquí decimos, y a la ley de cristianos juramos y por esta escritura prometemos, que todos nosotros por cada uno de vosotros ponemos las haciendas e aventuraremos las vidas, y lo que menos es que todos los vecinos de Medina libremente se aprovechen de los pinares de Segovia cortándoles para hacer sus casas... Porque no puede ser cosa más justa que, pues Medina fue ocasión que no se destruyese con la artillería Segovia, Segovia dé sus pinares con que se repare Medina».
La ruina de esta población conmovió a las ciudades hasta entonces indiferentes, incluso Valladolid, sede de la Regencia, donde la agitación pública inquietó tanto a Fonseca y a su cómplice, que se vieron forzados a huir, no parando hasta Flandes, donde notificaron a Carlos V el estado de Reino.
La revolución que ya alcanza a Extremadura y Andalucía comienza ahora a organizarse. Las ciudades, por iniciativa de Toledo, alma del movimiento, acuerdan nombrar representantes y congregarse en un punto céntrico, siendo designado como tal la ciudad de Avila.
Acuden entonces a este centro, Comuneros representantes de todas las clases sociales: nobles, religiosos, profesores, artesanos, entre éstos un lencero de Madrid, un frenero vallisoletano y un pelaire o cardador, de la misma Avila, constituyéndose una asamblea con el nombre de Junta Santa, que venía a ser el Directorio, como hoy diríamos, del movimiento revolucionario. Fue designado Presidente de ella el caballero toledano Pedro Laso de la Vega, aquel regidor que rechazaron los flamencos en las Cortes de Santiago; y nombrado caudillo de las tropas Juan de Padilla.
Curioso es observar el hecho de que al calificativo de «Santa» de la Junta abulense, se uniesen otras particularidades también de vago tinte religioso cual si sus componentes – que nada tenían sin embargo de clericales – se sintiesen hermanados en un ideal de cruzados. Sobre que ya se reunían en la monástica Avila, en una carta que suele citarse, llegaron a manifestar que «siete eran los pecados que padecía España» entre ellos falta de paz, agravios, desafueros, impuestos y tiranía; a los cuales la Junta Santa, tendría que oponer correspondientes virtudes... Esto era el aspecto rústico, si se me permite la palabra, de la cuestión. Mas el primer acto de esta Junta Santa fue uno de anticipación cronológica; fue una decisión insólita entonces, y semejante a otra que tanta nombradía había de proporcionar a revolucionarios posteriores; o sea la de declarar caduca la jurisdicción del Regente Adriano y del Concejo Real, y constituirse en autoridad superior.
Y para oponer una personalidad real a otra, volvieron los ojos a la enferma reina Doña Juana, que hacía quince años vivía recluida en Tordesillas, acudiendo a ella Bravo y Padilla; y fue caso extraño el de que la noble anciana, ante tan estupendo acontecimiento recobrase parte de su débil razón y con ella un rescoldo de energías, que, desgraciadamente, no fueron duraderas.
Este fue el momento brillante de la revolución Comunera. No había de durar mucho, por desgracia. La misma nobleza de la tonalidad general de los designios llevaba en germen la pérdida de la causa.
Eran arrojados, eran heroicos los Comuneros y representaban una causa justa que, además, era la nacional; pero carecían de esa cualidad que – aun reñida generalmente con la moral –, es necesaria para ciertos triunfos: carecían de habilidad política.
Dueños del poder no quisieron adentrarse definitivamente en las arbitrariedades del mando. Quisieron proceder ordenada y legítimamente en el ejercicio de sus determinaciones. Su ideal elevado querían que fuese también legal. Redactaron y enviaron en consonancia con su ingenua buena fe las famosas 118 Peticiones de su Representación ante el Monarca, en las que, como se recordará, se hablaba de libertad, de mejoras populares, de garantías ciudadanas, de responsabilidades administrativas, de tolerancia y de autonomía religiosa, y de economía nacional, todo ello con criterio avanzadísimo para la época.
Quisieron, en suma, aquellos hijos de las Comunidades, reformar el reino, aliviar la suerte de los humildes, reafirmar sus liberales tradiciones...
Mas en vez de proceder como poder superior que en realidad eran, quisieron contar con el Rey-Emperador, sin concebir hasta donde era capaz de llegar éste en su natural despotismo.
Y sucedió algo que era inconcebible para la mentalidad española. Y fue, que cuando el primer emisario de aquellos inexpertos hidalgos, hijos de la acaso tosca pero caballeresca España se presenta en Flandes ante Carlos V, con la misión de la Junta Santa, la Sacra y Cesárea Majestad de Carlos V se apodera de este enviado, le prende y le encierra en la fortaleza de Worms. Los otros emisarios no llegaron ya.
Y como ante el absolutismo de Carlos V, aquella entereza hispana no era sino delictuosa osadía antimayestática, decidió castigarla mediante toda su fuerza y astucia.
Fulminó órdenes terminantes tendentes ante todo a impedir «se menoscabara un átomo de autoridad real». Y buscó para ello el apoyo de la nobleza a la que había protegido, asociando a la Regencia del flamenco Adriano, los nobles españoles, el Almirante Don Fadrique Enríquez, y el Contestable Don Iñigo de Velasco. Y dictó la disolución de la Junta Santa y la regresión al estado de cosas anterior a ésta...
Todo dependía en aquellos momentos de la Nobleza. En manos de ella estaba no ya la suerte de las pretensiones Comuneras sino realmente el destino de España.
La nobleza empero no hizo en tan memorable ocasión gran honor al conocido lema de «nobleza obliga». En vez de amparar al débil se plegó al poderoso. Los Nájera, los Benavente, los Lemos, los Infantado, los Oñate, en suma, los «Grandes» de España, fueron en aquella ocasión «pequeños». Y en vez de abrazar la causa de los desvalidos y acaso salvar la vieja patria, enderezando las extraviadas corrientes por su natural cauce ibérico, permitieron que el turbión del absolutismo extranjero devastase los campos, llevándose entre las ensangrentada aguas, las tradiciones, el esplendor y las energías populares.
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